La muerte católica de Napoleón

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Hoy se cumplen 200 años de la muerte del emperador francés en el que algunos vieron al anticristo. Sin embargo, pocos saben su relación con la fe, y cómo murió recibiendo los últimos sacramentos.

(José María Iraburu/InfoCatólica)- Napoleón Bonaparte nació en Ajaccio, la capital de Córcega, en 1769 y murió exilado en la Isla de Santa Elena en 1821. Desde muy niño vivió en Francia, formándose como militar. Ya general, después de notables victorias, fue elegido Primer Cónsul de la república de Francia. En 1804 se auto coronó en París como emperador de los franceses. Según las ideas de la reciente Revolución Francesa, reformó internamente el antiguo Reino, y consiguió con su potentísimo ejército controlar gran parte del centro y del occidente de Europa.

Después de la desastrosa campaña contra Rusia, abdica como emperador y se exila en la isla de Elba, en 1814. Al año siguiente, escapa de ella a Francia y recupera el poder durante unos meses. Pero es definitivamente vencido en Waterloo, lugar de la actual Bélgica, el 18 de junio de 1815, por una gran coalición de seis naciones –Reino Unido, Rusia, Prusia, Suecia, Austria, con algunos estados germánicos. Desterrado a la Isla de Santa Elena, enclave pobre y lejanísimo de soberanía británica, vive sus últimos seis años en condiciones más bien precarias. Muere el 5 de mayo de 1821, hace exactamente 200 años, según parece, de cáncer de estómago, a los 51 años de edad (+Émil Ludwig, Napoleón, Juventud, Barcelona 1957, 18 ed.).

En el texto que sigue vengo a resumir un folleto de 16 páginas, «Napoleón habla de Jesucristo», elaborado por el rector del Seminario de Pamplona para sus seminaristas. Si alguno se interesa por el texto completo, puede pedirlo a [email protected].

Un naturalista incrédulo e ilustrado

Las vidas escritas sobre Napoleón, que fueron y son muchas, han dado normalmente de él la fisonomía de un hombre que en lo religioso era un ilustrado, más bien escéptico, que no iba más allá del deísmo filosófico.

«De niño, se negaba a ir a misa y nunca aceptó para sí mismo ninguna religión revelada. El hombre que, en su propia vida, no admitía la intervención del milagro y atribuía todo resultado feliz a causas puramente humanas, fuera razón, espíritu de organización, audacia, conocimiento de los hombres o imaginación, no podía, lógicamente, aceptar los milagros de la Biblia […]. La idea del juicio final le es más extraña aún. […] Cinco años antes de su muerte, dice que espera morir sin confesar.

«Se expresaba como un perfecto naturalista, un materialista [… El hombre] no es sino un ser más perfecto que los seres o los árboles y que vive mejor… Pero lo mismo unos que otros no somos más que materia… La planta es el primer eslabón de una cadena en la que el hombre es el último.

«¿Qué es la electricidad, el galvanismo, el magnetismo? He aquí donde reside el gran secreto de la Naturaleza. El galvanismo trabaja en silencio. Yo creo que el hombre es el producto de esos fluidos y de la atmósfera, que el cerebro aspira esos fluidos y da la vida, que el alma está compuesta por esos fluidos y que, después de la muerte, regresan al éter, de donde son aspirados por otros cerebros… Lo repito, creo que el hombre nació de la atmósfera calentada por el sol y que al cabo de cierto tiempo esta facultad dejó de producirse».

Este naturalismo, sin embargo, fue haciéndose en él compatible con un cierto deísmo de resonancias estoicas: «Todos los hombres creen en un Dios, porque todo en la Naturaleza atestigua ante sus ojos su existencia. […] Jamás he dudado de Dios, pues, aunque mi razón sea incapaz de comprenderlo, mi intuición me convence de su existencia» (Ludwig 445-447)

Político pragmático en lo religioso

Napoleón «usaba» como político de la religión solamente como de un elemento valioso al servicio de la paz y del recto orden de los pueblos:

«Mi política es gobernar a los hombres como la mayor parte quiere serlo. Ahí está, creo, la manera de reconocer la soberanía del pueblo. Ha sido haciéndome católico como he ganado la guerra de la Vendée, haciéndome musulmán como me he asentado en Egipto, haciéndome ultramontano como he ganado los espíritus en Italia. Si gobernara un pueblo judío, restablecería el templo de Salomón» (Javier Paredes, Pío VII, Diccionario de los Papas y Concilios, Ariel, Barcelona 1998, 407). Él, personalmente, «no ruega al Dios de los Ejércitos en la víspera de las batallas, pero sí impone una presencia religiosa en los actos públicos como garantía suplementaria de orden y sumisión» (Frédéric Masson, Napoléon était-il croyant?, Jadis, París 1910, II).

En el retiro forzado de Santa Elena

Acompañaron a Napoleón en su exilio unas cuarenta personas, entre familiares, oficiales, criados, que en aquellos seis años fue reduciéndose a la mitad. Tres criados se mantuvieron fielmente: el ayuda de cámara Marchand y dos corsos, Cipriani y Santini. También el conde de Montholon y el general Bertrand lo acompañaron hasta el final. A pesar de que el culto católico estaba prohibido en todo el imperio británico, el papa Pío VII consiguió de las autoridades británicas que un sacerdote católico asistiera a aquel exilado que, por cierto, cuando era emperador, desterró de Roma en 1799 al Papa Pío VI (Florencia, Parma, Turín, Briançon, y Valence sucesivamente, donde murió). Los sacerdotes corsos Antonio Buonavita y Angelo Paulo Vignali, fueron capellanes de Bonaparte a petición expresa suya (Ludwig 457).

Al parecer, viendo Napoleón morir a Cipriani sin asistencia religiosa católica, ya que solo había un ministro anglicano en la isla, tomó conciencia de que su fallecimiento podría ocurrir en circunstancias semejantes. Y 1818 solicitó a su tío el cardenal Fesch un capellán para Santa Elena. Como ya hemos señalado, fueron enviados con él los sacerdotes Buonavita y Vignali.

Conversión al cristianismo

La gracia de Dios llegó al corazón de Napoleón sirviéndose de muchos factores providenciales: el exilio, la soledad, el sufrimiento, el brusco paso de la gloria a la miseria, las lecturas, las conversaciones con los capellanes y con los oficiales que aún le acompañaban, también con el escéptico general Bertrand, que le reprochaba su «debilidad» religiosa. En realidad, a pesar de su adhesión a la filosofía de la Ilustración, nunca rechazó totalmente la fe cristiana de su bautismo. Exilado en Santa Elena, dijo en una ocasión:

«Sin duda estoy lejos de ser ateo, pero no puedo creer en todo lo que se me enseñe en detrimento de mi razón, so pena de ser un falso y un hipócrita. En tiempos del Imperio [el suyo] y, sobre todo, después de mi boda con María Luisa [de Austria], se me quiso llevar, a la usanza de nuestros reyes, a Notre Dame a comulgar con toda solemnidad. Siempre me opuse totalmente. No creía tanto en ello como para que me pudiera resultar beneficioso, y creía demasiado aún como para exponerme fríamente a un sacrilegio» (Conde de Las Cases, Mémorial de Sainte-Hélèna, Bourdin, París 1842I, 668).

Un escritor converso, Robert-Antoine de Beauterne (1803-1846), ateniéndose a los testimonios de quienes habían permanecido con Napoleón hasta su muerte, publicó en Francia la obra Sentiment de Napoléon sur le christianisme (1840). El texto tuvo un gran éxito, y ya en 1912 se hizo de ella la decimosegunda edición. Ha vuelto a estar de actualidad al editarse recientemente en Francia, y también en Italia, con un prólogo del cardenal Giacomo Biffi. Sin embargo, esta faceta de Napoleón –la más importante de su vida, por supuesto– tiende a ser ignorada, o si se quiere, ocultada, por los medios de comunicación. El propio general Bertrand, en Santa Elena, en sus amistosas discusiones con Napoleón, le aconsejaba resistir a la «tentación» de la fe en Cristo, o al menos a ocultarla. Pero el ex-emperador rechazaba sus argumentos con firmeza.

«Usted, general Bertrand, habla de Confucio, Zoroastro, Júpiter y Mahoma. Y, sin embargo, la diferencia entre ellos y Cristo es que todo lo que tiene que ver con Cristo muestra la naturaleza divina, mientras que todo lo que tiene que ver con todos los demás muestra la naturaleza terrena.

«Conozco a los hombres, y puedo decirles que Jesucristo no es meramente un hombre. Las mentes superficiales ven un parecido entre Cristo y los fundadores de imperios o los dioses de algunas religiones. Éste no es el caso puesto que tal parecido no existe. Entre el cristianismo y cualquier otra filosofía existe una distancia infinita.

«Todo lo referente a Cristo me asombra, su espíritu me anonada, su voluntad me confunde; entre Él y cualquier otro personaje de la historia del mundo no hay un solo término posible de comparación. Ciertamente Alejandro, César, Carlomagno y yo hemos fundado imperios, pero… ¿sobre qué descansan las creaciones de nuestro genio?… Sobre la fuerza. Sin embargo, Jesucristo fundó su imperio sobre el Amor y estoy seguro de que aun en esta misma hora millones de personas (de todas clases sociales y edades; voluntaria y gustosamente) darían su vida hasta la muerte por El en el día de hoy.

«Solamente Cristo ha llegado a tener tal éxito… ante las barreras del tiempo y del espacio, a través del intervalo abismal de mil ochocientos años. Jesucristo solicita lo que la filosofía puede a menudo buscar en vano: el corazón del hombre; e incondicionalmente su demanda es satisfecha sin tardanza. Todo aquel que cree sinceramente en El experimenta ese Amor sobrenatural hacia El. Éste fenómeno es indescriptible, pues está más allá de la comprensión del hombre. El tiempo, que es el gran destructor, no puede (no ha podido, ni podrá) agotar su fuerza ni tampoco poner un límite a su alcance.

«La naturaleza de la existencia de Cristo es misteriosa, debo admitirlo, pero este misterio satisface las necesidades más íntimas del hombre. Por lo tanto, si se le rechaza, el mundo es un enigma inexplicable; peto si se le cree, la historia de la raza humana en el mundo es explicada satisfactoriamente.

«El ciertamente es un ser único, sus ideas y sentimientos, la verdad que anuncia y su manera de convencer no pueden ser explicadas por alguna organización humana, ni por la naturaleza de las cosas. Su mensaje es la revelación de una inteligencia que ciertamente no es la de un hombre mortal, y en ninguna otra parte puede uno hallar (excepto en El) tal ejemplo de vida. Escudriño en vano en la historia para hallar alguien parecido a Jesucristo o algo que se pueda aproximar al Evangelio, pero ni la historia, ni la humanidad, ni las edades, ni la naturaleza me ofrecen algo con lo cual yo pueda compararlo o explicarlo. ¡Aquí todo es extraordinario!» (Beauterne, La muerte de un impío, 164-166).

Y también veía en la Iglesia una realidad que participaba de esa misteriosa condición de su Fundador: «Los pueblos pasan, los tronos se derrumban, pero la Iglesia permanece. Entonces, ¿cuál es la fuerza que mantiene en pie esta Iglesia asaltada por el océano furioso de la cólera y del desprecio del mundo?»  

Muerte cristiana del emperador

Aproximándose su muerte, Napoleón pidió y recibió los sacramentos de manos del sacerdote Vignali –Buonavita había regresado a Córcega–, y a él le pidió celebrar la misa en los días de su agonía, así como las exequias y sufragios para después de su muerte. El conde de Montholon, que permaneció con él hasta el final, dio el siguiente testimonio:

«Sí, el emperador era cristiano. La fe era para él un principio natural y fundamental […] Yo lo he visto, sí, yo he presenciado todo eso, y yo, militar, que, lo confieso, había descuidado mi religión y no la practicaba, me admiraba al principio […]. He visto al emperador religioso, y me he dicho a mí mismo: ha muerto en la religión, en el santo temor de Dios. No se me oculta que me vuelvo viejo, que la muerte me alcanzará también y quisiera morir como murió el emperador» (Beauterne 56-57).

El sepulcro de Les Invalides

Napoleón fue enterrado en 1821 en Santa Elena. En 1840 el rey Luis Felipe ordenó trasladar sus restos a la Capilla Real de Los Inválidos, en París, donde años más tarde, en 1861 se le construyó un gran monumento. El sarcófago, en el centro de una especie de capilla circular, está situado sobre un pedestal de granito verde, es de pórfido rojo, y está rodeado por una gran corona de laurel. Diez bajorrelieves evocan las principales gestas del difunto. En el conjunto del lugar no hay signo cristiano alguno. Se oculta que Napoleón Bonaparte murió en el seno de la Santa Iglesia Católica. Dios, que lo venció con la misericordia de su gracia, lo tenga en su gloria.

Publicado por José María Iraburu en InfoCatólica. Pequeñas adaptaciones por InfoVaticana.

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Comentarios
19 comentarios en “La muerte católica de Napoleón
  1. En una ocasión el emperador francés Napoleón -hoy se cumplen 200 años de su muerte-, estando en lo más alto de su gloria, le dijo furioso al cardenal Ercole Consalvi: “Voy a destruir tu Iglesia”.
    El cardenal católico le contestó: “¡No, no podrá” . Entonces, Napoleón furioso volvió a repetirle: “Voy a destruir tu Iglesia”.
    El cardenal se mantuvo firme y le volvió a contestar: “¡No, no podrás, porque ni siquiera nosotros hemos podido hacerlo! Si miles de ministros infieles y de fieles pecadores no han podido destruirla desde su interior ¿cómo cree usted que lo va a poder hacer desde afuera”.

  2. Teniendo en cuenta todas las atrocidades y saqueos que de los que SOLO EN ESPAÑA -porque falta recordar las matanza de Jafa en Egipto, por ejemplo- es responsable Napoleón me parece que este tipo de presentaciones de su figura es por lo menos una ingenuidad.

    1. “Muero en la fe romana y apostólica en cuyo seno nací, hace más de 50 años”, escribió en su testamento, 20 días antes de morir. Recibió la extremaunción de manos del padre Angel-Paul Vignali. Dios es infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Si su vuelta a la Iglesia y su arrepentimiento fueron sinceros, se salvó. Nadie ha afirmado que esté en el Cielo. Tampoco nadie lo ha negado. Puede estar en el Purgatorio. La parábola de los trabajadores contratados a diferentes horas del día y remunerados por igual al final del día te puede parecer ingenua también.

  3. Acabo de leer que, sólo en los asedios de Zaragoza, murieron 35.000 de sus 50.000 habitantes. ¡Que bonito es arrepentirse después de haber masacrado! Como la Pasionaria. Qué Dios los tenga en su gloria, sí, pero ¡bah!

    1. Parece que Ud. nos quiere decir que arrepentirse después de haber hecho muchas barbaridades y ser perdonado por Dios es faltar a la justicia.El ejemplo de Napoleón y otros muchísimos nos dice que en la balanza de la justicia el platillo de la humanidad estaba muy desfavorablemente inclinado en contra de la humanidad, pero Jesús, Dios y hombre verdadero, inclinó muy a favor de la humanidad la balanza de la justicia con su pasión y muerte en satisfacción de todos nuestros pecados

      1. Ya lo sé, ya lo sé, pero se podría decir de tanto arrepentido lo que decía mi madre: el demonio , harto de carne se metió a moralista.

  4. No lo sabía. Con Napoleón llegaron los «afrancesados», los primeros masones españoles (por ejemplo Goya), cien años después de su nacimiento en Inglaterra, y la masonería francesa (Grande Oriente) fue un eficaz medio para afianzar su imperio en Europa, siempre en competencia con la inglesa, claro, para lo mismo.
    En cuanto a la muerte tras tantos pecados (también Azaña) nos lo deja muy claro Jesucristo, salvando al buen ladrón, Dimas, el primer santo del nuevo testamento, así como la parábola que otro comentarista ha aludido, de los viñadores. Eso significa la misericordia infinita de Dios, y yo también me alegro por cada alma salvada, seguro que al igual que todos los demás, cuando a alguno se le pase el enfado

  5. Si es asi, creo que fue Salvo, porque Jesús dijo a Santa Faustina que: «cualquier pecador que se arrepienda y pida Su Misericordia antes de la muerte, El lo Salvara´».

  6. Napoleón. Sólo le interesaban tres personas en este mundo: «yo, yo y yo». Su ambición desmedida sólo causó veinticinco años de muerte, dolor y miseria a toda Europa. Si había que traicionar a sus aliados, lo hacía sin problema (véase el caso de España). Si para poner en el trono a un pariente había que hacer matar a mil hombres, no tenía empacho alguno. Podía reinar en su país, pero no, nada era suficiente para él. Siempre más muerte, más dolor para todos. Eso es lo que esparció por doquier. Volvió a la religión que había abandonado poco antes de morir. ¿Conversión sincera?, eso sólo lo sabe Dios.

  7. No es ni mucho menos el único caso de perseguidores fanáticos de Cristo que, viendo la inminencia del Juicio Particular, se reconcilia con Cristo. Manuel Azaña, otro furibundo perseguidor de la Iglesia, también abrazó a Cristo en la Cruz antes de morir.

    1. jose, lo significa todo, si se reciben con conocimiento cabal de las verdades de la Fe. Todos sus pecados, sean cuales fueren, le quedan perdonados. Cristo es así, a quien quiere abrazarle nunca se lo niega.

      1. Se convirtió -esperemos que así fuera- cuando ya no podía hacer más mal. Si lo hubiera hecho en el poder se le podría presentar como referente de algo. Pero no fue así y mientras pudo no hizo sino llevar guerra y más guerra a todas partes. Ese artículo de Iraburu es más ingenuo que otra cosa.

  8. Existe la tentación horrible de entristecerse por las señales de posible salvación que alguien perverso pueda dar.
    Si Stalin, Mao o Biden se arrepiente.

  9. Lenin, Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro y todos los dictadores comunistas murieron sin arrepentirse ni confesarse. Napoleón, si se arrepintió. Aunque quizá tenga que hacer terrible reparación en el purgatorio, sería falta de fe en Cristo y en la revelación Divina el afirmar que se condenó.

  10. Está en el Evangelio; una buena muerte arregla una mala vida.
    Jesús nos dijo que Dios tiene un corazón humano; y ¿qué cosa más humana que perdonar; si es que se pide perdón?

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