El Papa Francisco presidió la celebración Eucarística y el rito de canonización de diez beatos. Francisco dijo sobre los canonizados que «sus vidas fueron un reflejo de Dios en la historia, vocaciones abrazadas con entusiasmo y gastadas dándose generosamente a todos». ¿Quiénes son los nuevos santos?
- Titus Brandsma: Fue un sacerdote carmelita y profesor de filosofía neerlandés conocido por su vehemente oposición a la ideología nazi y a sus pronunciamientos en contra de la misma desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Fue asesinado en un campo de concentración.
- Lázaro Devasahayam: Nació en 1712 en Tamil Nadu (India), procedía de una familia hindú de casta alta, se hizo militar y llegó a ser ministro del reino de Travancore, como funcionario del palacio real. En 1741 conoció el cristianismo a través de un prisionero católico holandés que lo puso en contacto con el misionero Juan Bautista Buttari, jesuita que se convertirá en su amigo y consejero espiritual. 4 años más tarde fue bautizado y declaró que abrazaba la fe cristiana sin ser obligado, sino por su propia voluntad. Desde entonces comenzó un periodo de torturas y humillaciones que culminaron con el martirio por fusilamiento el 14 de enero de 1752.
- César de Bus: Nació en Cavillón (Francia) el 3 de Febrero de 1544. Fundó los “Padres de la Doctrina Cristiana” conocidos como los (Doctrinarios o Doctrinarios de Aviñón), cuya aprobación fue concedida por Clemente VIII (1592-1605) en 1597, y la orden femenina de las Ursulinas de la Provenza. Su obra fue arrasada por la Revolución francesa, pero ya tenía fama en Italia y Brasil. Murió el 15 de Abril de 1607, Domingo de Pascua, en Aviñón (Francia) y fue beatificado por el Papa Pablo VI el 27 de Abril de 1975.
- Luis María Palazzolo: Nació el 10 de diciembre de 1827 en Bérgamo. Ordenado sacerdote de la diócesis de Bérgamo en 1850, se dedicó a la educación de los niños abandonados desde los primeros días de su sacerdocio. Con el tiempo se dio cuenta de que también tenía que ocuparse de las niñas, iniciando la Obra de Santa Dorotea en el popular y pobre barrio de San Bernardino en Bérgamo.
- Justino María Russolillo: Nació el 18 de enero de 1891 en este barrio de la periferia occidental de esta ciudad de la región italiana de Campania, desde muy joven sintió un fuerte deseo de consagrarse a Dios como sacerdote. A los diez años, ingresó en el seminario de Pozzuoli. El día de su ordenación sacerdotal, el 20 de septiembre de 1913, hizo el voto solemne de fundar una congregación religiosa «para el culto, el servicio y el apostolado de las vocaciones de Dios a la fe, al sacerdocio y a la santidad». De esta inspiración original nacieron las congregaciones religiosas de los Vocacionistas.
- Carlos de Foucauld: Nació en la ciudad francesa de Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858. Con 6 años se quedó huérfano, por lo que creció con su hermano en casa de sus abuelos. Estudió con los jesuitas en Nancy y en París. Durante su adolescencia se alejó de la fe y se entregó a una vida mundana, aunque siempre mostró una gran fuerza de voluntad y una capacidad innata de superación. Para profundizar en su fe, peregrina a Tierra Santa y allí descubre su vocación. Durante 7 años, vive en diferentes monasterios trapenses. Se ordenó sacerdote en 1901, cuando tenía 43 años, y emprende un nuevo viaje al Sahara, donde inicia su misión con los Tuaregs en la aldea de Tamanrasset. Allí, evangelizó a los pueblos del desierto y luchó contra la esclavitud: comenzó a comprar esclavos para liberarlos. En el año 1909 fundó la Unión de Hermanos y Hermanas del Sagrado Corazón con la misión de evangelizar las colonias francesas de África. Murió asesinado el 1 de diciembre de 1916 en la puerta de su ermita durante una revuelta antifrancesa en Argelia.
- María Rivier: Nacida en Montpezat-sous-Bauzon, Francia, el 19 de diciembre de 1768, después de recibir su primera Comunión, Maria Rivier madura el deseo de consagrarse al Señor y pide entrar en la Congregación de las Hermanas de Notre Dame de Pradelles, pero debido a su salud, no es considerada idónea. La joven decide abrir una escuela, lo hace en 1786, para dedicarse al cuidado de los enfermos y los pobres. En 1801, con la aprobación del obispo de Vienne, nacie la Congregación de las Hermanas de la Presentación de María que, en pocos años, abre 46 casas. Rivier muere el 3 de febrero de 1838.
- María Francisca de Jesús Rubatto: La religiosa proclamada santa nació el 14 de febrero de 1844 en la localidad italiana de Carmañola, en la provincia de Turín, en la región norteña del Piemonte, pero por elección propia vivió y desarrolló su labor pastoral en Uruguay, donde falleció el 6 de agosto de 1904. Es la primera santa de Uruguay.
- María de Jesús Santocanale: Nació en Palermo el 2 de octubre de 1852. Fue una religiosa italiana fundadora de la Congregación de las Hermanas Capuchinas de Lourdes.
- María Domenica Mantovani: Nació en 1862 en una pequeña villa italiana. Dos cosas siempre fueron importante para María: su amor por Dios y su deseo de ayudar a los demás. Su párroco, el Beato Guiuseppe Nascimbeni, la animaba a que enseñara clases de religión a niños pequeños, a que visitara a los enfermos, y a unirse a las actividades parroquiales. María le pidió a nuestra Madre Santísima que la guiara en todo lo que hacía. Fundó la Congregación de las Hermanitas de la Sagrada Familia.
«El camino de la santidad no está cerrado, es universal»
Os ofrecemos la homilía completa pronunciada por el Papa Francisco en la canonización de estos nuevos diez santos:
Hemos escuchado algunas palabras que Jesús entregó a los suyos antes de pasar de este mundo al Padre, palabras que expresan lo que significa ser cristianos: «Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Jn 13,34). Este es el testamento que Cristo nos dejó, el criterio fundamental para discernir si somos verdaderamente sus discípulos o no: el mandamiento del amor. Consideremos dos elementos esenciales de este mandamiento: el amor de Jesús por nosotros —así como yo los he amado— y el amor que Él nos pide que vivamos —ámense los unos a los otros.
Ante todo, como yo los he amado. ¿Cómo nos ha amado Jesús? Hasta el extremo, hasta la entrega total de sí. Impacta ver que pronuncia estas palabras en una noche sombría, mientras el clima que se respira en el cenáculo está cargado de emoción y preocupación. Emoción porque el Maestro está a punto de despedirse de sus discípulos. Preocupación porque anuncia que precisamente uno de ellos lo traicionará. Podemos imaginar qué dolor tendría Jesús en su alma, qué oscuridad se acumulaba en el corazón de los apóstoles, y qué amargura ver a Judas que, después de haber recibido del Maestro el bocado mojado en su plato, salía de la sala para adentrarse en la noche de la traición. Y, justo en la hora de la traición, Jesús confirmó el amor por los suyos. Porque en las tinieblas y en las tempestades de la vida lo esencial es que Dios nos ama.
Hermanos, hermanas, que este anuncio sea central en la profesión y en las expresiones de nuestra fe: «no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4,10). No lo olvidemos nunca. No son nuestros talentos, nuestros méritos los que están en el centro, sino el amor incondicional y gratuito de Dios, que no hemos merecido. En el origen de nuestro ser cristianos no están las doctrinas y las obras, sino el asombro de descubrirnos amados, antes de cualquier respuesta que nosotros podamos dar. Mientras el mundo quiere frecuentemente convencernos de que sólo valemos si producimos resultados, el Evangelio nos recuerda la verdad de la vida: somos amados. Y este es nuestro valor, somos amados. Un maestro espiritual de nuestro tiempo escribió: «Antes de que cualquier ser humano nos viera, hemos sido mirados por los amorosos ojos de Dios. Antes de que alguien nos escuchara llorar o reír, hemos sido escuchados por nuestro Dios, que es todo oídos para nosotros. Antes de que alguien en este mundo nos hablara, la voz del amor eterno ya nos hablaba» (H. Nouwen, Sentirsi amati, Brescia 1997, 50). Él nos amó primero, Él nos esperó. Él nos ama y sigue amándonos. Esta es nuestra identidad: somos amados por Dios. Esta es nuestra fuerza: somos amados por Dios.
Esta verdad nos pide una conversión en relación con la idea que a menudo tenemos sobre la santidad. A veces, insistiendo demasiado sobre nuestro esfuerzo por realizar obras buenas, hemos erigido un ideal de santidad basado excesivamente en nosotros mismos, en el heroísmo personal, en la capacidad de renuncia, en sacrificarse para conquistar un premio. Es una visión a menudo demasiado pelagiana de la vida y de la santidad. De ese modo, hemos hecho de la santidad una meta inalcanzable, la hemos separado de la vida de todos los días, en vez de buscarla y abrazarla en la cotidianidad, en el polvo del camino, en los afanes de la vida concreta y, como decía Teresa de Ávila a sus hermanas, “entre los pucheros de la cocina”. Ser discípulos de Jesús es caminar por la vía de la santidad y, ante todo, dejarse transfigurar por la fuerza del amor de Dios. No olvidemos la primacía de Dios sobre el yo, del Espíritu sobre la carne, de la gracia sobre las obras. A veces nosotros damos más valor, más importancia al yo, a la carne y a las obras. No. Primacía de Dios sobre el yo, primacía del Espíritu sobre la carne, primacía de la gracia sobre las obras.
El amor que recibimos del Señor es la fuerza que transforma nuestra vida, nos ensancha el corazón y nos predispone para amar. Por eso Jesús dice —y he aquí el segundo aspecto— «así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros». Este así no es solamente una invitación a imitar el amor de Jesús, significa que sólo podemos amar porque Él nos ha amado, porque da a nuestros corazones su mismo Espíritu, el Espíritu de santidad, amor que nos sana y nos transforma. Es por eso que podemos tomar decisiones y realizar gestos de amor en cada situación y con cada hermano y hermana que encontramos. Porque somos amados tenemos la fuerza de amar. Así como yo soy amado, puedo amar. Siempre, el amor que yo doy está unido al amor de Jesús por mí: “así”. Así como Él me ha amado, así yo puedo amar. Es así de simple la vida cristiana, ¡así de simple! Somos nosotros los que la complicamos con tantas cosas. Pero en realidad es así de simple.
Y, en concreto, ¿qué significa vivir este amor? Antes de darnos este mandamiento, Jesús les lavó los pies a sus discípulos; y después de haberlo pronunciado, se entregó en el madero de la cruz. Amar significa esto: servir y dar la vida. Servir significa no anteponer los propios intereses, desintoxicarse de los venenos de la avidez y la competición, combatir el cáncer de la indiferencia y la carcoma de la autorreferencialidad, compartir los carismas y los dones que Dios nos ha dado. Preguntémonos, concretamente, “¿qué hago por los demás?”. Esto es amar. Y vivamos las cosas ordinarias de cada día con espíritu de servicio, con amor y silenciosamente, sin reivindicar nada.
Y, luego, dar la vida, que no es sólo ofrecer algo, como por ejemplo dar algunos bienes propios a los demás, sino darse uno mismo. A mí me gusta preguntar a las personas que me piden un consejo: “Dime, ¿tú das limosna?” —“Sí, Padre, yo doy limosna a los pobres” —“Y cuando tú das la limosna, ¿tocas la mano del pobre o le dejas caer la moneda y te limpias la mano?”. Y las personas se sonrojan y responden: “No, yo no toco”. “Cuando tú das limosna, ¿miras a la persona que estás ayudando o miras para otro lado?” —“Yo no miro”. Tocar y mirar, tocar y mirar la carne de Cristo que sufre en nuestros hermanos y hermanas. Esto es muy importante, esto es dar la vida. La santidad no está hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano. «¿Eres consagrada o consagrado? —hay muchos hoy aquí—Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado o casada? Sé santo y santa amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador o una mujer trabajadora? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos, y luchando por la justicia de tus compañeros, para que no se queden sin trabajo, para que tengan siempre el salario justo. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. Dime, ¿tienes autoridad? —y aquí hay muchas personas que tienen autoridad— Les pregunto: ¿tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales» (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 14). Este es el camino de la santidad, así de simple. Viendo siempre a Jesús en los demás.
Estamos llamados también nosotros a servir al Evangelio y a los hermanos y a ofrecer nuestra propia vida desinteresadamente —esto es un secreto: ofrecer desinteresadamente—, sin buscar ninguna gloria mundana. Nuestros compañeros de viaje, hoy canonizados, vivieron la santidad de este modo: se desgastaron por el Evangelio abrazando con entusiasmo su vocación —de sacerdote, algunos, de consagrada, otras, de laico—, descubrieron una alegría sin igual y se convirtieron en reflejos luminosos del Señor en la historia. Esto es un santo o una santa, un reflejo luminoso del Señor en la historia. Intentémoslo también nosotros: el camino de la santidad no está cerrado, es universal, es una llamada para todos nosotros, comienza con el Bautismo, no está cerrado. Intentémoslo también nosotros, porque todos estamos llamados a la santidad, a una santidad única e irrepetible. La santidad es siempre original, como decía el beato Carlos Acutis, no hay santidad de fotocopia, es la mía, la tuya, la de cada uno de nosotros. Es única e irrepetible. Sí, el Señor tiene un proyecto de amor para cada uno, tiene un sueño para tu vida, para mi vida, para la vida de cada uno de nosotros. ¿Qué más puedo decirles? Llévenlo adelante con alegría. Gracias.
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