Cortesía de la revista Magníficat
JUEVES SANTO
Por David Amado
Hoy recordamos la institución del sacerdocio y del sacramento de la Eucaristía, así como el mandamiento nuevo del amor que nos dejó Jesús. Todo apunta al deseo de Jesús de estar unido a nosotros. Es el misterio de la comunión.
Leemos en el evangelio que el Señor «amó hasta el extremo». Nosotros estamos acostumbrados a un amor limitado.
Experimentamos la dificultad de darnos totalmente y lo expresamos mediante la queja o la búsqueda de compensaciones. El mismo Pedro se resiste ser amado así por Jesús y por ello no quiere que le lave los pies: desde su punto de vista, el abajamiento no va unido al amor porque no entiende la felicidad que se puede obtener con ello. Los filósofos paganos afirmaban que los hombres no podían ser amigos de los dioses por la desemejanza. Pero Jesús nos ama hasta el extremo, y por eso se abaja hasta nosotros y nos ofrece su amistad. Es también lo que expresa la palabra «comunión». No hay restricción en su entrega y, por ello, cuando recibimos el sacramento de la Eucaristía nos unimos a Jesús. Es él quien, por el sacramento, hace posible esta unión.
En la medida en que nosotros acogemos su don, podemos vivir según la «Eucaristía», dándonos a los demás. La comunión con Cristo nos impulsa al amor al prójimo: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». Nunca debemos perder de vista la primacía del amor de Dios. De alguna manera, la sorpresa de Pedro nos llama a permanecer en el estupor, a no acostumbrarnos a la Eucaristía, porque si la recibimos bien vamos acercándonos cada vez más «al amor extremo» de Cristo.
Por la comunión con Cristo participamos también de una comunidad, que es la Iglesia. Señaló Benedicto XVI: «En cierto sentido podemos decir que precisamente la Última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con Él mismo». Jesús se entrega por nosotros en la cruz y se nos da, totalmente, en el sacramento. Se nos da para que también nosotros podamos entregarnos totalmente. La vida en la Iglesia es responder a ese amor de Cristo.
El Catecismo enseña que «el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia». Jesús es el único Mediador, el Sumo Sacerdote eterno. Para construir su Iglesia y para que persevere en su amor, instituye el sacerdocio ministerial, y a los primeros a los que enseñó cómo debían tratarse entre ellos fue a los apóstoles.
La participación de la Eucaristía nos llama a la práctica de la caridad. Jesús se hace alimento para que no desfallezcan nuestras fuerzas, nos une a Él para que podamos actuar con Él; nos da ejemplo para que siempre pongamos nuestra mirada en Él y no busquemos otra medida para el amor; se nos da en la comunión, porque su deseo es que podamos estar para siempre con Él y quiere que crezca nuestro deseo de ser felices a su lado.
En la Eucaristía encontramos una fuente inagotable en la que aprender a amar como Dios nos ama. La celebración se prolonga en la adoración y en el servicio. De ambas maneras expresamos nuestro agradecimiento al amor infinito del Señor.
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