O, loving wisdom of our God!
When all was sin and shame,
A second Adam to the fight
And to the rescue came.
(John Henry Newman,
«Praise to the Holiest in the height»)
Asusta la cantidad de cuerpos pintados que se ven hoy por todas partes. Ante este fenómeno social, ante esta moda que se extiende como si de una peste se tratara, la antropología filosófica y la teología bíblica no pueden permanecer indiferentes. Occidente asiste a una metamorfosis sin precedentes en su historia, a una revolución del cuerpo que es al mismo tiempo una descomposición de su ethos espiritual. Asistimos estupefactos al nacimiento del Homo deus, es decir, del hombre que quiere ser como Dios, pero que en realidad solo puede devenir el más feo de los hombres, “el último hombre” de Nietzsche o “el hombre sin atributos” de Musil. Pues cuando asesinamos a Dios, éste no muere, sino que se retira en el abismo del alma humana para dejar entrever el “animal enfermo” que llevamos dentro. Roto el espejo que una vez nos permitió sabernos semejantes al Creador, los hombres aspiramos desesperadamente a convertirnos en el subalterno alfarero que modeló nuestra figura antes de que los dioses pudieran crearnos a su imagen y semejanza.
La Cristiandad es el Occidente, la Iglesia o el corpus mysticum mismo de Cristo. Cierto que Occidente es también el Imperio o el poder secular que ha hecho la Europa de los pueblos culturales e históricos. Pero el cristianismo es la única y verdadera revolución espiritual que ha conmovido el orbe terrestre y aún el sentido de la Creación. Todas las revoluciones –sean políticas o culturales- no son más que el precipitado de ideas cristianas que, como decía Chesterton, se han vuelto locas. Puede afirmarse con el profesor Dalmacio Negro que el mito del que vive la revolución antropológica de nuestro tiempo, “el mito del hombre nuevo”, es un mito político de origen religioso. El hombre que hace de su cuerpo un objeto de su voluntad y deseo es ya ese hombre nuevo (homo ex maquina), pero un hombre sin Dios es un hombre sin hombre. Desde la ontología, se trata de un hombre que ha reducido el ser a ente y, desde la antropología, su cuerpo espiritual a mero cuerpo físico cuando no a una máquina carente de alma. ¿Y desde la teología? ¿Qué tiene qué decir el teólogo acerca de este hombre que profana el templo de su cuerpo?
A pesar de sus posibles lecturas, los textos bíblicos son de todo punto cristalinos. Sólo la palabra del príncipe de las tinieblas es ambigua. La primera lectura, Génesis 4:15, recoge el llamado “estigma de Caín”. Dios marca así al primer homicida para que nadie pueda matarlo: Puso, pues, Yave a Caín una señal, para que nadie que le encontrase le matara. En Levítico 19:28 leemos: No os haréis incisiones en vuestra carne por un muerto, ni imprimiréis en ella figura alguna. Y si bien en Cantares 8:6 se lee un texto donde no se condena, éste no constituye una invitación a tatuarse el nombre de la persona amada: Ponme como sello sobre tu corazón, ponme en tu brazo como sello. Que es fuerte el amor como la muerte y son como el sepulcro duros los celos. Pero el texto que el cristiano debe someter a su meditación es, sin duda, el de 1 Corintios 6:19-20: ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo. El cuerpo es, pues, templo del Espíritu Santo, un Espíritu que ha sido recibido de parte de Dios mismo y del que desde ningún punto de vista somos sus propios dueños. La pregunta no es, por tanto, si es lícito para el cristiano hacerse algún tipo de marca, sino si realmente honra con su cuerpo a Dios al creer que solo él es dueño de su cuerpo.
La pregunta es si debemos contemplar o manejar el cuerpo como si fuera un objeto. Ahora bien, el cuerpo humano no es un objeto, sino cuerpo vivo, y en cuanto templo del Espíritu, “cuerpo de la verdad”. En efecto, la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, no puede componerse sólo de sacramentos, “verdades de fe” y demás “dogmas a creer”, pues la Iglesia es también el Pueblo de Dios, la comunidad de los fieles de Cristo. ¿Qué consecuencia tiene esto para el cuidado del cuerpo? Si nuestro cuerpo es necesariamente un miembro del organismo de la Iglesia, entonces, contemplado desde el interior y no como un objeto, constituye en realidad un modo de existencia de Cristo, “que opera”, como sostiene Hans Urs von Balthasar, “en el mundo a través del Espíritu vivificante”. Fragmento de nosotros mismos, el cuerpo físico es más que una posesión del yo; como cuerpo vivo es el templo del Espíritu Santo, y en cuanto tal un don de Dios que no nos pertenece. En su bello libro La verdad es sinfónica (1972), el propio von Balthasar deriva dos consecuencias del hecho de haberse llamado Jesucristo a sí mismo “la Verdad”. La primera es que la verdad de Cristo ofrece una serie de aspectos que se comportan como miembros de un único cuerpo. La segunda es que este principio de unidad que es el Cuerpo de Cristo y que permite entender la pluralidad de sus manifestaciones “no puede objetivarse de tal manera que lo exteriorizante se reduzca a lo exteriorizado”. Pero justo esto es lo que hace con su cuerpo el homo aestheticus de nuestro tiempo para quien, como sentencia ese pagano creyente en Cristo que fue Nicolás Gómez Dávila, “el suicidio más acostumbrado es pegarse un balazo en el alma”.
Antropología teológica y teología del cuerpo son dos caras de la misma moneda. El Papa Juan Pablo II dio una serie de 129 catequesis justamente con el título de Teología del cuerpo, lo cual es un claro ejemplo de la pertinencia de este estudio para una antropología metafísica que se precie de integral. Templo del Espíritu Santo, el cuerpo tiene un significado esponsal que no es otro que el amor de Cristo por su Iglesia. El cuidado socrático del alma no puede estar, para el cristiano, separado del cuidado del cuerpo, un cuidado que no debe confundirse con el culto idolátrico que hoy se hace del mismo. Y es que entre los innumerables modos que tiene el hombre de flagelar a Cristo en su propia carne, el llamado body art, sin duda, es una de las formas más sacrílegas y paganas que existen, o al menos eso dan a entender ciertas “tecnologías del cuerpo” (incluyendo las perforaciones) mediante las cuales no es a Dios a quien se honra sino, visiblemente, a nosotros mismos. Pero Dios no necesita para ser glorificado de ningún signo externo ni mucho menos si este signo reviste la forma de una marca o incisión en el cuerpo donde habita su Espíritu, pues tampoco la Cruz debe tomarse en puridad cristiana como un talismán, no digamos ya como un signo bajo el que vencer a los enemigos de la fe. Desnudo en el Paraíso, el cuerpo del viejo Adán pierde su inocencia para ser comprado por el sacrificio del Cordero de Dios que lava los pecados del mundo. El Cuerpo de Cristo es, pues, el último Adán que hace del cuerpo físico caído en el pecado un cuerpo espiritual llamado a la resurrección. Ahora bien, los únicos cortes, las únicas marcas que puede recibir el Cuerpo de Cristo no son otras que las de su pasión, que es justo el precio por el que fuimos comprados y que impide que seamos realmente dueños de nosotros mismos.
El esteticismo narcisista que lleva a hacer del cuerpo una obra de arte es una consecuencia del constructivismo culturalista que reniega del concepto de naturaleza humana. El nihilismo es el presupuesto ontológico de semejante esteticismo y el ateísmo su corolario teológico. Pero el nihilismo, como sabía Zubiri, es siempre una posibilidad latente del cristianismo. Cuando eliminamos la Creación es la nada lo que queda. La nada de esa “sombra de un sueño” (Píndaro) que es el hombre sin Dios. Pues el nombre que el poeta sagrado nos insta a llevar en nuestro brazo no puede ser el de ninguna persona o cosa terrenal por más que se la ame, sino el del misterio del corazón que será siempre el amor de Dios y sin el cual la buena nueva del amor al prójimo sólo puede convertirse en el comtiano culto de la Humanidad. No en otro sentido deben leerse las palabras del propio Juan Pablo II en una Jornada Mundial de la Juventud: “Ha tatuado vuestro nombre en la palma de sus manos”. En efecto, Dios no tiene grabados nuestros nombres en sus manos, sino en el libro de la vida donde están inscritos los llamados a la vida eterna y en el que, contra toda doctrina de la apocatástasis, no pueden figurar los de los réprobos (Ap. 20:15; cf. Mt. 25:41).
¿Deben asustarse los cristianos, pues, de los tatuajes? Adriano I, quien no dejó de oponerse a la herejía de la iconoclasia, los habría prohibido al parecer en una Bula Papal de 787 d.C. Pero el actual pontífice declara con su habitual condescendencia en el marco de una reunión presinodal: “No se asusten de los tatuajes. […] El tatuaje indica pertenencia. Tú, joven, que estás tatuado o tatuada así, ¿qué cosa buscas? ¿En este tatuaje, a qué pertenencia te refieres?” Francisco se refería en aquella intervención a los eritreos, quienes se hacen el signo de la cruz en la frente para indicar su pertenencia a la comunidad cristiana. Pero lo que quizá no se atreva a denunciar el Papa es el desprecio del cuerpo y la herida del alma que se oculta en no pocos casos tras la aparente recuperación de una práctica ancestral, que no es cristiana. Puede que el pecado imperdonable, el pecado contra el Espíritu Santo (Mt. 12:32), siga siendo un secreto innombrable hasta el final de los tiempos. Lo que es seguro, no obstante, es que, si el cuerpo es el templo de tal Espíritu, el desprecio del cuerpo no puede significar sino un desprecio del propio Espíritu Santo. Si el cuerpo es templo del Espíritu Santo es porque el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Como tal, cualquier corte o marca que se le haga al cuerpo físico se le hace a la carne en tanto carne de muerte infectada por el aguijón del pecado, pero que no deja de afectar al espíritu en cuanto las heridas que hacemos al cuerpo son heridas que infligimos en realidad a nuestra alma. Ahora bien, el cuerpo espiritual, que es el cuerpo del cristiano glorificado por la muerte y resurrección de Cristo, no debe estigmatizarse con ningún signo externo por buena que sea la intención con la que lo hagamos. Desnudos vienen al mundo y desnudos han de volver al polvo del que fueron tomados los hijos de Adán, pero los hijos del Hijo del Hombre ya no pertenecen a la tierra, sino al cielo del que viene el segundo Adán.
Una vez más las palabras del Apóstol son aquí decisivas para pensar una teología del cuerpo que supere tanto el mortalismo corporalista como el inmortalismo artificialista entre los que oscilan dramáticamente las tecnobioideologías y el transhumanismo contemporáneos: Pues así en la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza, y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, también lo hay espiritual. Que por eso está escrito: El primer hombre Adán fué hecho alma viviente, el último Adán espíritu vivificante. Pero no es primero lo espiritual, sino lo animal, después lo espiritual. El primer hombre fué de la tierra, terreno; el segundo hombre fué del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales. Y como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celestial. Pero yo os digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, ni la corrupción heredará la incorrupción. Voy a declararos un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos inmutados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al último toque de la trompeta, pues tocará la trompeta y los muertos resucitarán incorruptos, y nosotros seremos inmutados. Porque es preciso que lo corruptible se revista la incorrupción y que éste ser mortal se revista la inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado la Ley. Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo. Así pues, hermanos míos muy amados, manteneos firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, teniendo presente que vuestro trabajo no es vano en el Señor (1 Co. 15:42-58).
Luis Durán Guerra
Profesor de Filosofía
Asociación Andaluza de Filosofía
Sociedad Hispanoamericana Blumenberg
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Sí, von Balthazar era otro hereje de la secta conciliar Rahneriana.
Y la teología del cuerpo una bomba de relojeria