El mundo debe hablar de Dios

Alianza Dios-Hombre
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(Regis Martin en Crisis Magazine)«Si no tenemos cuidado», advertía Jean Daniélou en un notable librito escrito hace años, titulado La oración, problema político –un libro no muy leído entonces, ni recordado ahora-, «la humanidad estará mañana formada por unas pocas comunidades monásticas dedicadas a la pura contemplación, apartadas de una inmensa masa de ateos consagrados a la producción de bienes materiales».

Una perspectiva horripilante, predijo, que le recordaba el mundo perfecto de Platón, con unas pocas almas enrarecidas y serenamente aisladas, mientras innumerables proles hacen funcionar hoscamente la maquinaria que lo mantiene todo en marcha. El libro apareció por primera vez en 1965 en una edición francesa, seguida dos años después en inglés. Lo encontré por primera vez en 1970 cuando era estudiante en España, donde vivía a la austera sombra del Escorial, ese enorme poema en piedra, que es como lo describió Ortega y Gasset. 

El libro, junto con el entorno en el que fue recibido, dejó la mayor impresión intelectual de mi vida. De la que, por cierto, nunca me he recuperado, ni del impacto del libro en sí, ni de la cultura circundante de la España católica donde lo encontré por primera vez. Y aunque puede que no entendiera del todo el argumento en aquel momento, sí que pude intuir, por el contexto en el que estaba ambientado -un mundo que recuerda rica y maravillosamente a lo que hoy llamaríamos pintorescamente la cristiandad católica-, que Daniélou tenía claramente algo en mente. Si queremos evitarlo», argumentó, refiriéndose a todo el mundo de pesadilla hacia el que nos dirigimos, «debemos tener imágenes». [Énfasis añadido].   

Un imaginario del que la propia España ha estado impregnada durante siglos, incluso cuando estaba siendo penetrada por el constante goteo del laicismo. Mi propia experiencia, por breve que fuera, coincidió aproximadamente con los últimos años de Francisco Franco, el Caudillo, que consiguió, más o menos, mantenerlo todo unido. Murió en 1975, después de lo cual el espíritu secular se hizo cada vez más triunfante, dejando al final no solo a España sino a todo el continente europeo hundido en un estado de malestar poscristiano.

«La crisis», escribió Daniélou en un pasaje que se ha grabado en mi memoria, llegó «a nosotros hace trescientos años, con Galileo y Pascal»:

Para Pascal, como para el jansenismo, hay un conflicto, un desgarro, un abismo entre una experiencia interior que no tiene evidencia exterior de su existencia, y un mundo frío que la contradice… Hay una coexistencia trágica de un mundo sordo del que Dios está ausente y un corazón que tiene conciencia de Dios. La evidencia del corazón se prefiere apasionadamente a las negaciones del mundo. Pero tal evidencia, al ser puramente subjetiva e incomunicable, es inaccesible para la masa de los hombres… El mundo debe hablar de Dios; de lo contrario, el hombre no puede normalmente tener acceso a él.

Así pues, ahí estaba la ojiva, apuntando al abismo que había cercenado dos mundos que nunca debieron separarse: el de un reino interior donde solo se puede encontrar a Dios (o, al menos, desearlo desesperadamente), y un reino exterior del que se han eliminado todas las escaleras que conducen a Dios; dejándolo todo plano como un mapa y al hombre más dividido y despojado que nunca.    

Una vez lanzada su provocación, Daniélou lanzó una serie de preguntas que siguen desafiando y provocando hasta el día de hoy. «¿Es realmente cierto», preguntó «que el munto está en silencio? ¿Se ha preguntado alguna vez al mundo? ¿Cómo puede hablar si no tiene lenguaje?».

Ah, pero darle un lenguaje, dijo, es la tarea del arte, cuyo centro es la creación, «la constitución de un cosmos sagrado». Citando al poeta Rilke, añadió que no fue un error suyo cuando unió las dos esferas, la de los ángeles arriba y el reino de lo bello aquí abajo, «porque lo bello», dijo Rilke, «no es más que el primer grado de lo terrible». Merece la pena reproducir íntegramente el análisis de Daniélou: «El mundo de la belleza es el mundo de las jerarquías intermedias que se irradian con la gloria que desciende en cascada desde la Trinidad hasta la opacidad informe de la materia. Lo bello es el mundo de las formas entre lo que está por encima de la forma, siendo la esfera de Dios, y lo que no tiene forma alguna, siendo la mera materia. El mundo moderno excluye ese orden intermedio. No reconoce nada entre el pensamiento científico y la posesión mística, y al hacerlo niega por completo la esfera que es función del arte reconstituir devolviendo al universo sus profundidades».

Un argumento tan poderoso para Daniélou, que libera el mundo del arte para la transmisión de la belleza, esa belleza que, como nos ha recordado Dostoievski, salvará al mundo. Y así, devolver al alma del hombre la plenitud que perdió hace tres siglos. «Así», dice Daniélou, «el arte y lo sagrado tienen un destino común. Sin el arte, lo sagrado no puede llegar a la masa de los hombres. Sin lo sagrado, el arte es devorado por la técnica». Que solo puede abaratar y degradar, convirtiéndolo en un instrumento de uso, de explotación, no de contemplación. 

Lo que necesitábamos entonces, y necesitamos ahora más que nunca, es un arte de mediación entre ambos, entre el orden de lo sagrado y el de lo profano. Una poesía de lo trascendente, nada menos, a la que me introdujo por primera vez el mejor maestro que jamás conocí, Fritz Wilhelmsen, que obró un cambio radical en mi vida, por el que siempre le estaré agradecido.  

El arte y la poesía nos son concedidos por Dios para dar voz a todo lo que no se puede decir, pero sobre lo que sería un empobrecimiento permanecer en silencio. Como el descubrimiento súbito de una concha en la playa por parte del niño, llena del sonido del mar, pero que va más allá del mar para permitirle escuchar la voz de Dios. Si la labor del poeta es recordarnos, como dice C.S. Lewis, «que el agua es húmeda y la hierba es verde», no es menos la labor del poeta mostrarnos algo de un mundo aún más grande y rico, del que el propio Lewis dio testimonio en sus maravillosos cuentos de Narnia. Es el mundo, «más allá del armario», donde todo está finalmente revestido de belleza, emitiendo destellos de la propia gloria de Dios.

Pero aquí está el asunto. Todo está ya y misteriosamente a nuestro alcance. En este momento y en este lugar. Incluso los más pequeños son libres de mirar. Sí, incluso los proletarios tienen la suerte, como escribe el poeta Richard Wilbur, de mirar «fuera de la ventana abierta», dejando atrás sus vidas serviles, y ver de repente «el aire de la mañana todo inundado de ángeles».

Publicado por Regis Martin en Crisis Magazine

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana