¿Acaso administrar no deriva de minus stare, es decir, estar debajo, servir? Reflexiones de la Semana Santa.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que los gobernantes de las naciones, con ocasión de las ocasiones litúrgicas más importantes, solían hacer gestos cuyo significado, a los ojos del pueblo, iba mucho más allá de lo que exigía el protocolo.
Cuando mi mujer y yo conseguimos por fin ir a Viena el pasado otoño, justo antes de un nuevo confinamiento, una de las muchas cosas que me llamó la atención al ver el Hofburg, durante ocho siglos la magnífica residencia de los Habsburgo, fue descubrir que cada Jueves Santo -el día en que la Iglesia conmemora el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía- era costumbre que el emperador y su esposa lavaran los pies a los más pobres del reino, del mismo modo que Cristo hizo con los apóstoles.
Y no es, como pretende el trillado relato dominante anticlerical, porque de este modo quisieran reafirmar su investidura divina o, peor aún, tener la oportunidad una vez al año de lavar sus conciencias y reanudar luego su impávida angustia contra sus súbditos. Ni mucho menos. No había nada malicioso ni segundas o terceras intenciones ocultos tras el velo de la hipocresía, sino una fe sincera, vivida y practicada también (no solo, sino también) con gestos similares.
Estos gestos, sobre todo si son intrínsecamente humillantes como puede ser el agacharse a lavar los pies de alguien, pretendían expresar y recordar lo que Jesús, que fue el primero en dar ejemplo, había enseñado sobre aquellos que ambicionan u ocupan cargos de prestigio y poder: quien quiera ser el primero debe ser el último.
¿No es casualidad, como se ha dicho tantas veces, aunque parece que lo olvidamos tan a menudo, que administrar deriva tal vez de minus stare, es decir, estar bajo, ponerse al servicio de?
Entre los muchos efectos secundarios de la virulenta secularización de la vida pública que afecta a la sociedad occidental desde hace dos siglos, se encuentra la pérdida del sentido más genuino y profundo de lo que significa gobernar, es decir, servir. Me anticipo a la objeción: hubo (hay) políticos y gobernantes que se declararon (se declaran) católicos y fueron (son) corruptos, codiciosos, hipócritas, etcétera, etcétera. Cierto, pero con un par de «peros».
En primer lugar, el hecho de que haya políticos y dirigentes católicos cuya moralidad no sea intachable no invalida la bondad de la fe y del Evangelio, como es el caso de aquellos que desfiguran el Evangelio con conductas reprobables (que quede claro que prefiero cien veces más a un político incoherente en lo personal pero que promueva proyectos e iniciativas que remitan a la doctrina social de la Iglesia que a un político que sea íntegro pero que, con la excusa de ser católico, relegue su fe a los estrechos recovecos de su conciencia promoviendo o apoyando leyes cuestionables cuando no expresamente contrarias a la antropología católica); en segundo lugar, y más importante, el hecho de que haya habido, hay y habrá manzanas podridas no cambia ni un ápice el fondo de la cuestión. Y el fondo de la cuestión es que una cosa es gobernar desde una perspectiva de fe, y otra muy distinta gobernar sin o contra una perspectiva de fe.
La principal diferencia es que en el primer caso los ciudadanos son el fin de la acción política, en el segundo un medio. Por eso, con mayor razón ahora que se acerca la Semana Santa, es oportuno volverse a plantear la necesidad de una nueva clase política, tanto italiana como europea, que retome los hilos de un discurso público, y por tanto político, de inspiración abiertamente cristiana.
Con una salvedad: primero necesitamos cristianos, y cristianos animados por una fe adulta (algo que ahora está realmente lejos, hablando claro, de la figura de un improbable catolicismo «adulto» que solo es católico de nombre), momento en el que también tendremos buenos políticos y gobernantes.
Una cosa es consecuencia directa de la otra. Y, cuidado, no para desempolvar viejas teorías bajo la bandera de la religión instrumentum regni o para alimentar designios y proyectos teocráticos. Una fe auténtica y adulta -por definición todo lo contrario de la religiosidad natural, que recurre y utiliza lo sagrado para fines puramente terrenales- es, en efecto, la mejor vacuna para evitar cualquier mezcla de lo sagrado y lo profano (mezcla de la que la guerra actual es un claro ejemplo).
La razón es clara: quien vive una fe auténtica no se mira a sí mismo, sino que vive y trabaja por el prójimo, piensa en el bien del prójimo y actúa por el bien del prójimo. Más aún si se trata de un bien común. Luego está el otro aspecto del asunto. La urgente necesidad de una nueva clase de cristianos (y católicos) involucrados en la política va de la mano de la urgente necesidad de reflexionar seriamente sobre los límites de los sistemas liberales y las democracias occidentales.
Porque si es cierto, como decía Churchill, que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, es igualmente cierto que hay democracia y democracia. Sobre todo cuando en nombre y por cuenta de un laicismo mal entendido, que a menudo y de buen grado adquiere los rasgos de un laicismo de Estado (entre otras cosas, un contrasentido), en realidad se están abriendo las puertas a la instauración de unos totalitarismos no menos virulentos y agresivos que los que vimos actuar en el siglo XX.
En Italia, uno de los primeros y más agudos observadores de esta realidad, es decir, del riesgo de una involución totalitaria de la democracia, fue el filósofo católico Augusto Del Noce. En un magistral artículo de 1984, «La verità e la paura» [«La verdad y el miedo»], describió el fenómeno de la siguiente manera: «La realidad actual, debido al abandono de la conciencia moral única, manifiesta una pluralidad contradictoria de posiciones morales. Así ocurre que el criterio de la mayoría se resuelve en el dominio de los heterodirigidos, es decir, los dirigidos por la industria cultural, la verdadera escuela de la ignorancia… Y el individuo, en lugar de sentirse un fin, no puede sobrevivir sino convirtiéndose en un medio, es decir, adaptándose a los gustos de esta mayoría o más bien de los grupos que se han impuesto. Convertirse en un medio es obedecer a la necesidad de autoconservación, es decir, al miedo».
Para Del Noce todo procede del abandono de la metafísica, que lleva a la afirmación del pluralismo cultural y del relativismo ético, dos factores que pueden transformar la democracia en tiranía, porque si bien exaltan, en el plano teórico, el papel del individuo, su autonomía y su libertad, en los hechos lo llevan a conformarse con la opinión y el comportamiento de la mayoría por temor a ser marginado, en un clima totalitario quizá más suave pero no menos opresivo. Este es precisamente el caso del clima «políticamente correcto» que domina incontrastable hoy en día.
Esta lectura del filósofo turinés estaba en la misma línea que la de otro intérprete muy autorizado de nuestro tiempo, Juan Pablo II. A este respecto es muy significativo el siguiente pasaje de su discurso al Parlamento italiano del 14 de noviembre de 2002: «En la carta encíclica Veritatis splendor puse en guardia contra el ‘riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad’ (n. 101). En efecto, como afirmé en otra carta encíclica, la Centesimus annus, si no existe ninguna verdad última que guíe y oriente la acción política, ‘las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia’ (n. 46)».
Unos años más tarde se haría eco de sus palabras el entonces cardenal Ratzinger, que en su homilía de la Missa pro eligendo romano pontefice describió la situación de la siguiente manera: «¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse ‘llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos».
Todo nos lleva a lo que Del Noce consideraba el defecto fundamental de la democracia: la separación de la libertad y la verdad. El problema de esta operación es que cuando, tras las banderas retóricas de la tolerancia y el respeto, etc., se opta por una visión relativista, no se advierte que con ello se allana el camino a la voluntad de poder.
Porque si lo que cuenta es la opinión; si todas las opiniones son respetables y lo importante es el diálogo y la confrontación como si fueran un fin en sí mismos y no medios para el fin más noble que existe, la búsqueda de la verdad; si «uno vale uno» (un lema cuya mejor interpretación sigue siendo la del inolvidable sargento Hartman en Full Metal Jacket: «Aquí todos sois igual de insignificantes»); si, en definitiva, se da rienda suelta al «opinionismo», por utilizar una eficaz imagen de Giuseppe De Rita, ya que los hombres no pueden vivir sin una base segura so pena de volverse locos, entonces surge inevitablemente la voluntad de poder: ya sea de un individuo o de un grupo, poco importa.
Lo que importa, sin embargo, es que la ausencia y el rechazo de un principio de verdad lleva necesariamente a que solo la opinión de los que saben imponerse, es decir, los más fuertes, sea la que se considere verdadera. Esta es la paradoja del pensamiento deliberadamente débil: nacido del rechazo de toda pretensión de verdad como intrínsecamente violenta, conduce a la afirmación de una voluntad de poder que no es menos violenta que la (presunta) violencia de la verdad. Como vemos, hay razones más que válidas que exigen un serio replanteamiento, no tanto y no solo de los mecanismos de funcionamiento, sino más bien, y principalmente, de la propia idea de democracia.
Publicado por Luca del Pozzo en Tempi
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana
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