La centralidad del maestro en la Edad Media cristiana

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(Giovanni Fighera en La Nuova Bussola Quotidiana)En la Edad Media, se aprende a esculpir, a pintar, a escribir yendo a un taller, de alguien que conoce bien el oficio. El hombre crece en un camino guiado, en una compañía. Y esto ocurre en un momento en el que, sobre todo, uno es más consciente de que su salvación depende de un Otro.

La profesión de maestro, entendida en un sentido amplio, no simplemente como maestro de escuela, es central en la vida del hombre medieval. En sentido pleno, los maestros son también las figuras del padre y la madre o del sacerdote confesor o del artesano que enseña la práctica al alumno.

En la Edad Media, se aprende a esculpir, a pintar, a escribir yendo al taller de alguien que conoce bien el oficio. El hombre crece en un camino guiado, en una compañía. La peregrinación representa bien la imagen del homo viator, el caminante que se apoya en un guía y un maestro, mientras que el término «aventura» describe de manera muy apropiada la dimensión del descubrimiento del misterio en la realidad. El hombre medieval se percibe a sí mismo como un pecador que depende de Dios. Esto revela al santo ermitaño en el Perceval y la leyenda del Santo Grial de Chrétien de Troyes, o, si queremos utilizar una definición igualmente afortunada, una «nada capaz de Dios», según la bella expresión del novelista y ensayista francés Daniel-Rops.

El hombre medieval no es menos pecador que el hombre de otras épocas, pero tiene una conciencia más clara de que lo es y de que espera su salvación de un Otro. Este Otro es ese Dios que se encarnó y al que somos guiados a través de la compañía de la Iglesia, que siempre suscita y mantiene despierta nuestra exigencia religiosa. El término «mendicidad» subraya la actitud de petición humilde de ayuda, consciente de la escasez de la capacidad humana y de la necesidad de que Dios venga en nuestra ayuda y nos salve.

En dos obras centrales de la Edad Media cristiana como son Perceval y la Divina Comedia, la figura del maestro aparece de forma fundamental en la trama.

Alejado de la ciudad por su madre por miedo a que siga el camino de su padre y su hermano, ambos muertos en acto de servicio, Perceval conoce un día a unos caballeros. No sabe sus nombres, pero, fascinado por sus armaduras, se da cuenta de que él también quiere seguir sus pasos. Su madre lo deja ir. Con el tiempo, es educado en la caballería por el maestro Gornemant de Gorhaut y, no solo aprende el código de caballería, sino también a socorrer a los débiles, las mujeres y los niños. También se enamora de la bella Blancaflor, pero la abandona para volver con su madre. Tras varias vicisitudes, se encuentra con la gran aventura. Un obstáculo, un río en su camino es una oportunidad para conocer a un pescador que le invita a ir a su casa. Allí, el pescador se presenta ante el caballero como un rey enfermo. Perceval es testigo de una extraña escena: un paje lleva una lanza ensangrentada, mientras una dama le sigue con una gran copa en la mano, un grial, que emana una luz luminosa. Le gustaría preguntar cuál es el significado del gesto. Pero no pregunta. Todavía no ha aprendido la actitud de la mendicidad. Entonces el palacio desaparece y el caballero parte en busca del Santo Grial.

Cuántos maestros conoce Dante en su viaje al más allá: el retórico Brunetto Latini, que enseñó al poeta en su juventud el ars dictandi y la composición de letras en latín; el grupo de grandes poetas de la Antigüedad que encuentra en el Limbo (Homero, Lucano, Horacio, Ovidio); Estacio, autor de la Tebaida, con quien comparte la última parte del viaje en el Purgatorio desde el giro de los acidiosos hasta el Edén; los guías que le acompañan en los tres reinos, Virgilio, Beatriz, san Bernardo; por último, esos apóstoles (san Pedro, Santiago, san Juan) que le hacen preguntas sobre la fe, la esperanza, la caridad, que constituyen un verdadero examen de bachiller, que en la Edad Media se abordaba a los 35 años (la edad que tiene Dante en la ficción literaria de la Divina Comedia, ambientada en 1300) para obtener la facultad de enseñar en cualquier lugar.

En la Florencia de las décadas de los años 70 y 80 del siglo XIII, no hay muchas posibilidades de proseguir los estudios de literatura y retórica si no es recurriendo a un maestro particular. No hay muchos maestros de retórica con los que estudiar. Dante se encomendó a Brunetto Latini (ca. 1220/1230-1293), presentado por Giovanni Villani como «iniciador y maestro de refinamiento de los florentinos […] y en saber guiar y sostener nuestra república según la politica». Autor de la enciclopedia en francés Trésor, de una versión de la enciclopedia en verso toscano llamada Tesoretto, de la obra Favolello (un pequeño poema sobre la amistad) y de traducciones en lengua vernácula de obras retóricas y oraciones de Cicerón, Brunetto enseñó a Dante la escritura culta y profesional que tan bien le serviría en sus posteriores funciones como diplomático y hombre culto de la corte. Dante viator manifiesta todo su afecto de hijo a Brunetto, su maestro en la vida, el que le enseñó a Dante a alcanzar la fama y la gloria a través de la escritura.

También en el Purgatorio, Dante se encuentra con un maestro de la escritura, al que, sin embargo, nunca ha conocido realmente, sino solo a través de los versos: se trata de Guido Guinicelli, padre suyo y de todos los poetas del Dolce stil novo. Cuando Dante oye mencionar el nombre de Guinicelli, quiere arrojarse al fuego para salvarlo y sacarlo de las llamas, pero su miedo a las llamas lo aleja del maestro, aunque no le impide mostrar toda su estima por ese padre. Guinicelli, lleno de humildad, pregunta al poeta florentino cuáles son las razones de tan ilimitada estima. Entonces, Dante responde: «Vuestras dulces rimas, que mientras dure la moderna habla, harán preciosos hasta los caracteres en que están escritas». Guinicelli señala ante él al más grande en su hablar materno, el provenzal Arnaut Daniel (c. 1150, c. 1210), inventor de la sextina, intérprete del trobar clus.

Dos menciones son debidas, finalmente, a los tres apóstoles (san Pedro, Santiago, san Juan), con los que Dante viator sostiene un examen compuesto de tres partes, cada una de las cuales consta de una quaestio. En la Edad Media, solo al final de la argumentación del discípulo intervenía el maestro para completar el discurso si era necesario. Cuanto más cortas fueran las intervenciones finales, más válida se consideraría la prueba realizada por el bachiller. Para el poeta, aprobar el examen es una prueba más del valor del camino recorrido y de las lecciones aprendidas.

Publicado por Giovanni Fighera en La Nuova Bussola Quotidiana

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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