Fe y política: La carga revolucionaria de la venida de Cristo (I)

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario Cristo entre los fariseos (Jacob Jordaens)
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(Massimo Camisasca en Tempi)-Insertándose en la historia con la Encarnación, el cristianismo reconoce y se entrelaza con las autoridades «legales» sin coincidir nunca con ellas. Al contrario, supone una auténtica barrera para la hybris del poder.

PARTE I

  1. El Reino

La vida cristiana nunca es ajena a la esfera social y civil.

Los misterios de la Creación y de la Encarnación nos permiten afirmar esta verdad, dándole las proporciones justas.

La fe en la creación nos recuerda -contrariamente a lo que cierto ecologismo querría hacernos pensar hoy- que «la tierra es obra de Dios, no la madre de Dios»[1]: nos preserva, por tanto, de la tentación de considerar el mundo como único horizonte, y nos impide atribuirle las prerrogativas que solo corresponden a Dios.

Del mismo modo, nos recuerda que ninguna realidad humana o mundana -ni siquiera los Estados- puede erigirse en fundamento de la norma moral o religiosa, sino que extrae su sentido y su existencia de un señorío más originario.

Frente al extremismo de la trascendencia, que tendería a negar cualquier tipo de contacto o «contaminación» entre Dios y el hombre, la fe en la Encarnación nos remite al misterio de Dios que se implica plenamente con nuestra humanidad, hasta hacerse él mismo hombre. Esto nos permite reconocer la Presencia providencial de Dios en todos los asuntos humanos, incluso en el político. Y por eso Agustín puede afirmar con razón que Dios «dat regna terrena«, concede los reinos de la tierra[2].

El nacimiento de Cristo se sitúa en un punto preciso de la Historia: un tiempo histórico que es también un tiempo político, coincidiendo con la decisión del emperador Augusto de censar a todos los habitantes del Imperio romano. Los Evangelios nos muestran también la atención de Jesús por los asuntos políticos y sus intervenciones al respecto: baste pensar en el episodio del tributo al César (Mc 12,29-30). Precisamente este episodio pone de manifiesto un punto fundamental para pensar la relación entre cristianismo y política: la existencia del poder político es legítima, y a ese poder el hombre debe obediencia y colaboración en lo que le es debido. Esta obediencia, sin embargo, está sujeta al señorío de Dios sobre el tiempo, la historia y cada persona. Es a Dios, y no al Estado o a sus leyes, a quien el hombre debe su corazón y su vida.

De este modo, Jesús, aunque no rechaza la tradición israelita, muestra que va más allá. No se identifica con la visión teocrática del Antiguo Testamento, sino que salva su elemento verdaderamente relevante: el señorío único de Dios.

Al mismo tiempo, Jesús trae algo nuevo: «El reino de Dios está cerca» (Mc 1,15), «ha llegado a vosotros» (Mt 12,28), «está en medio de vosotros» (Lc 17,21).

Todas estas expresiones se refieren a un proceso de «venida» que está teniendo lugar ahora y que afecta a toda la historia: el cumplimiento en el que se recapitula toda expectativa humana de justicia, bondad y verdad. Este Reino que ha de venir es precisamente la persona de Jesús. No podemos considerar el Reino de Dios de forma idealista, como una realidad simplemente «dentro» del hombre. Tampoco podemos reducirnos a una consideración exclusivamente escatológica: el Reino solo concerniría al fin del mundo.

Sigue sin convencer una interpretación laicista según la cual el Reino coincidiría con la construcción por el hombre de un mundo de paz, justicia, igualdad y respeto a la creación. Cristo como realización y salvación para todo hombre también está ausente de esta perspectiva[3].

La nueva cercanía del Reino de la que habla Jesús es Él mismo. En Él, Dios obra y reina: reina de un modo divino, no comparable a la concepción mundana del poder. Dios reina a través del amor llevado hasta el extremo, incluso hasta la muerte en la cruz. Al mismo tiempo, se convierte en el paradigma de todas las formas de poder y autoridad. Quien ocupa una posición de autoridad o de poder, quien es señor de los demás, está llamado a conformarse con la naturaleza más profunda del señorío, que busca el bien del otro hasta el sacrificio de sí mismo; y que reconoce el criterio de ese bien en la voluntad del único Señor.

Siendo Ratzinger lector de Agustín, podemos afirmar que el cristianismo, insertándose en la historia, reconoce autoridades «legales» y se entrelaza con las estructuras estatales sin coincidir nunca con ellas. Conserva en sí misma una carga intrínsecamente «revolucionaria»: no puede considerarse idéntica a ningún Estado, sino que es una fuerza capaz de relativizar toda realidad mundana e inmanente, remitiendo al único Dios, el Absoluto que rige la historia, y al único y verdadero mediador entre Dios y el hombre, Jesucristo.

  1. Política, hombre, persona

En nuestra época prevalece una visión tecnicista de la acción política, que la reduce a un conjunto de procesos de toma de decisiones legitimados por el cumplimiento de normas de procedimiento. Esto no quiere decir que las decisiones políticas no se basen en supuestos éticos y en una idea de lo que es «bueno» o «correcto»: pero ya no acudimos a los grandes sistemas morales en busca de criterios. Se derivan de otras fuentes, como la tecnociencia o la economía. La cuestión ética se disuelve en un «pluralismo ético» que en realidad coincide con un relativismo declarado, no exento de rasgos intolerantes hacia quienes aún se consideran poseedores de certezas morales.

La crisis de la política se explica a la luz de una crisis antropológica más original: en efecto, la política nació con vistas a la promoción de la persona humana. No puede vivir sin un fundamento antropológico, incluso antes que moral. ¿Quién es el hombre? ¿Qué significa pensar en el hombre como persona? ¿Qué tipo de relación existe entre la persona y el Estado, la persona y la vida en común? ¿Cuál es el verdadero bien para la persona y cómo puede perseguirse a través de la actividad política?

¿Queda aún espacio para el hombre en la era de la globalización, en la imposición de las finanzas anónimas sobre las relaciones económicas concretas, en el desplazamiento de los centros de decisión y poder fuera de las asambleas electivas de los Estados y en manos de élites supranacionales? ¿Hay aún espacio para el pensamiento y la conciencia en un mundo que ha hecho de la tecnología y la tecnociencia su «infraestructura», y que aspira a superar los límites de lo humano hibridándolo con la máquina?

¿Qué papel le queda a una política que delega cada vez más (como ha revelado sin piedad la crisis sanitaria) la definición de criterios y la responsabilidad de la toma de decisiones en científicos y expertos?

Estos dinamismos tienen una historia. La modernidad ha reducido el mundo a materia totalmente disponible a la capacidad de manipulación humana; el propio hombre ha llegado a pensar en sí mismo como una identidad indefinida y eternamente cambiante. De ahí una idea de la libertad como autodeterminación, simple instrumento de autoafirmación, y del Estado como guardián de las reivindicaciones individuales.

De hecho, para responder adecuadamente a la pregunta sobre el hombre es necesario partir de su creaturalidad estructural. El hombre ha sido creado por amor: se recibe a sí mismo y su vida como un don gratuito de Dios.

En el segundo relato de la creación del hombre (Gn 2,7-25), Adán -aquí representante de toda la humanidad- se descubre a sí mismo a partir de su propia «soledad original» ante el Absoluto. Al mismo tiempo, se reconoce excedente con respecto a los demás seres vivos, entre los que «no encontró ayuda semejante a él» (Gn 2,20): precisamente porque no encuentra un ser semejante a él, descubre una tensión hacia la donación de sí mismo, que solo se cumplirá en la creación de la mujer por Dios y en la comunión con ella.

La conciencia de la propia dependencia originaria de la criatura; la percepción de la propia singularidad entre los seres vivos (conciencia y autoconciencia); el descubrimiento de «existir para alguien» son las características del ser humano como persona.

Desde el punto de vista de la reflexión política, la categoría de la persona constituye la primera y más profunda barrera a la hybris del poder. El hombre no es un individuo desvinculado de cualquier forma de participación, limitación o vínculo; tampoco es una célula amorfa de un colectivo impersonal. Además, la vocación de la que está constituido el hombre solo adquiere todo su sentido si volvemos a la «soledad original», a la «relación con el Absoluto» descrita en el Génesis. Se establece así en el hombre una dialéctica entre la conciencia de su limitación y la tensión por realizarse más allá de sí mismo.

Todo esto constituye la consecuencia y el signo de su condición de criatura, que en el don de sí misma encuentra el punto de máxima semejanza con Dios y su propia realización.

(1. continuación)

* * *

[1] Agustín, La Ciudad de Dios, Libro VI.

[2] Ibid, Libro IV

[3] Cf. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret. Tomo I. Del Bautismo a la Transfiguración.

Publicado por mons. Massimo Camisasca en Tempi

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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Comentarios
5 comentarios en “Fe y política: La carga revolucionaria de la venida de Cristo (I)
  1. ¿Cómo que el cristianismo no coincide con las autoridades legales?
    Es todo lo contrario.
    El cristianismo supuso gobiernos católicos, se buscó de manera permanente que el gobernante fuera católico porque el gobernante establecía la religión.
    Además, el cristianismo no sólo supuso la existencia de gobiernos católicos sino de una cultura y civilización cristiana que no pudiera haber existido si los gobiernos hubieran sido anticatólicos y anticristianos.
    Además, como los gobernantes debían ser virtuosos y en el sentido de justos y santos estableció una Espada Espiritual sobre la Espada Temporal para que no existiera un poder absoluto y para santificar los gobernantes y gobernados.
    Después en la época de la democracia evitó la Iglesia que se formaran partidos políticos con la denominación de católicos para no quedar partida y quedó partida por partidos y gobiernos anticatólicos que inficionaron la Iglesia de herejías.

  2. Si algo me llama, desde siempre, poderosamente la atención es la INDIFERENCIA de Jesús respecto a cuestiones políticas. El primer signo de esta indiferencia antes referida, está en las tentaciones. El diablo le muestra todos los reinos de la Tierra y se los ofrece, a cambio de un precio, claro, la adoración. Jesús lo desdeña. Los siguientes signos de su indiferencia hacia la política se desprenden de distintos episodios de los evangelios. Por ejemplo, cuando tras la multiplicación de los panes y los peces la multitud, asombrada, decide proclamarle rey. Él se aleja de ellos. En un contexto en el que su pueblo, expectante, gime bajo el yugo romano y busca un salvador político ¿Qué hace Jesús?: decir que paguen los impuestos a Roma (Dad al César lo que es del César). Es más, dice a los suyos que cuando el enemigo cerque Jerusalén y el santo monte del Templo, no se les ocurra ir a defenderlo, que salgan huyendo.

    1. Especialmente chocante, incluso «escandaloso», es su cercanía con los publicanos, judíos que trabajaban para las fuerzas de ocupación romana, haciéndoles el trabajo sucio de recoger los impuestos que Roma exigía (y embolsándose algún que otro denario extra). No sólo atiende la petición de un alto oficial del ejército ocupante, curando a su sirviente, sino que no le hace ascos a entrar en su casa (algo prohibido a los judíos) y es el propio romano, sabedor de ese precepto, quien se lo impide para que Jesús no tenga problemas con su propio pueblo: «Domine non sum dignus ut intres sub tectum meum». En el aspecto social, Jesús jamás dice nada sobre como remediar la pobreza, es más, la supone eterna: «Siempre tendréis pobres». Jamás dice nada sobre cómo debería organizarse el estado para atender la sanidad o la educación del pueblo, aunque Ël curaba hasta la extenuación y no cesaba de enseñar. He llegado a la conclusión de que la doctrina social y política de Jesús es inexistente.

    2. En cuanto a su enseñanza evangélica, destaca por su ausencia ninguna propuesta para erradicar la pobreza, es más, asegura que «siempre habrá pobres», y aunque Él y su grupo de apóstoles reparte limosnas a los necesitados como atestigua el propio Judas en el episodio de la unción, jamás se le escucha decir que el estado o los gobernantes deberían hacerlo con impuestos obligatorios a algún colectivo adinerado o a la totalidad de la población. Igualmente, aunque cura constantemente a una multitud de afligidos por enfermedades físicas, mentales o espirituales, nunca propone un sistema de salud universal a cargo de impuestos obligatorios para toda la población. Respecto a Herodes, nunca le reprocha nada, al contrario que san Juan Bautista, quien le echa en cara que vive con una mujer de forma ilegítima. ¡Pero hombre!, Herodes esquilmaba al pueblo y luego agasajaba al emperador de Roma llamando Tiberíades a una ciudad de vacaciones en el mar de Galilea.

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