Este domingo nos gustaría recomendarles una gran película, ‘Yo confieso’ (Alfred Hitchcock, 1953), que, mediante un entretenido guion, muestra la importancia del secreto de confesión de los sacerdotes. Nos acercaremos a esta película, cómo no, de la mano de nuestro páter cinéfilo.
‘Yo confieso’, de Alfred Hitchcock: Otto Keller trabaja como sacristán en una iglesia de Quebec (Canadá). Una noche asesina a un famoso abogado de la ciudad para quedarse con su dinero y emprender una nueva vida junto a su esposa. De vuelta en la parroquia, decide confesarse con el padre Logan, a quien acusará de haber cometido el homicidio para poder librarse él de la condena.
La película
Cualquier libro sobre cine estaría incompleto si no le dedicase al menos unas páginas al gran maestro del suspense: Alfred Hitchcock (1899-1980). Evidentemente, son muchos los títulos que podríamos traer a colación para honrar su memoria: Psicosis, Los pájaros, Con la muerte en los talones, Vértigo (De entre los muertos)… Pero, en esta ocasión, solo nos interesa Yo confieso, puesto que testifica de primera mano todas sus inquietudes religiosas, especialmente su admiración por el sacerdocio. Aunque hoy se trate de una de sus películas más olvidadas, quizás sea la más personal de toda su carrera. La razón es que fue un proyecto que acarició prácticamente desde niño y al que, por eso, le dio muchas vueltas antes de otorgarle su forma definitiva.
Así es, Hitchcock, que había nacido en el seno de una familia católica de Inglaterra, acudió durante su juventud a un colegio jesuita de Londres. En él, no solo recibió una esmerada educación académica y religiosa, sino que aprendió a admirar a los sacerdotes. El motivo es que recurrió a ellos con bastante frecuencia para confesar sus pecados, puesto que tenía serios problemas de conciencia. A partir de entonces, se dio cuenta de que, mediante el sacramento de la Penitencia, podía hablar libremente acerca de sus faltas… ¡sin que por ello fuese tratado como un monstruo (que era, a fin de cuentas, el concepto que él tenía de sí mismo)! Debido, pues, a esta disociación entre el ámbito público y el privado, de la que solamente los sacerdotes parecían ser capaces, comenzó a considerar a estos como auténticos héroes.
En 1930, Alfred Hitchcock ya era toda una institución en Inglaterra, puesto que había sabido revolucionar la técnica cinematográfica gracias a sus películas (Chantaje fue el primer film sonoro de la historia inglesa). Sin embargo, pensaba que le faltaban ideas adecuadas para superar las expectativas que todo el mundo había vertido sobre él (tras El enemigo de las rubias, fue considerado el mejor director del Reino Unido), por lo que resolvió encontrar el mejor argumento posible para su siguiente proyecto. En esta tesitura, pues, asistió a la representación de Nos deux consciences, del dramaturgo francés Paul Anthelme (1851-1914). Como esta se hacía eco del carácter heroico que él había atribuido a los sacerdotes, puesto que narraba el padecimiento de uno de ellos en orden a preservar el secreto de confesión, juzgó que debía adaptarla a la gran pantalla. Pero, aunque esbozó un primer tratamiento del guion, tuvo que abandonarlo para acometer otros largometrajes.
En 1944, ya en Estados Unidos, el cineasta sería convocado para el rodaje de Las llaves del reino, pero, como estaba enfrascado en el de Náufragos, rechazó la propuesta. Sin embargo, la oferta de grabar un film católico lo devolvió a la idea de adaptar el drama de Anthelme. Por este motivo, contrató a varios guionistas para comenzar la producción cuanto antes; pero, como ninguno de ellos conseguía reflejar el carácter heroico que Hitchcock les atribuía a los sacerdotes, se estancó. De esta manera, el director ordenó la reescritura del libreto una y otra vez durante la friolera de… ¡ocho años! Por suerte, después de este período de tiempo, creyó haber encontrado el texto adecuado. Aunque, por desgracia, los problemas no acabaron aquí.
Comprar aquí el libro ‘100 películas cristianas’
En efecto, después de otorgar su aprobación al guion definitivo, Hitchcock tuvo que enfrentarse a dos grandes dificultades: por un lado, el reparto, y por el otro, las localizaciones. En cuanto al primero, el director había manifestado su intención de contar con James Stewart o Cary Grant, pero, como la productora le impuso a Montgomery Clift (1920-1966), tuvo que lidiar con él (el intérprete era conocido por sus serios problemas con el alcohol, de los que, por desgracia, dio pruebas durante el rodaje). En cuanto al segundo inconveniente, el director se enfrentó a la productora, para que la grabación fuese trasladada a Canadá, pese al coste que ello suponía. La razón era que, a su juicio, era muy difícil ver en Estados Unidos a un cura vistiendo sotana, algo que él consideraba imprescindible para el desarrollo del relato, por lo se negó a proseguir con el film mientras no se cumpliese este requisito. Finalmente, la productora accedió.
Por desgracia, esta loable empresa del director tropezó con la acogida del público, que le dio la espalda. Además, la película fue tildada de “excesivamente religiosa” por algunos sectores, y hasta sufrió la censura de Irlanda y Canadá, donde no vieron con buenos ojos la relación amorosa de los protagonistas (¡y eso que se especifica que es cosa del pasado!). Entre los miembros de la Academia tampoco fue bienvenida, puesto que no le otorgaron ni una sola nominación (a la sazón, se habían rendido a los pies de De aquí a la eternidad). Solo en Cannes parece que se acordaron de ella, puesto que allí fue nominada a la Palma de Oro. Hitchcock mismo tuvo que asumir la crítica y reconocer que no se trataba de su mejor película, pese a las esperanzas que había puesto sobre ella. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, él mismo se retractaría y afirmaría que no solo era su mejor obra, sino la más incomprendida, y culpó de este hecho a los prejuicios protestantes de los norteamericanos[1].
Pero, pese a este desigual recibimiento, la historia del séptimo arte le ha hecho justicia a Yo confieso. Así es, en primer lugar debemos decir que no son pocos los autores que actualmente piensan que la película dio a pie a la etapa dorada de Hitchcock (después de ella, vendrían títulos como Crimen perfecto, La ventana indiscreta, Atrapa a un ladrón… y hasta la célebre teleserie Alfred Hitchcock presenta). Y en segundo lugar, debemos saber que se convirtió en el film de referencia de Françoise Truffaut y la nouvelle vague francesa[2]. A todo esto debemos añadir que hoy son muchos los largometrajes que, para presentar el dilema al que se enfrentan los sacerdotes en el marco de la confesión, recurren a los temas planteados por esta cinta. Tal vez el caso más paradigmático sea Calvary (John Michael McDonagh, 2014).
¿Qué podemos aprender de ella?
La Iglesia establece que la materia de la confesión es competencia exclusiva del penitente en su relación con Dios. Por este motivo, incapacita al confesor para hablar sobre ella, incluso con el penitente mismo, cuya identidad debe ser preservada siempre, aun en el caso extremo que presenta la película. Tanto es así que el Código de Derecho Canónico es extraordinariamente claro al respecto: «El sigilo sacramental es inviolable, por lo que está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo» (c. 983); o bien: «Está terminantemente prohibido al confesor hacer uso, con perjuicio del penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya peligro alguno de revelación» (c. 984 §1).
A lo largo de la historia, ha habido muchos sacerdotes que se han enfrentado a este dilema, puesto que han sido conminados a romper el sigilo sacramental. Quizás el caso más célebre sea el de san Juan Nepomuceno (1340-1393), que, no en balde, se invoca como patrono de los confesores. El motivo es que, habiendo confesado a la esposa del rey de Bohemia, este le exigió que le desvelase sus pecados, algo a lo que él se negó, por lo fue torturado y arrojado al río Moldava.
Pero, en la actualidad, este problema persiste. Un caso muy reciente es el de Australia, donde varios tribunales han exigido que el sigilo sea quebrantado, especialmente en caso de abuso a menores. A pesar de las presiones, no obstante, la Iglesia se ha negado a tolerarlo, pues, como recuerda, el secreto forma parte de la voluntad divina, por lo que no está en su mano el levantarlo. Más aún, en este caso concreto, muchos sacerdotes han espetado que prefieren ir a la cárcel antes que desvelar los pecados de un penitente[3].
[1] Alfred Hitchcock: The Legacy of Victorianism (Paula Marantz Cohen, 1995).
[2] Nouvelle vague (o nueva ola) es la denominación adoptada por un grupo de cinéfilos franceses que, a finales de los años 50, decidieron dar el salto a la gran pantalla. Entre sus fundadores se encontraba el famoso director Françoise Truffaut (Los cuatrocientos golpes, La noche americana, Fahrenheit 451, etcétera).
[3] El País, 14 de agosto de 2017
Ayuda a Infovaticana a seguir informando
Yo confieso de Hitchcock es una gran película ambientada en un país que ya no existe, el Quebec católico arrasado por la primavera del posconcilio. Como la Irlanda católica de El hombre tranquilo, como la Bélgica católica de Historia de una Monja, o como la España católica de tantas grandes películas de nuestra posguerra. Cristiandades desaparecidas de las que no ha quedado piedra sobre piedra, pero queda el testimonio de esas magníficas películas.
Uno de los mejores directores y una de las mejores películas del cine de todos los tiempos.
Y suscribo el certero comentario de Urbel.
Uriel, que valiente es usted de decir lo que es evidente, aunque trágico. Trágico no solo para el catolicismo , sino sobre todo para la humanidad. Allá dónde se pierde el catolicismo sobreviene la barbarie, vaya vestida de etiqueta progre o de taparrabos prehistórico.
Perdón , Urbel.
No se podrían colorear estas películas?
Colorear una película cuyo director quiso rodar en blanco y negro porque quizás se proponía transmitirnos algo (recuerden «La lista de Schlinder», que no es tan vieja), aunque tal vez las más de las veces la «culpa» la tuviera el presupuesto, me parece un sinsentido, por no decir un acto vandálico contra el séptimo arte.