Cardenal Bagnasco sobre Benedicto: «Conseguía ver las cosas del mundo en su verdad»

Angelo Bagnasco Angelo Bagnasco
|

(Angelo Bagnasco en Il Timone)-Joseph Ratzinger siempre se entregó y pagó el alto precio del siervo fiel, desfigurado por el pensamiento único que domina las conciencias, pero venerado por el pueblo de los pequeños.

Resulta imposible resumir el misterio de un hombre, y más aún de Benedicto XVI, papa emérito, humilde y grande. Cuando fue elegido papa empecé a escucharlo y observarlo con devota atención. Vi la mansedumbre de sus palabras y estilo, la naturalidad de sus gestos, hasta el punto que me pareció entrever la transparencia de su alma. No hablaba de sí mismo; y cuando lo hacía, no se ponía en el centro, sino siempre de lado. Quería ser la lámpara para que la luz de Cristo resplandeciese ante el mundo. No era un modo de actuar estudiado, sino un modo de ser y también yo, como el pueblo, notaba su luminosidad espiritual que atraía y lleva al Señor. En él no había nada artificial, no había nada en él calculado en vistas de buscar el consenso y el aplauso. Esta percepción inicial creció hasta hacerme pensar que el papa Benedicto era un alma tan centrada en Dios y, por ende, tan libre, que habría sido capaz de renunciar por el bien de la Iglesia. Nunca se bajaría de la cruz, sino que cambiaría la forma. Y así fue. Y hoy esto es aún más evidente para la Iglesia y el mundo.

Una mañana de marzo de 2007

Cuando en febrero de 2013 leyó a los cardenales, en la Sala del Consistorio del Palacio Apostólico, el texto en latín de la renuncia, todos nos quedamos sin palabras y no fueron pocos los que pensaron que habían entendido mal las palabras del papa. Salimos rodeados de un silencio incrédulo.

La primera vez que me reuní con él fue unos pocos días antes del 7 de marzo de 2007, cuando de repente hizo que su secretario, mons. George Ganswein, me llamara. La reunión debía ser totalmente discreta. Sorprendido y un poco inquieto, fui al Vaticano donde me hicieron pasar por algunos pasillos internos del Palacio. El papa era muy acogedor, hizo que me sentara a su mesa y él se sentó en su sitio, en el escritorio. Sin embargo, observé que estaba sentado al borde de su sillón, inclinado hacia mí: en ese momento me dijo que su intención era nombrarme presidente de la Conferencia Episcopal italiana, y me preguntó si aceptaba. Le respondí brevemente, diciéndole que siempre había obedecido a mis superiores, y más aún al papa en persona, si bien sentía algo de temor y preocupación ante esa tarea. Me sonrió y se relajó en el sillón, como si se sintiera aliviado. Su reacción me enterneció: un obispo tiene problemas y dificultades, pero el papa tiene responsabilidades mayores y más graves. Confieso que, en mi pequeñez, me sentí contento de haber contribuido a aliviar al papa de una preocupación.

Sabía leer los tiempos

A partir de ese momento comenzó una relación con Benedicto bastante regular debido a los deberes del oficio: antes de cada encuentro con los obispos italianos me reunía en audiencia con él para presentarle los temas principales de mis intervenciones. Esas reuniones fueron una gracia para mí, porque respiré la altura de su pensamiento, la amplitud de su cultura, nunca ostentada pero que yo percibía claramente, y podía tocar la lucidez de análisis, la firmeza delicada en las cuestiones moralmente delicadas que podían afectar a algunos o escandalizar a los corazones, el absoluto respeto de sus colaboradores y de su trabajo.

Ningún tema, ni siquiera el más pequeño, era algo sobre lo que hubiese que apresurarse, sino que debía analizarse en un contexto más amplio, un horizonte teológico y pastoral, humano y canónico, pero ante todo espiritual, es decir, de fe. La fe era el criterio principal de sus palabras. No era un aparato frío, rígido y árido como alguno ha repetido a menudo, sino la relación viva y vital con Jesús y con sus implicaciones concretas en la existencia.

La dictadura del relativismo, proclama al inicio de su pontificado, no era una falsificación de la modernidad, sino el rostro de una fase de la historia occidental que altera Occidente y contagia al resto del mundo. No era una lectura llena de prejuicios, casi una obsesión hostil, sino la interpretación lúcida de los signos de los tiempos, signos que no coinciden con las modas del mundo, sino que son signos de Dios. Es la razón por la que Benedicto XVI era un verdadero profeta, no de desventura ni de optimismo irresponsable; conseguía ver las cosas del mundo en su verdad porque era libre de inteligencia y de corazón, es decir, libre de sí mismo. Podía mirar las cosas con la mirada de Dios, que es verdad y amor. Como hombre de fe y profundo teólogo, sabía que el «misterio petrino» estaba por encima de su persona. Él era su servidor, no su amo, consciente de que su tarea de Sucesor de Pedro era confirmar a la Iglesia en la auténtica fe apostólica. Y que la misión de la verdad comportaba también el martirio, como fue para sus predecesores, conscientes que el anuncio y el recordatorio de la verdad atañen al bien y al futuro del mundo y de la historia, y que estaba dirigido a cada persona de sentimiento recto y raciocinio sereno.

En defensa de la razón

De hecho, Benedicto, sobre todo en los grandes discursos en los distintos aeropagos mundiales, aplicó siempre dos registros: el de la fe y el de la razón, en plena continuidad con el Magisterio de la Iglesia. Él veía con claridad que en la raíz del relativismo, que niega la verdad objetiva sustituyéndola con la opinión y reduce los valores sustituyéndolos con el arbitrio individual, estaba la desconfianza en la razón humana como facultad de la verdad tal como es, y no como querríamos que fuera. Sabía que una razón débil no construye una fe fuerte, y que la una y la otra se buscan mutuamente porque se completan y se sostienen. El relativismo que, entre otras cosas niega la verdad de la persona, la vida y la familia, de la libertad en sí misma y de la educación, «valores no negociables» porque son bien constitutivos del ser humano, es un mal radical para el mundo. Por eso se desgastó y pagó el alto precio del siervo fiel, desfigurado por el pensamiento único que domina las conciencias, pero venerado por el pueblo de los pequeños, que no tienen prejuicios ni intereses que defender.

Espero que el magisterio que nos ha dejado no se enfatice solo en estos días, mientras ha sido fuertemente criticado, obstaculizado y desatendido precedentemente, sino que se llegue a reconocer el patrimonio que Benedicto ha dejado a la Iglesia y la humanidad. Un signo positivo es el hecho que no son pocos los estudiosos, de distintas procedencias y disciplinas que, desde hace tiempo, retoman esos discursos como referencia cultural para volver a la razón entera y la fe pensada por el bien de la humanidad. En este horizonte, otro don del papa emérito es el Catecismo de la Iglesia católica que, desde hace más de veinte años, es una piedra angular evidente, cierta, completa y dirimente de la fe.

Deseo que Benedicto XVI sea declarado lo antes posible «Doctor» de la Iglesia. En el firmamento del cielo una nueva estrella ha surgido: como el cometa de Belén, seguiría indicándonos el misterio de Cristo, principio y destino del hombre. Espero que todos, como los pastores de antaño, sigamos su luz para no perder el camino detrás de fábulas e ilusiones, o para encontrarla de nuevo en su belleza salvadora.

Publicado por el cardenal Angelo Bagnasco en Il Timone

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana