Salvo que uno viva con los ojos permanentemente cerrados al relato de los medios, a estas alturas ya conocemos el modus operandi de quienes quieren, dentro y fuera de la Iglesia, invertir los valores de dos mil años de cristianismo.
Una de las estrategias del gran cambio es la gradualidad. Si uno se fija en las maniobras de cambio de mentalidad social que han tenido éxito absoluto en las últimas décadas, si repasa en hemerotecas cómo llegaron a imponerse, advertirá que un factor esencial es la gradualidad. Nada se hace de golpe, no vaya la rana a saltar fuera de la olla hirviendo. Se empieza solo por casos extremos, excepcionales, para ir poco a poco abriendo el marco a medida que la conciencia pública se va desensibilizando ante el asalto. Y, a poco, lo que empezó siendo intolerable pasa a tolerado, luego a aceptado y, finalmente, a aplaudido, cuando no obligatorio.
Pero hay que hacerlo, ya decimos, con cuidado, cualquier precipitación puede echarlo todo al traste.
En la Iglesia, la estrategia es la misma, pero con obstáculos añadidos. El mundo seglar puede, una vez introducido el cambio, proclamar que todo lo que se dijo antes estaba equivocado. Entre católicos eso es, sin más, suicida, ya que se supone que seguimos la doctrina perenne, inalterable, expresada una vez y para siempre, de quien se definió a sí mismo como la Verdad. Es esencial fingir una continuidad con lo anterior, algo que se puede lograr estirando las interpretaciones.
Pero en el asunto de la homosexualidad hay una dificultad añadida: el caso de los abusos sexuales de clérigos. Me explico.
Cuando estalló la segunda oleada de escándalos, en torno al estallido del ‘caso McCarrick’, Roma convocó un minisínodo a la cuestión, orquestado ni más ni menos que por uno de los pupilos del defenestrado cardenal, el encumbrado Blase Cupich, arzobispo de Chicago y también elevado al cardenalato. En esa reunión se fijaron nuevas reglas, más estrictas, y se habló mucho, evitando cuidadosamente tratar de un dato que era, a todos los efectos, el proverbial elefante en la habitación: de todos los casos denunciados, en torno al 80% eran de carácter homosexual. Eso, para cualquier mirada limpia de prejuicios, debería significar algo.
En primer lugar, naturalmente, debía hacerse preguntar cómo era posible que hubiera tantos sacerdotes con tendencias homosexuales, cuando Roma había decretado que no se ordenase a varones de tal condición. Y si la respuesta era que no, no había tantos, entonces solo quedaba inevitablemente la consecuencia de que los homosexuales tienen una sexualidad más compulsiva y mayor tendencia al abuso, algo que ni amenazándole con la horca estaría nadie dispuesto a sostener en nuestro tiempo. Pero no parece haber muchas más opciones.
Así que la salida fue el silencio y, sin afirmar nada que contradijese el catecismo en este punto, se avanzó por la vía de los hechos, siempre tan socorrida y expresiva, promocionando a los pastores más ‘gay-friendy’ y apartando de la carrera a los más ortodoxos -¿rígidos?- en esta ocasión, creando algo parecido a un doble magisterio: uno, el que vegeta intacto en textos que pocos leen, y otro el que cualquiera puede ver en las decisiones prácticas de la jerarquía.
Pero era esencial acallar las voces, cada vez más numerosas, de quienes denuncian una peligrosa infiltración LGTBI en el clero hasta los más altos niveles, y ‘salidas del armario’ como la que han protagonizado sacerdotes y empleados parroquiales en Alemania ponen en riesgo la narrativa de que esto es solo una enloquecida teoría de la conspiración de los ‘rígidos’.
Así que esta acción es, sino una prueba, al menos un claro indicio de que quienes quieren invertir los valores católicos se sienten ya en este punto lo bastante fuertes como para dar el paso, aunque hacerlo lleve a pensar que quizá la proporción de homosexuales en la clerecía y su entorno sea significativamente mayor que en la sociedad en su conjunto.
Se mueven continuamente en la cuerda floja, porque en el momento en que se dé la vuelta a una clara enseñanza de la Iglesia, el mensaje dejará de verse como inmutable, todas sus normas se considerarán relativas, cambiantes e interpretables, y la primera en caer entonces será la que obliga a los fieles a obedecer a sus pastores.