El fin del mundo y nosotros

muere luigi Negri Luigi Negri
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(Tempi)-En el 80º aniversario del nacimiento de monseñor Luigi Negri (1941-2021), publicamos una meditación inédita sobre el Adviento pronunciada por él en un retiro de Adviento de la Fraternidad Comunión y Liberación (15 de noviembre de 2009, Milán): «Si Cristo ha venido una vez y volverá, pero entre medias mi vida no lo acoge, ¿para qué ha venido?».

Gracia, libertad e historia

¿Qué es el fin del mundo? El fin del mundo coincide con mi felicidad. El fin del mundo, antes de ser un acontecimiento cosmológico, en el que celebramos el poder de Dios que juzga al mundo, a través de acontecimientos extraordinarios, es otra cosa: el verdadero fin del mundo es ante todo el cambio de vida del hombre.

Si las montañas se derrumbaran, si los lagos se desbordaran, si ocurriera todo lo que, en la meditación sentida y profunda de la Iglesia, llegó a identificarse con los signos que preceden al fin del mundo, en el sentido del fin de la historia, si todo esto también ocurriera, pero la humanidad no hubiera cambiado, faltaría algo fundamental.

El poder de Dios se manifiesta en el fin del mundo, es decir, en el eschaton, en las últimas cosas, como el poder de Cristo que cambia al hombre y al mundo; el poder de Cristo que acepta que su vida humana sea regenerada en la resurrección y ofrece esta vida humana regenerada en la resurrección como un don gratuito, la gracia, a todos los que creen en él. Este es el fin del mundo: el poder de Dios manifestándose. Pero, ¿dónde se manifiesta definitivamente el poder de Dios? En el hombre nuevo que vive en el mundo.

Uno de los más grandes teólogos de la historia cristiana, san Ireneo de Lyon, dice que Dios es el hombre nuevo que vive en el mundo: «Gloria Dei vivens homo«. La gloria de Dios es un hombre nuevo que vive con una conciencia irresistible y clara de su origen, de su destino; que vive el gran viaje hacia la maduración de su inteligencia y de su corazón de tal manera que puede pensar como Dios y vivir como Dios. «Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). […]

La nueva criatura nace de la intervención de la gracia. La gracia es algo absolutamente inconcebible y, en algunos aspectos, inexplicable para la inteligencia humana. Que Dios se haya dado al hombre en Cristo es el misterio más profundo del Ser y de la historia, mucho más profundo que el otro gran misterio, el de la creación, en el que Dios se dio, salió de sí mismo de tal manera que este don significó la vida del hombre y, en torno a él como contexto en el que está llamado a vivir, el cosmos, el universo.

La creación y la redención son la gracia de Dios. Pero esta gracia de Dios, que nos colma, se realiza plenamente y se convierte de verdad en un factor de cambio solo en el contexto de la libertad. La gracia y la libertad son el orgullo del verdadero catolicismo. Porque la gracia expresa toda la gratuidad absoluta de la iniciativa de Dios, sin la cual no podemos hacer nada, no existiríamos ni podríamos hacer nada. Sin la gracia de Dios que es Cristo, no podríamos existir y existiendo no podríamos salvarnos; pero esta gracia debe madurar, por lo que el acontecimiento del señorío de Cristo sobre el mundo sucede en mi vida porque mi libertad acepta implicarse con esta gracia; acepta tomar en serio la gracia, acepta sentirse definida por la gracia; acepta moverse dentro de la gracia en un gran abrazo que no me aplasta violentamente, sino que me implica afectivamente y, al hacerlo, implica mi libertad. Es el Señor Jesucristo quien, con su gracia, rodea mi vida con este abrazo extraordinario y definitivo; pero este abrazo se expresa como un aumento de la libertad.

La liturgia penetra en las profundidades de este misterio con una oración sencilla pero profunda. Habla de un misterioso intercambio entre su fuerza y nuestra debilidad. El fin del mundo tiene lugar en mí, y a través de mí, se atestigua en este tiempo, porque su gracia es recibida y correspondida por mi libertad, en este misterioso encuentro entre su poder y mi debilidad. Misterioso encuentro que describe el aspecto más profundo de la vida.

La vida cristiana es este encuentro continuo y progresivo en el tiempo, en el espacio, en las circunstancias, en los acontecimientos, en la belleza y dificultad de la vida, en la apertura de la inteligencia y del corazón, así como en la mezquindad de la vida; es este diálogo misterioso que continúa, es este encuentro misterioso que hace que el tiempo de nuestra vida mortal sirva para el nacimiento de nuestro cuerpo inmortal.

Se siembra un cuerpo corruptible, nace un cuerpo inmortal, dice san Pablo. Pero la siembra del cuerpo corruptible y el nacimiento del cuerpo inmortal en el que se manifiesta definitivamente el poder de Dios, es decir, el fin del mundo, es un viaje, una historia. La gracia potencia la libertad y, por tanto, potencia la historia, porque la libertad se vive en la historia. La libertad se vive en el tiempo y en el espacio, se vive en la juventud y en la madurez, se vive en los buenos y en los malos momentos, se vive en las circunstancias concretas de la vida. Así que lo eterno se construye en el tiempo. No porque el hombre pueda construir lo eterno por sí mismo, sino porque Dios y el hombre construyen lo eterno en el espacio limitado de la existencia en este misterioso encuentro entre el poder de Dios y nuestra debilidad.

No sé si -permitidme esta confidencia- vale la pena ser feliz en la tierra por algo que no sea esto. No sé si podemos aplicar la palabra felicidad a cualquier otra cosa: la mujer más bella de este mundo, la mayor cantidad de dinero posible en este mundo, el reconocimiento de nuestras capacidades intelectuales y morales, nuestra carrera, etc. La plenitud del ser está en mi cambio diario, porque día a día mi libertad se abre al reconocimiento de Cristo, y Cristo, reconocido y amado, entra en mi vida como un fermento de nueva humanidad, como un fermento que remueve toda la masa y le da una forma diferente a la sequedad y fijeza del principio.

Es como un principio de vida nueva que florece irresistiblemente. Se siembra en nosotros un fruto de paz, dice Santiago, que dará sus frutos a su tiempo, no de forma mecánica, ni artificial, ni fatalista, sino solo si cada día nuestra vida se vive como ese encuentro continuo entre el poder de Dios y nuestra debilidad. […]

El verdadero obstáculo es un error de método, no una incoherencia

Sin embargo, ¿por qué parece que esta nueva criatura nunca nace? ¿Por qué esta promesa de cambio total no está en el centro de la vida, de la conciencia, del corazón y del amor, y por tanto no es el gran acontecimiento de la vida, la gran obra de la existencia? ¿Por qué la fe, como reconocimiento de Cristo, como conocimiento de Dios y cambio de nosotros en Él, se vuelve marginal en nuestras vidas? Porque nuestra vida está ocupada con tantos otros asuntos que no son comparables con esta promesa en cuyo cumplimiento esperamos, de cuyo cumplimiento estamos seguros.

¿Por qué parece que esta nueva criatura nunca nace? Esta nueva criatura nunca nace, no por un problema moral. Esta es la gran liberación del moralismo que ha supuesto para nosotros el encuentro con la extraordinaria personalidad de don Giussani. La nueva criatura que hay en mí no se retrasa por la limitación moral, tal vez se hace más difícil, pero no se pone en jaque por mi inmoralidad. La nueva criatura no nace o no nace propiamente porque no se vive un método correcto de encuentro con el Señor, de reconocimiento de Él, de verdadera participación en su vida.

La criatura no nace por un error de planteamiento; no por la incoherencia, no por la inconsistencia que hace más difícil el camino; el mal que se hace, dice Ana Vercors en La Anunciación a María, te hace comer el pan con tristeza por la noche. Pero el poder de Dios no se detiene por la limitación que supone nuestra debilidad. Dios salva a los débiles, salva a los que luchan por ser coherentes, como muestra Jesús ante la adúltera: Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Y ella respondió: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Juan 8,10-11). Pero entonces, ¿por qué no se produce la nueva criatura? La nueva criatura no se produce porque nos equivocamos de método: esta es la respuesta.

La nueva criatura no se produce, no porque estés lleno de pecado, sino porque te equivocas de método. Pide mal, no pide, o pide mal, dice san Pablo a los primeros cristianos. Por lo tanto, tenemos que centrar nuestra atención en el método, en la fe como método de conocimiento, porque si la fe en Cristo se convierte en el método de conocimiento (sabed bien hermanos que el conocimiento para la tradición judeocristiana significa amor, no se conoce sino lo que se ama), entonces es un camino en el conocimiento, es un camino exacto en el conocimiento, que hay que recuperar y perseguir continuamente. […]

Tres factores fundamentales

En primer lugar, es el reconocimiento de un hecho objetivo. «En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea…» (Lc 3,1) el Hijo de Dios vino a la tierra y su existencia histórica es absolutamente innegable. Su madre, el lugar de su nacimiento y el oficio que ejerció son elementos históricos de su existencia. Es un acontecimiento objetivo para los que se encontraron con él, como lo es para nuestra vida, porque íbamos por nuestro camino y nos encontramos con una comunidad, una compañía, que nos dijo: «El Señor está aquí».

Así que el proceso que pone en marcha la energía de Dios que se encuentra con mi libertad y me cambia, no proviene de una idea, de una exigencia, aunque sea religiosa, sino del acontecimiento que se ha convertido en historia y se hace encuentro. El acontecimiento de Cristo se convierte en historia, se convierte en encuentro, y por ello es necesario partir del reconocimiento de un hecho objetivo, originariamente independiente de la persona que hace la experiencia. Es el encuentro con algo objetivo.

Su madre tuvo toda la vida un hecho objetivo frente a ella, que no se puede atribuir a lo que ella pensaba, a lo que entendía, a lo que sentía. Ella le seguía cada día, superando todos sus sentimientos y todas sus premoniciones, para afirmar su Presencia. Una nueva vida surge en nosotros a partir de algo que ha sucedido y se reconoce.

No solo hay que partir del hecho, sino que hay que reconocer que el hecho está cargado de una promesa, de un sentido que trasciende infinitamente todas mis expectativas, todas mis previsiones, todas mis posibilidades de comprensión. Un hecho extraordinario, independiente de mí, que trae a mi vida una promesa de realización que va infinitamente más allá de todo lo mejor que pueda pensar de mí mismo y de la realidad.

Entonces, comprometerse con el Señor, comprometerse con este acontecimiento, es ser sorprendido dentro de una correspondencia imprevista, inesperada, absolutamente inconcebible, pero real. Esta persona es más yo que yo; esta persona me conoce más que yo mismo; esta persona, como dijo Juan Pablo II de manera inolvidable en los hermosos pasajes del número 10 de la Redemptor hominis, revela al hombre toda la verdad sobre el hombre. Un hecho que contiene una promesa más allá de toda expectativa; yo, que registro esta promesa, que está más allá de toda expectativa, no puedo dejar de reconocer que es lo que he estado esperando toda mi vida. Una correspondencia impensable: así me afirmo plenamente en mi exigencia de sentido, en mi exigencia de verdad, de belleza, de bondad, de justicia.

La importancia de la verificación

Sin embargo, debemos reconocer que no debemos detenernos simplemente en estos tres factores: la presencia del hecho objetivo de Cristo, la intensidad de la promesa que pone en nuestras vidas, la percepción de una correspondencia extraordinaria. Se me cuestiona porque digo: «Esto me corresponde». En el momento en que digo «esto me corresponde», estoy llamado a asumir toda la responsabilidad por mí mismo y por Él.

«Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Es la primera formulación, la más sencilla, la más elemental de la vida cristiana, que floreció en los labios de alguien que no sé si era especialmente inteligente, pero que ciertamente tenía un profundo sentido de la realidad. «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna». Tenemos que registrar esta correspondencia y trabajar en ella.

La fe es un hecho vital, la fe es el encuentro continuo entre la presencia de Cristo y mi humanidad con todos sus factores, con todas sus condiciones y con todos sus condicionamientos. Estoy llamado a interpretar mi humanidad en presencia de Cristo: esto es la fe, por lo que si no hay humanidad, no puede haber fe.

Si en lugar de jugar a tu humanidad juegas a tu sentimiento de Dios, a tu sentimiento de Cristo, a tus ideas sobre Cristo, no es fe, es abstracción, es ideología. Hay que jugarse la vida ante el Señor hoy, que habla con la misma carga y con la misma concreción con la que habló a los primeros. Y esta concreción e historicidad es posible porque el Señor te sale al encuentro en la Iglesia y a través de la Iglesia; por tanto, debes jugar tu vida humana; si lo humano falta, no hay fe.

Pero si hay lo humano y no hay reconocimiento de Cristo, no hay fe de todos modos, no hay encuentro entre su poder, su riqueza y nuestra pobreza. La expresión de Giussani, justamente recordada en este período, es extremadamente densa y precisa: la vida de fe es una verificación; estamos llamados a comprobar que su Presencia es conveniente. Su Presencia es conveniente porque ilumina nuestra existencia, en todos sus detalles, con una luz que de otro modo no estaría allí; da a mi corazón la fuerza para afrontar la vida que yo no podría darme en absoluto.

Así que la fe crece cada día en esta verificación. Afrontar nuestra vida con fe u ofrecer nuestra vida humana a la fe en Jesucristo hace que la vida sea cada vez más irresistiblemente plena. Por eso nace la nueva criatura. La nueva criatura nace en la verificación.

¿Por qué no os habéis ido todos los que estáis aquí? Porque, ciertamente no de forma continua y sistemática, pero en determinados momentos de la vida había que reconocer que la nueva criatura se estaba formando. Que había una humanidad diferente, que había una plenitud diferente, que había un afecto por la propia humanidad y la de los demás, que había una claridad de juicio, que había una energía de acción; en resumen, lo nuevo irrumpía por todos lados.

Lo nuevo ha irrumpido por todos lados en nuestra capacidad de hacer frente a los grandes desafíos que hemos recibido. Y Dios conoce los desafíos a los que todos vosotros, que estáis aquí escuchándome, os habéis enfrentado en vuestras vidas. Incluso desafíos terribles, humanamente hablando, incomprensibles e injustos. Pero si todavía estáis aquí, es porque ninguno de estos desafíos ha desintegrado la novedad de la nueva criatura. Por el contrario, misteriosamente, la limitación, la fatiga, el dolor pueden haber sido momentos privilegiados de esta verificación positiva: la nueva criatura, es decir, el fin del mundo en mí, el acontecimiento de su Reino en mí. Porque si su Reino no se da en mí, no existe. […]

Solo hay un espacio donde uno se encuentra con Dios y comprueba si no nos engaña: nuestra vida. El hombre solo dispone de un espacio para comprobarlo: su comer y su beber, su despertar y su dormir, su vivir y su morir. Exactamente estas son las dimensiones que el Santo Evangelio implica como lugares para experimentar el poder de Dios. Si comes, si bebes, si haces cualquier otra cosa, hazlo por Cristo.

La nueva criatura está, pues, ahí, como una semilla sembrada en tierra buena, sembrada en una tierra que está toda ella constituida y determinada por nuestra libertad, como capacidad de responder, como capacidad de decir, ciertamente también condicionada por la posibilidad de nuestro rechazo; pero la partida se juega a este nivel, se juega a nivel de la vida concreta, porque cada día de nuestra vida concreta es un día en el que debemos decidir si la fe vale más que la vida o si nuestra vida vale más que la fe.

El prefacio VI del misal, que utilizaba cada vez que decía la misa con monseñor Giussani, dice en un punto -cito de memoria, no literalmente-: cada día de nuestra peregrinación en la tierra es un signo siempre nuevo de tu presencia entre nosotros y el comienzo de la vida inmortal en nuestra existencia. La nueva criatura nace en la historia, madura en la historia, se realiza en la historia, porque nuestra libertad trabaja seriamente en ella. Esto es la fe: conocer a Dios y al que ha enviado, Jesucristo. Conocer significa implicar la totalidad de la vida. ¿Cuál es entonces el contenido fundamental del trabajo del hombre? Es su vida. […]

El «inimicus homo»

En este asunto de alteración del método, de un método erróneo, en esta posible alteración de la inteligencia, de una concepción errónea y reducida de la fe, no es solo Cristo y nosotros lo que está en juego. Ciertamente, Cristo y nosotros estamos en juego, pero no solo nosotros. Junto a nosotros y contra Cristo actúa el enemigo en el mundo: inimicus homo (ver Mateo 13).

No podemos ser conscientes del camino que nos espera, de las responsabilidades que asumimos, del esfuerzo que hacemos, si no damos finalmente y con madurez espacio a Dios en nuestro pensamiento y, al mismo tiempo, si no consideramos el hecho de que hay alguien que lucha contra nosotros, al lado, pero contra nosotros, para que nuestra fe no pueda vivir en plenitud. Se le llama el diablo, se le llama el demonio.

Uno de los signos más llamativos de la profunda alteración de la fe como inteligencia que se está produciendo en la vida cristiana es el hecho de que nunca se habla del diablo. Nunca se menciona al diablo como la fuente misteriosa y poderosa de este ataque a Cristo y a la Iglesia. Es un protagonismo en el mal que roza el poder de Dios, que intenta arremeter contra el poder de Dios, porque el diablo es el ser más fuerte e inteligente del mundo justo por debajo de Dios.

Entonces es necesario dar espacio, diría también intelectualmente, como factor de conocimiento, al hecho de que, en la gran batalla por la nueva criatura que se afirma en nosotros, no solo está Cristo y nosotros, sino también el demonio, que trata de hacer vano, vacío, insustancial este camino de la fe.

El modo en que el demonio ejerce este terrible intento, continuamente presente, de excluir a Cristo de la vida y de la sociedad, sirve para negar la salvación del hombre, para dejar al hombre absolutamente impotente y manipulado por las potencias, que san Pablo llamaba las potencias de la tierra y del aire, es decir, sirve para dejar al hombre a merced del poder diabólico en las diversas formas con que se realiza históricamente.

En esta batalla debemos retomar verdaderamente la gran visión de la escatología cristiana. El diablo está presente, está activo, y esta presencia debe ser reconocida y desenmascarada. Sobre todo, necesitamos esa súplica insistente al Espíritu del Señor para que nos libre del mal. Cuando rezáis el Padre Nuestro, cuando decís «líbranos del mal», ¿en qué estáis pensando? Cuando no lo decimos por costumbre, implicamos en el mal, en la expresión mal, todos nuestros pequeños males de la vida cotidiana, todas nuestras dificultades; ninguno de nosotros entiende que significa decir a Dios «líbranos del mal»: líbranos del poder del demonio, líbranos de esta extraordinaria voluntad de negar a Dios y al hombre, que ahora domina sin oposición por ejemplo, a través de los medios de comunicación social, que realmente demuelen la imagen de la fe, imponiendo subrepticiamente una concepción absolutamente atea del hombre, de las relaciones sociales, del amor, de la vida, de la vejez, de la juventud y de todo lo demás.

El Adviento está dominado por la certeza y la petición

El trabajo sobre la fe es un trabajo que debe ser sostenido, que debe ser una expresión de inteligencia; es fundamental conocer los factores que están en juego en esta batalla. Este es otro ámbito en el que existe el riesgo de trabajar mal.

Es fundamental la percepción y la falta de claridad sobre el hecho de que en la gran batalla de la vida (la Biblia dice que la vida del hombre es una batalla, «militia est vita hominis» [Job 7,1]), en la gran batalla de la vida que es la gran batalla por la fe, nos encontramos con factores que son superiores a nosotros y de los que debemos pedir a la misericordia de Dios que nos libere. Por eso, el Adviento, sobre todo el Adviento ambrosiano, está dominado por la certeza y el cuestionamiento. La certeza del fin del mundo, la certeza del cumplimiento de la gloria de Dios en la gloria de Cristo y de la gloria de Cristo en la gloria de los hombres, esta certeza que recorre toda la liturgia y que incluso se hace palpable en la gran liturgia de la semana anterior a la Navidad, con la centralidad de la Virgen (en la que se cumple carnalmente el misterio del Poder de Dios y, por tanto, a partir de ahí, comienza esa vida nueva de Cristo en ella y de ella respondiendo a Cristo) que es el ideal de la vida cristiana de todo hombre, porque la Virgen es la síntesis existencial del cristianismo.

Pero si en esta liturgia vive un tan poderoso movimiento de reconocimiento de la definitividad de Cristo, la liturgia del Adviento es también consciente de nuestra pobreza, de nuestra capacidad de traicionar la justa concepción de la vida. La liturgia es consciente de los poderes demoníacos que intentan desbaratar este diálogo ininterrumpido entre Cristo y nuestras vidas. Por eso, la liturgia del Adviento es la liturgia de la certeza y de la petición.

La liturgia ambrosiana es ciertamente, de manera admirable, incomparable con la liturgia romana, la liturgia de la certeza del fin del mundo: Cristo es el Triunfador, el Juez que vuelve, es una certeza absoluta que semana tras semana se profundizará con temas, formas, imágenes, absolutamente siempre diferentes, y siempre más convergentes; pero, por otro lado, está la percepción de que podemos no entender, podemos no querer y podemos traicionar. Y por eso, la conciencia de nuestra limitación se convierte en la conciencia de que solo invocando la gracia en cada momento podemos ser salvados. La oración es una petición insistente a Cristo para que se haga presente, cuando está verdaderamente presente en la Eucaristía y cuando está presente en el misterio de la Iglesia y es invocado por nosotros en las diversas formas de oración litúrgica o en la oración personal.

Esta nueva criatura, este fin del mundo en mí, esta realización de la gloria de Cristo en mí, madurando en el tiempo, para que cada día de nuestra peregrinación en la tierra sea un don siempre nuevo de su amor por nosotros, es una llamada a participar cada vez más profundamente en la resurrección.

Esta positividad que crece, que madura, que hace que la existencia merezca la pena, para que ni un pelo de tu cabeza, como oiremos en el Evangelio de hoy, caiga en vano, ni siquiera una lágrima caiga de tus ojos, tiene un gran factor dinámico de realización llamado misión.

El Evangelio de hoy describe todo el caos del fin del mundo, que es el caos de la vida cotidiana: ¿acaso lo que el Señor Jesucristo señaló como síntomas del fin del mundo no son los mismos que podemos encontrar en la vida cotidiana, en el desastre de la vida diaria? Como si dijera que el verdadero fin del mundo se presenta cada día al hombre que vive la fe.

La venida de Cristo, la venida cada día de Cristo en mi vida es el sentido profundo de haber venido una vez, y de volver, porque si vino una vez y volverá, pero entre medias mi vida no lo acoge, ¿para qué ha venido? Por eso san Carlos Borromeo, solo él, habla de una tercera venida, en lo concreto de la vida cotidiana. Porque vivir la vida cotidiana en la certeza de la fe, la esperanza, la caridad, abre la vida cada día a su venida y Cristo viene a nosotros cada día.

La misión: nuestra responsabilidad en la vida de la Iglesia

Todo este movimiento se llama misión; todo lo que sucede se le da al hombre como una oportunidad para dar testimonio; de una manera sencilla, podría decir apresurada, muy esencial, el Señor Jesucristo indicó el sentido de la vida en la historia: la vida se nos da para ser testigos. Por eso, la misión es el gran camino que fortalece la fe; la fe se fortalece dándola, decía el gran Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio.

Lo mismo nos motivaba a los chicos a ir a la «caridad» en la Bassa cada quince días, a veces incluso cada semana. ¿Por qué íbamos? Porque Giussani nos había dicho que había que hacer para entender: las cosas más grandes de la vida no se pueden entender si no se viven, si no se hacen. La misión es, pues, ese hacer que hace que Cristo sea cada vez más claro para mí, y que me pone en condiciones de testimoniarlo a través de mi vida cotidiana. Por eso la misión es una responsabilidad innegable de la Iglesia, es decir, de todo cristiano.

Pero la misión del cristiano es la misión de la vida concreta y ordinaria de la existencia, vivida en la certeza de que el Señor presente transforma mi vida conmigo, y la transforma tanto más profundamente, cuanto más se vive mi vida no para afirmarme a mí mismo, mis medidas, mis planes, sino que se vive para afirmar a Aquel que murió y resucitó por nosotros.

La palabra misión es ineludible. No se puede pensar en un camino cristiano sin que la misión sea la prueba suprema. Recuerdo muy bien todas las veces que, interviniendo, a veces un poco irritado, Giussani nos aclaraba que para nosotros la misión no es el término, sino el método de educación. No es que hagamos la misión al final, cuando ya hemos madurado como inteligencia, como voluntad; la misión hace que nuestra experiencia sea más verdadera, más madura, más consistente. Por eso no es creíble, no es posible una vida cristiana que no esté animada por una voluntad de comunicar a Cristo a los hombres a través de las formas de la vida cotidiana. […]

Sobre la misión existe la mayor confusión en la vida cristiana. Parece que la misión impide el diálogo. Para dialogar con los hombres, debemos poner nuestra identidad entre paréntesis, si no totalmente, al menos un poco. Misión o diálogo. Creo que gran parte del contenido de los trabajos y las reflexiones del mundo eclesiástico, incluso a altos niveles, está viciado por esta presunción. La tradición cristiana de todos los tiempos, desde los Hechos de los Apóstoles hasta el magisterio del actual pontífice, sigue otra lógica: la misión y el diálogo. Es la misión, es decir, la posición de nuestra identidad en el mundo, rica, plena, la que se convierte en capacidad de diálogo. Es en la medida en que posiciono mi identidad que soy capaz de abrirme a la identidad del otro. […]

La verdadera reforma de la Iglesia, lo que el pensamiento medieval decía que era necesario para cada generación, Ecclesia semper reformanda, esta reforma permanente de la Iglesia está ligada a la verdad de la misión del pueblo cristiano. Tenéis la gran responsabilidad de hacer que la Iglesia viva más positivamente que ahora. Es importante que no os aisléis de ella, orgullosos del bienestar que recibís del Movimiento; o que discutáis sobre ella desde lejos, como si fuera algo que no os interesa, riéndoos quizás de sus limitaciones, defectos y pobreza, como si no fueran las limitaciones, defectos y pobreza de nuestra madre.

Por tanto, sed responsables de vuestra vida como misión; cuanto más responsables seáis de vuestra vida como misión, más bien haréis a vuestra vida y así empezaréis a entrar en la gloria del Señor, ya en esta tierra. No solo entraréis, cada día más, en la nueva criatura que el Bautismo ha hecho ya de vosotros seminalmente, en potencia, sino que haréis el bien de la Iglesia. Y hacer el bien de la Iglesia significa hacer el único bien posible para la humanidad. Porque si la Iglesia es viva, libre e intensa, la humanidad recibe de ella, como ha sucedido en varios momentos de la historia, una gran influencia positiva.

San Agustín dijo, y con esta cita concluyo, apoyando así mis palabras sobre buenos hombros: «Murieron los pastores, pero las ovejas están seguras: el Señor vive. ‘Yo vivo’, dice el Señor Dios. ¿Qué pastores han muerto? Los que buscan sus intereses, no los de Jesucristo. ¿Habrá, entonces, y se encontrarán pastores que no busquen sus intereses, sino los de Jesucristo? Los habrá” (Sermón 46, Los pastores).

El Señor provee a su Iglesia como quiere, incluso de una manera que a veces nos parece incomprensible. Los verdaderos pastores no fallarán y ciertamente el pueblo cristiano no será abandonado a su suerte. Pero el pastor es cada uno de vosotros, cada uno de vosotros que busca vivir su vida, no para sí mismo, sino para afirmar de manera clara y decisiva que el Señor ha resucitado verdaderamente. Nuestra vida vive en un conocimiento cada vez más profundo del Santo de Dios, que no está ni antes de la historia, ni más allá de la historia. Es anterior a la historia, engendrado, no creado. Él está fuera de la historia y vendrá como Señor y Juez, pero también está dentro de la historia, como crucificado y resucitado, y estamos llamados a experimentar que su cercanía, en su Iglesia, como crucificado y resucitado, celebra su gloria en el cambio de nuestra vida cotidiana.

Publicado en Tempi

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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