Schooyans, que desmontó la ideología abortista

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Pocos han recordado la figura del gran filósofo y teólogo, recientemente desaparecido. Supo explicar por qué el aborto no es un «derecho».

Se equivocan quienes piensan que es una mera coincidencia que la muerte del famoso filósofo y teólogo Michel Schooyans haya acaecido el pasado 3 de mayo, justo el día después de que llegara la noticia desde Estados Unidos de una posible anulación de la histórica sentencia Roe vs Wade, que dio luz verde al aborto y allanó el camino para la introducción de la legislación sobre el aborto también en otros países, incluida Italia con la ley 194/78. Por desgracia, tampoco es causal el silencio ensordecedor, con algunas loables excepciones, con el que se ha acogido la noticia de la muerte de Schooyans en el ámbito católico. Por el contrario, es un signo bastante evidente de la creciente mundialización de una Iglesia, como la actual, aplastada con demasiada frecuencia en la agenda de la ONU y de una Iglesia que sabía y quería ser signo de contradicción con respecto a un mundo en el que no era (no es) ciertamente difícil darse cuenta de la acción de fuerzas radicalmente hostiles a la antropología cristiana. Ciertamente, con el fallecimiento de Schooyans, la Iglesia pierde a uno de sus mejores hombres y un punto de referencia indispensable para las cuestiones de bioética. En primer lugar, precisamente, el aborto.

Isaías y el rey Ezequías

El midrash narra que cuando el profeta Isaías visitó al rey Ezequías, gravemente enfermo, para tratar de prepararlo para el hecho de que estaba a punto de morir, a la pregunta del rey sobre qué falta había cometido para merecer tal destino, Isaías respondió: «Porque no has cumplido el mizvá, el precepto, de la procreación». Entonces Ezequías dijo que por el Espíritu Santo había visto que tendría hijos imperfectos. Pero el profeta le reprendió diciendo: «¿Qué tienes que ver con los secretos del Misericordioso? Debías actuar cumpliendo la mizvá de la procreación y ahora se hará lo que es correcto a sus ojos…». En realidad, sabemos que Dios se compadeció de Ezequías concediéndole otros quince años de vida.

No obstante, el relato es muy instructivo y revelador de cómo ya en la antigua sabiduría de Israel se tenía conciencia de la gravedad del aborto, hasta el punto de justificar la muerte del infractor. Por eso, el mero hecho de pensar que, a causa de la legislación sobre el aborto, decenas de millones de seres humanos son asesinados cada año, porque entretanto el aborto ha sido legalizado y hoy a todos los efectos se reivindica como un derecho, da la medida de la distancia sideral que separa nuestro mundo autodenominado civilizado de los supuestos siglos oscuros del pasado.

La historia de las últimas décadas demuestra el horror de una legislación que, convenientemente propagada con un lenguaje y un discurso persuasivos, así como repleta de cifras manipuladas adrede, está contaminada últimamente por una ideología defensora del superhombre y, por tanto, también nihilista y aniquilante, que es la firma cultural de gran parte de la modernidad. Empezando por el principio cardinal de toda legislación sobre el aborto, es decir, la negación de la condición de ser humano y la reducción contextual del feto a un «grumo de materia inerte».

El grumo de materia

En su Aborto y política, un texto fundamental que, al documentar la conexión entre diversos programas internacionales de control de la población y la promoción de políticas abortistas,  influyó mucho en el entonces pontífice Karol Wojtyla hasta el punto de empujarle a llevar a cabo una intervención oficial de la Iglesia, como sucedió con la Evangelium Vitae, Schooyans denunció que son las mismas leyes que liberalizan el aborto las que declaran el «carácter humano del sujeto que, sin embargo, autorizan a matar en determinados casos» (cabe señalar, de paso, que la ley 194/78 no es una excepción, al establecer en su Art. 1 que el Estado protege la vida humana «desde su inicio»). También dice: «Precisamente porque el niño concebido es un ser humano es por lo que no se quiere que nazca. Es bien sabido que el ser que se anuncia será al principio un niño y más tarde un adolescente y un adulto. Y como está destinado a ser un niño, un adolescente, un adulto, es eliminado».

Así que nada de «grumo de materia inerte»: se desea, se pretende la libertad de suprimir el feto sabiendo perfectamente, es más, precisamente por ese motivo, que ese feto es un ser humano a todos los efectos.

De quién es el útero

Scooyans demostró entonces lo infundado y desconcertante que era también todo el corolario conceptual construido alrededor y junto a la tesis principal vista más arriba, y que hasta hoy representa el «vademécum» del perfecto abortista. Del abigarrado muestrario hemos seleccionado solo algunos -los más emblemáticos en nuestra opinión- de los conceptos básicos que subyacen en la retórica abortista.

Una primera tesis es la afirmación de que la mujer es dueña de su propio cuerpo (el famoso «el útero es mío y lo gestiono como quiero» típico del 68). Pero, señala Schooyans, con la excepción de aquellas realidades en las que todavía existe la esclavitud, «ningún ser humano puede convertirse en propiedad de otro. Ahora bien, el niño por nacer no es un órgano de su madre; es un ser único, distinto, con su propia individualidad genética… La madre no puede disponer de la existencia de este ser como los pater familias romanos, en cierta época, disponían de sus hijos».

La cuestión que se plantea aquí tiene que ver con un tema más amplio, señala el académico, a saber, qué tipo de sociedad queremos. Es decir, ¿tenemos en mente un modelo de convivencia, una sociedad que «acoge a todo ser humano, desde el momento en que su presencia es constatable, o más bien una sociedad que restablece el privilegio de los dirigentes y también la prerrogativa, para ellos, de disponer de la vida de los demás?».

Los derechos de la mujer

Vinculado al tema de la «propiedad» está el de los «derechos», es decir, el hecho de que penalizar el aborto violaría los derechos de las mujeres. También aquí podemos ver claramente cómo la afirmación del derecho de la mujer al aborto, un derecho obviamente considerado superior y precedente al derecho del niño a nacer, va de la mano de una visión de la vida marcada por el principio nietzscheano de la voluntad de poder. Por el contrario, hay que reiterar que nadie puede disponer de la vida de un inocente. Que tiene todo el derecho a nacer sin que el hecho de estar en una condición de debilidad objetiva e incapacidad para defenderse pueda autorizar a la madre a sentirse depositaria de un presunto derecho más fuerte que el suyo.

Aquí Schooyans subraya un punto dirimente: es cierto que, en cuanto al asesinato, la ley no puede impedir la transgresión; al igual que es cierto que puede haber circunstancias atenuantes en un asesinato. Sin embargo, la sociedad no le da a nadie el derecho de matar a un inocente. Con el aborto ocurre lo mismo: en ningún caso el aborto puede «considerarse un derecho de la mujer».

La costumbre y la norma

Otro punto sobre el que ha insistido (y sigue insistiendo) a bombos y platillo la propaganda abortista es que la ley básicamente no ha hecho más que seguir la costumbre, de modo que desde que el aborto se ha convertido en parte de la costumbre de la sociedad, la ley se ha adaptado. Aquí hay que señalar que en general, y en el caso del aborto es cierto por partida doble, se aplica exactamente lo contrario: no es la costumbre la que influye en la norma, sino al revés. Si se introduce una norma que permite el aborto, es inevitable que el número de abortos sea mayor que cuando el aborto no estaba permitido. Como muestra el caso de Francia, este es el ejemplo traído por Schooyans. Sobre todo porque, y este es otro aspecto muy relacionado con lo que estamos diciendo, formalmente la ley 194 despenalizó el aborto, pero de hecho lo liberalizó. Y es que uno de los principios básicos de cualquier sistema democrático y liberal es que todo lo que no está prohibido debe estar permitido.

«Despenalizar el aborto», dice Schooyans, «significa aceptarlo, reconocer su status civitatis, legalizarlo, es decir, darle la autoridad de la ley… En resumen: el objetivo es la liberalización: facilitar el recurso al aborto. El medio adoptado es la despenalización: promulgar una ley que autorice el aborto». Que es lo que puntualmente ocurrió con la ley 194.

Justicia e injusticia

Luego están los temas llamados «sensibles», es decir, los que tienen un alto nivel de emoción social. Empezando por el caso de la mujer que quiere abortar tras haber sido violada. Pero, se pregunta Schooyans, «¿se remedia una grave injusticia cometiendo otra aún mayor?».

También por eso vale la pena recordar, con la vista puesta en los acontecimientos actuales, que el 2 de febrero de 1993 Juan Pablo II, en plena guerra de la ex Yugoslavia, tomó papel y pluma y escribió al arzobispo de Sarajevo instándole a ayudar de todas las maneras posibles a las mujeres que habían sido violadas y se habían quedado embarazadas para que no abortaran: «… es necesario que los pastores y todos los fieles… se hagan cargo urgentemente de la situación de las madres, las novias y las jóvenes que, por odio racial o por lujuria brutal, han sido víctimas de la violencia… Incluso en una situación tan dolorosa, hay que ayudarlas a distinguir entre el acto de violencia deplorable, perpetrado por hombres perdidos en la razón y la conciencia, y la realidad de los nuevos seres humanos, que han venido a la vida de todos modos. Como imágenes de Dios, estas nuevas criaturas deben ser respetadas y amadas como cualquier otro miembro de la familia humana».

Discapacidad y malformaciones

Luego está el caso, también de manual, de los niños no nacidos que, bien por el contexto socioeconómico, etc., o bien por estar afectados por malformaciones u otras graves minusvalías, estarían (el condicional es una obligación) destinados a vivir una vida de sufrimiento o, en todo caso, con un nivel de calidad que la hace indigna de ser vivida. Estos son los casos en los que el aborto (y lo mismo ocurre con la eutanasia, como han demostrado las tristísimas historias de los pequeños Alfie Evans y Charlie Gard) se reviste de ropajes «humanitarios», casi como si la supresión del niño fuera un acto de caridad.

No podrían estar más equivocados. En primer lugar, porque una vida merece ser vivida independientemente de su calidad, que, además, es un parámetro absolutamente subjetivo: «No hay que identificar -señala Schooyans- la vida humana con la calidad de la vida misma. Las dos nociones no están en el mismo plano, un poco como la democracia y sus cualidades (o defectos) no están en el mismo plano».

En segundo lugar, porque si el contexto en el que el niño por nacer está destinado a vivir está marcado por la miseria y la pobreza u otras situaciones de desamparo, la solución no es que no nazca, sino esforzarse por mejorar, en su beneficio, las condiciones de su existencia. De lo contrario, continúa Schooyans, «si es legítimo matar a un ser humano porque está en peligro de ser tan pobre como para quitarle cualquier valor a su vida, entonces se vuelve legítimo matar a todos los que ya se están muriendo de hambre».

En tercer lugar, un punto que hay que poner de relieve -como demuestra la aberración del vientre de alquiler- es que, a menudo y de buen grado, en nuestra sociedad opulenta incluso un niño puede convertirse en un objeto para el uso y consumo de los padres o de los aspirantes a padres. Uno quiere un hijo «…por placer personal. Es como un televisor o un coche: si te gusta te lo llevas; si no, abortas». Pero incluso los niños con malformaciones son a todos los efectos seres humanos, cuya dignidad, de nuevo, no tiene nada que ver con su condición psicofísica.

Políticas demográficas

Por último, pero no menos importante (que, de hecho, y al margen de lo que afirma la propia ley 194, en muchos países y zonas del planeta es «la» causa principal de la imposición de políticas abortistas) es la relación entre el aborto y la demografía. Reducido a la mínima expresión, el razonamiento neomalthusiano que defienden los abortistas (y lo mismo el ecologismo más virulento) es el siguiente: dado que una buena parte de la población vive en condiciones de extrema pobreza e indigencia, es necesario impedir -obviamente en su interés y en el de sus familias- que tengan hijos, los cuales representarían más bocas que alimentar ante unos recursos que no son suficientes para todos.

Dicho de otro modo: como la población, especialmente en los países pobres, sigue creciendo, hay que frenar el fenómeno para evitar que el número de pobres aumente. De ahí, como documenta Schoolyans, el cambio de paradigma: el aborto sale de la esfera privada y familiar para convertirse en un instrumento de política demográfica.

Se produce entonces un nuevo hecho de consecuencias dramáticas, que es el chantaje al que están sometidos los países en desarrollo: la ayuda internacional a cambio de la adopción de políticas abortistas.

¿Conquista de la civilización?

Se mire como se mire, lo que queda claro es la marcada impronta ideológica de la doctrina abortista que, además de las decenas de millones de muertes provocadas cada año, ha representado sin duda una regresión y una barbarización de la sociedad -todo menos una «conquista de la civilización»- en la medida en que niega el derecho a la vida y sanciona el derecho del más fuerte sobre el más débil (por eso también, desde una perspectiva católica, pesan como una losa, tanto en la aprobación de la ley 194/78 como en el fracaso del referéndum abrogativo de 1981, las responsabilidades de la Democracia Cristiana y de la Iglesia italiana de la época que, en nombre de una extravagante idea de laicismo según la cual la fe debe permanecer en los estrechos recovecos de la conciencia sin ningún status civitatis en el debate público, so pena de ser excluida del consenso moderno, prefirieron desentenderse.

Precepto moral universal

Hay que decirlo alto y claro: la anulación de la sentencia Roe v. Wade es absolutamente deseable y conveniente, entre otras cosas por el efecto dominó que podría desencadenar. Además de constatar que la liberalización del aborto ha desencadenado más problemas de los que pretendía resolver (sobre todo, al allanar el camino a la eutanasia), el punto firme del que hay que (re)partir es que no se puede conceder a nadie el derecho a matar.

El aborto no puede ser un derecho. Y sanseacabó. Y es que existe un derecho, el derecho a la vida del niño, que supera con creces cualquier posible derecho que la mujer tenga o pretenda tener. Que quede claro, no se trata de guerras de religión, ni, como repite machaconamente la letanía laicista, de querer imponer al conjunto de la sociedad una visión de la vida propia de una sola parte de ella, la católica (suponiendo que siga existiendo una visión católica de la vida, lo cual está aún por demostrar).

Schooyans nos recuerda de nuevo que «el respeto a toda vida humana es un precepto moral universal proclamado en todas las grandes civilizaciones y constituye el tejido de todas las sociedades democráticas». Se trata, pues, de entender que hay alternativas más que válidas al aborto, y que urge pararse y replantear todo el asunto. So pena de no poder seguir llamándonos «civilizados».

Publicado por Luca del Pozzo en Tempi

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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