El cristiano tiene una vocación que parece un ejercicio de equilibrismo: estar en el mundo sin ser del mundo. El periodista católico lo tiene aún más difícil, porque tiene que informar de la actualidad de continuo sin dejarse arrastrar por ella, sin transmitir la sensación de que eso es lo ‘verdaderamente real’, olvidando la necesidad de vivir desde una perspectiva de eternidad.
Mañana empieza la Cuaresma, coincidiendo con un momento de abrumadora presencia de lo ‘actual’, con la crisis mundial desencadenada por la invasión rusa de Ucrania cuando apenas estamos saliendo de los terrores (inducidos en buena medida) de la pandemia de coronavirus. En una sociedad, por lo demás, sobreinformada, abrumada por incesantes mensajes, es especialmente difícil introducirnos en el mensaje de la Cuaresma, pero también especialmente necesario.
La Cuaresma está, entre otras cosas, para animarnos a dar un paso atrás y contemplar lo que pasa desde la perspectiva de la eternidad, es decir, como algo que efectivamente ‘pasa’, en el sentido de llegar e irse.
Lo que contemplamos en Cuaresma es la última realidad, lo que no pasa. No para desvincularnos de lo que sucede a nuestro alrededor, en absoluto, sino para encuadrarlo en esta realidad última. Vivimos inmersos en la catarata de sucesos que es el mundo, como espectadores que contemplaran un cuadro impresionista tan de cerca que solo vieran manchas sin ningún sentido. La Cuaresma nos llama a escapar por un tiempo de ese calidoscopio cambiante y pasajero y contemplar las verdades últimas, las esenciales, las que no cambian, las que constituyen nuestro destino y la razón de todo lo demás; para recordar, en medio del tráfago de las crisis y las alarmas, de la apremiante y alarmante actualidad, que Cristo es el Señor de la Historia.