Una parroquia en Francia en el punto de mira de los medios, las autoridades civiles y sus pastores por no imponer estrictamente las mascarillas entre su congregación.
Todo empezó con algún feligrés que se quejó a Le Parisien de que en su parroquia no se observaban estrictamente las medidas de “distanciamiento social” contra la pandemia. Luego hubo más de este cariz: que si un sacerdote había tocado la frente de un recién nacido al bautizarle, que si un sacerdote no llevaba puesta la mascarilla durante la Consagración.
Las autoridades actuaron inmediatamente, manteniendo detenidos a dos sacerdotes, acusados de poner en peligro las vidas de sus feligreses. Y el asunto llegó al arzobispo de París, Michel Aupetit, quien, lejos de defender a sus sacerdotes del acoso de las autoridades seculares y denunciar la discriminación que sufren los lugares de culto, se unió al César en el ataque contra ellos, anunciando la apertura de un procedimiento canónico contra uno de estos, el párroco de la iglesia de Sainte-Eugène-Sainte-Cécile.
“Si este flagrante desprecio a mis instrucciones continúa, no tendré más remedio que cerrar la iglesia y prohibir cualquier celebración», tronó el arzobispo en una carta a los fieles de la parroquia tradicionalista, deplorando el «grave escándalo que perjudica a toda la Iglesia católica en Francia» por las actitudes demostradas en el templo.
Los delitos que despertaron la cólera de Aupetit fueron los siguientes: «Muchos fieles y clérigos no llevan mascarillas durante las celebraciones; las comuniones se daban en la lengua sin ninguna precaución; el sacerdote no llevaba mascarilla y no se desinfectaba los dedos después de cada comunión: los clérigos presentes en el coro no llevan máscaras ni están distanciados; no se condena a una de cada dos filas o a la separación de dos asientos vacíos entre las filas de los fieles».
Menos mal que aún quedan pastores centrados en lo importante.
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