Habrá leído mil veces por todas partes la consigna de que “hay que detener el Cambio Climático”, aunque no sé si se ha parado a pensar en la absurda arrogancia que encierra la expresión y que deja pequeño el proyecto de la Torre de Babel.
No se puede detener el cambio climático, punto. El planeta no ha tenido siempre las temperaturas medias que ha experimentado en las últimas décadas, y ni siquiera me estoy refiriendo a eras geológicas. Basta tener un pasable interés por la historia -no digamos, por la paleontología o la geología- para saber que la tierra ha experimentado, incluso en el brevísimo periodo que en su existencia supone la crónica de la humanidad, bruscos e intensos cambios en el clima, algunos con transcendentales efectos en nuestro devenir.
Por citar solo unos pocos, las grandes invasiones bárbaras que condujeron decisivamente a la caída del Imperio Romano coincidieron con un descenso de las temperaturas general que llevó a que el Rin se congelase y permitiese a las tribus cruzarlo a pie. Se cita a menudo el Óptimo Medieval, que llevó a una era de prosperidad y abundantes cosechas, cuando se hacía vino en Inglaterra y se poblaban granjas en Groenlandia; o la Pequeña Glaciación, que llevó a hambrunas y contribuyó a agravar la Peste Negra, y que duró hasta el Siglo XIX. Y hay muchísimos más, debidamente registrados en las crónicas. Y difícilmente podían deberse a la descontrolada actividad industrial humana.
Porque la idea de que, de alguna manera, el clima de hoy es el perfecto, el ideal, y de que tenemos que hacer lo que sea necesario para mantener el termostato en las actuales temperaturas medias no solo es absurda, sino también inútil y potencialmente destructiva. Pasa con esto un poco lo que pasa con las extinciones de seres vivos, un fenómeno necesario e incesante (antes de la llegada a la escena del Homo sapiens sapiens, la naturaleza se había encargado de extinguir más del 90% de las especies que han existido).
Pretender que el planeta permanezca estático es una locura, y una locura, por lo demás, totalmente antiecológica, salvo que la ecología consista en hacer del planeta un museo o un zoo. Lo natural es el cambio, por demás inevitable, y muy especialmente en lo que concierne al clima del planeta. De hecho, toda la historia de la humanidad se lleva desarrollando en un periodo interglacial, es decir, entre dos grandes glaciaciones, a la siguiente de las cuales estamos abocados indefectiblemente.
Sí puede tener sentido, en cambio, dedicar recursos a detectar indicios reales de un cambio climático (el que toca, no el que provocamos) y a prepararnos para él. Pero para eso necesitamos, precisamente, recursos, una humanidad tan próspera como sea posible. Es decir, exactamente lo contrario de los planes de los iluminados que deciden nuestros destinos.
Por qué el Vicario de Cristo se mete en estos berenjenales que no son en absoluto de su incumbencia, sobre los que no tiene ni la competencia ni los medios ni el conocimiento para aportar al debate o a las soluciones, cuando pesa sobre sus hombros una misión tan clara y urgente, es algo que se me escapa.
Acaba de decir que “el tiempo se acaba” para evitar el cambio climático. No, Santidad, con todo el respeto. Llevamos tantos años oyendo eso de que “el tiempo se acaba” que, de hecho, según las profecías de muchos de los santones de este nuevo milenarismo hace tiempo que se acabó. Quizá estamos, en efecto, entrando en una de esas grandes fases climáticas que ya hemos vivido antes; o quizá no, no lo sé. Y los ‘expertos’ se han revelado bastante ineficaces para predecir el futuro. Lo que sí sé es que el clima va a seguir cambiando, aunque cerremos todas las fábricas y plantas energéticas de la tierra y todos los coches sean eléctricos. Y también sé que una Iglesia al borde del cisma, en caída libre y plagada de confusión necesita como nunca la palabra clara de quien el propio Cristo encargó el depósito de nuestra fe.
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