El arzobispo de Oviedo despide a Gabino Díaz: «Era ese hermano mayor que yo nunca tuve»

Jesús Sanz homilía (Europa Press)
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La Catedral de Oviedo ha acogido esta mañana el funeral por Monseñor Gabino Díaz, quien fuera arzobispo de Oviedo.

Presidido por el Arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz, y concelebrado por Mons. Carlos Osoro, Cardenal Arzobispo de Madrid y Vice Presidente de la Conferencia Episcopal Española; Mons. Francisco Cerro Chaves, Arzobispo de Toledo; Mons. Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara; Mons. Manuel Sánchez Monge, Obispo de Santander; Mons. Luis Ángel de las Heras Berzal, Obispo de León; Mons. Jesús Fernández González, Obispo de Astorga; Mons. Francisco César García Magán, Obispo Auxiliar de Toledo; Mons. José Sánchez González, Obispo emérito de Sigüenza-Guadalajara y Mons. Julián López Martín, Obispo emérito de León. Junto con ellos, alrededor de un centenar de sacerdotes diocesanos que quisieron acompañar al que durante treinta y tres años fue Arzobispo de la diócesis, en su último adiós.

A pesar de ser un viernes, día lectivo, a media mañana, la Catedral también se llenó, y fueron muchas las autoridades que quisieron estar presentes en la celebración, como el Presidente del Principado, Adrián Barbón, el Alcalde de Oviedo, Alfredo Canteli, y otras personalidades políticas y sociales asturianas.

Les ofrecemos la homilía completa pronunciada por Monseñor Jesús Sanz, arzobispo de Oviedo:

Queridos familiares de D. Gabino Díaz Merchán. Sr. Vice-Presidente de la Conferencia episcopal y demás hermanos en el episcopado. El Sr. Presidente de la Conferencia, Cardenal Omella me llamaba hoy temprano para decirme desde el aeropuerto de Barcelonaque cancelaban su vuelo. Ante la imposibilidad de asistir se une a nosotros con su afecto y oraciones. Sacerdotes y diáconos concelebrantes. Sr. Presidente del Principado de Asturias, Sr. Alcalde de Oviedo, Sres. Diputados nacionales y autonómicos, Autoridades civiles, judiciales, académicas, militares y fuerzas de seguridad. Miembros de la vida consagrada y fieles laicos. Agradezco al Sr. Presidente del Principado el decreto de luto oficial en el día de hoy. Es la expresión del sentimiento que toda la sociedad ha venido manifestando en estos dos días. También el importante seguimiento que están realizando los medios de comunicación a estos momentos de dolor y esperanza. A todos, mi saludo de Paz y Bien.

Suenan tristes las campanas cuando tañen en el adiós de alguien querido y cercano. En la esquela de los amigos y familiares, no hay indiferencia anónima, sino conciencia de vernos desgarrados por alguien muy nuestro que desaparece de la vida cotidiana, tenga la edad que tenga. Así nos encontramos en esta mañana aquí este grupo de personas que desde el afecto agradecido y desde la memoria todavía fresca, venimos a rezar y a acompañarnos en el sentimiento para despedir cristianamente a quien fuera nuestro arzobispo durante más de treinta años, D. Gabino Díaz Merchán.

El Evangelio nos ha hablado de una parábola agrícola. El surco abierto, la semilla buena, y las manos sembradoras que en un tiempo y un espacio esparcen la simiente de una historia no escrita todavía. La tierra acoge, aunque no siempre acierta a cuidar el don que en ella germina entre piedras, espinos y cizañas. Pero la semilla que es fuerte por venir de quien viene, logra sortear los escollos para consentir que poco a poco despunte el regalo que desde siempre se retuvo para dárnoslo gratuitamente.

Fue larga la sementera de los granos de aquel trigo. Cayó en tierra buena y supo aventarse hasta germinar en espiga. El sol de Toledo vio cómo aquella vida crecía en el hogar cristiano de los Díaz Merchán. Dios tenía preparada una historia que se fue escribiendo poco a poco de tantos modos, en tantos sitios, en tantos años, cuando la anchura de Castilla se dilató para que cupiera la biografía de un hombre que acabaría siendo tan asturiano. Muchos preguntaban en estos días: cuántos años tenía D. Gabino. La cifra es solemne, pero no quita ni pone nada cuando se trata de una persona querida, el hecho de que sea muy anciana, y por ese motivo te duele en el alma el momento fatal de la despedida definitiva. Él adiós pone distancia con quien has querido, y aunque tenga la brevedad de un hasta luego con plazos de eternidad, sientes el látigo del dolor cuando los despides.

Cayó en la tierra buena como dice el Evangelio, sabiendo vivir y morir dando fruto. Dios siembra, por Él germina, mientras en el surco de nuestra libertad se aquilata nuestra biografía. Son las cuatro estaciones de una vida, con sus primaveras y veranos, sus inviernos y otoños, dibujan el paisaje y los climas donde discurren nuestros pasos.

Es fácil sacar de sus orígenes los rasgos del temperamento de D. Gabino tan pegado a su tierra. No tiene mar La Mancha, ni aguas bravas que rompan su envite en acantilados. No goza de cumbres altivas que desafían desde sus cimas nevadas. No hay bosques milenarios como una alfombra bajo la que guardar misterios y vanidades. La Mancha es otra cosa. Con su denominación de origen en caldos de la uva, en quesos sabrosos y en la nobleza de su gente. El horizonte se hace diáfano, como un mar en la Castilla ancha que no tuviera finisterres, en donde no es posible el recoveco en sus dimes, ni la trastienda en sus diretes. La Mancha tiene a gala regalarnos a los manchegos, esa síntesis de audacia ilusionada y realismo prudente, que el gran Miguel de Cervantes inmortalizó en Sancho y Don Quijote.

Allí estaba yo, en aquel febrero de 1981. Concluía mis estudios teológicos en el Monasterio franciscano de San Juan de los Reyes, en la imperial Toledo. Mis formadores, frailes ellos, me dijeron interrumpiendo mi estudio en la gran biblioteca del convento de Cisneros: ha salido presidente de la Conferencia Episcopal Española un manchego. ¿Un manchego? –repuse yo–. Sí, eso –me dijeron ufanos ellos–. Es el arzobispo de Oviedo, nuestro D. Gabino Díaz Merchán, moracho sin costuras, amable y cordial, cabal y prudente, alguien bueno y sabio. Era el primer esbozo de quien conocería providencialmente más adelante: y aquel manchego de entonces sería para mí un regalo andando el tiempo. El entretanto ha ido escribiendo mil renglones en la vida de Don Gabino y en la mía, pero el relato se entrecruza hasta hacerse cómplice y fraterno en una historia que hereda una biografía humana y creyente, que como un precioso legado recibí para seguir escribiéndola en la sede de Oviedo, tan inmerecidamente.

Mi primer encuentro con Don Gabino fue un 10 de diciembre de 2009. Yo venía de Huesca y Jaca, concluyendo mis primeros seis años de obispo. Quedaba un mes y medio para que yo tomara posesión de la sede que él pastoreó en tres décadas. Tras hacerse público mi nombramiento como nuevo arzobispo de Oviedo, aquí me vine una mañana de otoño tardío para beber en las fuentes. Don Gabino me recibió en su casa con un abrazo de hermano entrañable que no olvidaré. Hablamos un rato largo, sin ponernos solemnes y sin perder el tiempo, pero descubrí en un solo golpe que estaba delante de un gran hombre, un cristiano cabal y un obispo de quien aprender tantas cosas. Era ese hermano mayor que yo nunca tuve. San Francisco recuerda en su testamento espiritual, que después de Dios el regalo mayor que él recibió fueron los hermanos: Dominus dedit mihi fratres (Test 14), el Señor me dio hermanos. Eso fue Don Gabino para mí.

En tantos momentos, formales e informales, a bote pronto o con cita previa, sin más fin que el gozo de vernos para hablar del cielo y de la tierra, tratábamos con mesura algún tema: yo escuchaba su punto de vista junto a mi modo de ver las cosas. Siempre lo encontré disponible cuando lo he necesitado, como él a mí también en fraternidad gozosa. Me ayudó con su consejo y su oración, como tantas veces repetía al acogerme con hermosa sonrisa los ratos que iba a verle tantas tardes.

Su biografía tiene episodios personales que serán determinantes, como el caso del testimonio supremo de sus padres al ser fusilados en la triste persecución religiosa que sufrió la Iglesia en aquellos años treinta del siglo pasado, cuya causa de canonización ya está en Roma. Pero la vida del sacerdote y luego obispo cruza momentos de un calado histórico crucial para nuestra patria y nuestra Iglesia, también en Asturias. Motivo por el cual le sugerí que sería una lástima no contar con su dilatada experiencia eclesial en las coyunturas sociales, políticas y culturales en las que él ha sido pastor de su querida diócesis ovetense (como unos pocos años lo fue de Guadix); padre conciliar en la última sesión del Concilio Vaticano II; y con diversas responsabilidades en la Iglesia española, destacando su sexenio como presidente de la Conferencia Episcopal.

Cuando se cotejan las fechas y los acontecimientos que han ido jalonando estos largos decenios con todas sus luces y sombras, sus gracias y pecados, sus ilusiones cumplidas y sus sueños frustrados, era importante que Don Gabino pudiera regalarnos un escrito en el que su itinerario vivido se hiciera también testimonio compartido y relatado. Y se consiguió con su último libro “Evangelizar en un mundo nuevo”, como auténtico florilegio de retazos de historia real vivida en esas encrucijadas socioculturales, políticas y eclesiales, con la sabiduría de la vida, la luz evangélica que ilumina las penumbras humanas, las opciones de un pastor que señala en libertad las salidas a los retos cotidianos. Todo eso está presente en esas páginas de obligada lectura: reflexión teológica serena, sugerencia pastoral autorizada, testimonio vivido en primera persona, y un gran respeto por las personas. El amor a Jesucristo y a su Iglesia, hilvana como un precioso trasfondo la trama que luego borda con colores en las cosas que narra.

Han sido muchos los que han querido en estos días dibujarnos la semblanza de D. Gabino. Es conmovedora la eclosión de afecto y reconocimiento hacia su persona, donde no han destacado las proveniencias ideológicas, sino el respetuoso agradecimiento ante alguien grande, cuya cercanía nos ha hecho a todos un poco más buenos y mejores. Yo le dije alguna vez precisamente eso: el cariño de tanta gente que le pintaban con sus mejores trazos. Y él, con sorna inteligente me decía: sin duda que hay gente que lo hace de corazón, pero otros queriéndome pintar, sólo dibujan su autorretrato. Toda una perla de sabiduría sensata y perspicaz que sabe distinguir la lisonja engañosa y el sincero aplauso, sin proyectar sobre la persona admirada tus enojos y fracasos.

El suyo es un itinerario que se cruza con nuestra andanza, por motivos de familia, de ministerio o de amistad, con la reconocida bondad de quien en él Dios nos enseñó las verdaderas lecciones de lo que únicamente vale la pena. Es implacable esa cita dulce y terrible a la vez, cuando la voz del Señor pronuncia el nombre de ese ser querido para decirle eternamente: ¡ven! Y él acude sin demora, porque sabemos que Dios, que lleva la agenda de nuestra vida, nunca se adelanta con anticipo ladrón, así como jamás se retrasa por distracción perezosa. Es la hora de nacer y la hora de morir, sin que nos pregunten pareceres y sin que pueda negociarse una fecha alternativa. Así sonó la llamada y Don Gabino acudió sin tardanza. Pero la palabra última no le corresponde al duelo, aunque nos duela tanto ese adiós, sino a la certeza cristiana que deja siempre su rastro de esperanza. Lo sembrado en su entrecruce con nuestras vidas ahí queda siempre lozano, sin marchitarse jamás, como legado de ejemplos y palabras cristianas, hasta que volvamos a encontrarnos sin más separación en la casa que Cristo resucitado nos abrió de par en par.

Guardo secretos en mi corazón, los de un Don Gabino íntimo que tuvo a bien regalarme con tantas confidencias fraternas de hermano mayor. Son palabras llenas de sabiduría, son gestos de prudencia evangélica, como preciosa herencia que personalmente me deja. ¡Cuántas sorpresas habría en cuanto me dijo de corazón a corazón sobre la Iglesia, los Papas, los Obispos, los curas! Me los citaba con respeto nombrándolos uno por uno a tantos de ellos, sin hablar jamás mal de nadie, pero llamando a cada cosa por su nombre y compartiéndome su equilibrado y sensato juicio que sorprendía por su libertad. Igualmente hacía al recordar momentos políticos y gubernamentales en su dilatada vida, con sus nombres también, sus personas, siglas y sus enseñas. Lo guardo en mi corazón con el respeto leal de no desvelar lo que él quiso silenciar ante la opinión pública. Porque frente al personaje que a veces construimos por intereses dispares, está la belleza y la verdad de la persona cuando tenemos acceso a ella por un privilegio de fraterna amistad. “Somos lo que somos ante Dios, y nada más”, como decía San Francisco de Asís. Pero de ese Don Gabino más íntimo, sí me quedan a flor de piel las confidencias más suyas en este largo tramo final de su larga andadura, en nuestros diálogos al caer de la tarde.

Una vez me dijo: “Jesús, ¿cómo es eso de morirse? Muchas veces me lo pregunto y no tengo respuesta. Sólo sé que en la otra orilla me espera el Buen Pastor al que siempre quise seguir con mi pueblo. Y la Santina, a la que he amado entrañablemente”. Quedé sin saber qué decir. Balbucí aquello de que nacemos sin saber y morimos sin aprenderlo. La vida está en las manos de quien nos acompaña y nos hace: sólo Dios. Era una pregunta la suya que entrañaba la respuesta, tan verdadera humanamente y tan piadosa en sus maneras. A él le interesaba la vida de la diócesis, de la Iglesia, del mundo en sus derivas. Y me decía siempre al hilo de incomprensiones o andanadas para darme su apoyo: “Gracias por tu trabajo de arzobispo, tan distinto en tiempos diferentes a los que tuve yo. Te acompaño con mi oración y mi cercanía fraterna. No te desanimes y sé libre en tu palabra y tu labor, que nadie te amedrante cuando defiendes los derechos de Dios y el bien de la gente que, siendo diversos, ambos son inseparables”. Sin duda, me animó.

Tenía el rosario en las manos, pues ya no podía rezar otras cosas por sus problemas de vista. Pero a María la tenía en sus labios como un niño se agarra a su madre en lo más complicado de la travesía. Me decía: “Pide a la Santina que no deje de cuidarnos, en ella descansamos de nuestras fatigas y alimentamos nuestra esperanza. Que el Señor bendiga a todos los que colaboran contigo, con la Iglesia, con Jesús, pero –guiñándome un ojo, añadía- con Jesús el de Nazaret, no te lo vayas a creer”.

Más de una vez he contado la anécdota simpática que señalaba su talento de sana sorna manchega. Salió la noticia en la prensa hace unos años de que se estaba preparando en la catedral la tumba para el arzobispo, y así era. No daba el periódico más señas. Yo temí que pensase él que le estábamos preparando la sepultura, y fui a primera hora de la mañana a verle. Tras los buenos días, le dije si había hojeado el periódico. Quedé en vilo, cuando me dijo: “sí de cabo a rabo. Por cierto, he visto una noticia sobre la catedral, era curiosa. Pero no sabía que estabas tan grave, Jesús. Ya que te preparan la tumba debes cuidarte más”.

Su última hospitalización fue la antesala de su desenlace. Y me decía con enorme dulzura y serenidad: “Jesús, gracias por venir también esta tarde. Te agradezco como hermano todo lo que haces por mí. Dios te pagará lo que yo no puedo hacer. Y reza por mí. Yo lo hago por ti. No te conocía con la mascarilla. Gracias, Jesús, por venir a verme al hospital. Quiero decirte que me estoy muriendo, pero tengo paz. Me despido de ti hasta el cielo. Estamos en las manos y en los méritos de Jesucristo nuestro Salvador. Que Dios bendiga vuestro trabajo apostólico para que la voz de Jesús llegue a mucha gente”. Le di la unción de enfermos en el hospital, y respondió con lucidez serena y agradecimiento.

Todavía pudimos gozar de su ya agotada salud unos días más tras darle de alta. Para mí era conmovedor despedirme de él con un rito cada tarde que disfrutábamos los dos: Don Gabino me bendecía en la frente y luego me pedía que le bendijese yo. Le daba un beso y nos deseábamos las buenas noches. Así hasta mi último momento con él. Fue el domingo pasado antes de salir con la peregrinación diocesana a Medjugorje. Me pidió la absolución de sus pecados, cosa que hice entrecortado por la emoción y el momento. Y tras darme las gracias varias veces, luego me pidió un caldo. Hasta ese gesto de humanidad puso normalidad al pedir un sacramento para el alma y algo caliente para su maltrecho cuerpo. Le bendije y le dejé descansar. No volvimos a vernos.

Fue larga la sementera, sí, y la semilla ha tenido frutos hermosos que han dejado huella en nuestras vidas. Su lema episcopal fue “Lumen cum pace”, luz con paz. Se trata de un saludo que los cristianos mozárabes tributaban a la luz en el crespúsculo de la tarde, mientras encendían la llama de un cirio que acercaban al altar, entonando el diácono la antífona “In nomine Domini nostri Iesu Christi, ¡lumen cum pace!”, a lo que la asamblea respondía “Deo gratias”, a Dios las gracias. Porque hay una luz que nunca declina, la que alumbra sin deslumbrar y pone calidez en nuestras tiriteras gélidas, esa luz que acerca la paz sin tregua que nos devuelve la inocencia, la bondad y la belleza para las que nacimos. En el crepúsculo de la vida de Don Gabino, pronunciamos como canto de alabanza y plegaria confiada a Cristo resucitado: “Lumen cum pace”, luz con paz.

Que la Santina nuestra Madre, a la que tan tiernamente amó, le acompañe en este su último viaje hasta que volvamos a encontrarnos con él en el paraíso eterno de los santos. Las campanas suenan tristes hoy, pero la esperanza cristiana las voltea con la pascua. Descanse en paz Don Gabino. Que nos veamos en el cielo. Amén.

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Comentarios
1 comentarios en “El arzobispo de Oviedo despide a Gabino Díaz: «Era ese hermano mayor que yo nunca tuve»
  1. Con la fama de levantisco que tiene el clero asturiano, me sorprende que aún no haya habido ningún comentario negativo a esta homilía.
    A mí me ha llegado alguno desde allí

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