Por qué hay un solo papa

Papa izquierda El Papa Francisco de espaldas.
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(Cardenal Müller/First Things)- Cuando el papa Benedicto XVI dejó el ministerio petrino el 28 de febrero de 2013 y Francisco fue elegido papa el 13 de marzo de ese mismo año, se creó una situación totalmente nueva, no conocida hasta entonces en la historia del papado y de la Iglesia. Seguimos careciendo de formas dogmáticamente adecuadas para entenderla y expresarla. Por un lado, hay que evitar la idea herética de un doble liderazgo (como cuando se habla de «dos papas») y, por el otro, hay que reconocer el hecho de que, según el lenguaje actual, existe un papa «emérito», un obispo de Roma que ya no ocupa el cargo petrino. El problema es que el obispo de Roma, como sucesor de Pedro, constituye el principio de unidad que solo puede ser realizado por una persona. En realidad, solo puede haber un papa, lo que significa que las distinciones terminológicas entre un papa «actual» y uno «retirado», o entre un titular activo de la primacía romana y un participante pasivo en ella, no ayudan.

Es popular señalar el hecho de que los obispos diocesanos pueden retirarse; pero esto es pasar por alto el carácter único del obispo romano, que personalmente es el sucesor de Pedro y, como tal, constituye la roca sobre la que Jesús construye su Iglesia. No es solo, como los demás obispos, el sucesor de los apóstoles en el colegio de todos los obispos. El papa es específica e individualmente el sucesor del apóstol Pedro, mientras que los demás obispos no son sucesores de un solo apóstol, sino de los apóstoles en general.

Por lo tanto, la «jubilación» extraordinaria del obispo de Roma que, «como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles» (Lumen gentium, 23), no debe compararse con la llamada jubilación de otros obispos, ni normalizarse como el derecho moral a «jubilarse» después de una larga vida laboral. Por el contrario, debemos afrontar los retos que la existencia de un papa emeritus plantea a la forma de entender la sacramentalidad de la Iglesia y el primado sagrado de Pedro. Esto requiere encontrar una forma teológica de entender la situación excepcional actual.

El obispo de Roma es el sucesor de Pedro solo mientras viva y no renuncie voluntariamente. Las funciones episcopales de enseñar, gobernar y santificar están esencialmente incluidas en el sacramento de la ordenación, mientras que el papa legítimo posee el carisma de la infalibilidad ex cathedra in rebus fidei vel morum y la primacía de jurisdicción solo mientras esté en el cargo. Con la renuncia voluntaria al cargo, caducan todas las prerrogativas papales y la autoridad petrina. Era prematuro pensar que, si puede haber un obispo jubilado de Nueva York o de Sydney, también sería posible un papa «jubilado». El título de «papa» es solo la forma habitual de designar las prerrogativas del obispo de Roma como sucesor de Pedro. Pero todo obispo de Roma es sucesor de Pedro solo mientras ocupe la silla de San Pedro. No es el sucesor de sus predecesores y, por lo tanto, nunca puede haber dos obispos romanos, papas y sucesores de Pedro, al mismo tiempo.

Debido a las numerosas imágenes, tanto en los medios de comunicación laicos como en los católicos, de «dos papas», uno al lado del otro, se ha hecho en cierto modo inevitable comparar los pontificados de dos personas vivas. No podemos pasar por alto el hecho de que en una época de pensamiento secular y de medios de comunicación de masas, las consideraciones políticas e ideológicas contaminan los juicios teológicos, que son consideraciones a la luz de la fe en la misión sobrenatural de la Iglesia. En casos extremos -y según los intereses imperantes-, los principios de la teología católica se adscriben sospechosamente a la ideología «conservadora» o «progresista». Se abusa de las opiniones positivas o críticas sobre un pontificado y se instrumentalizan a costa del otro.

Son una miríada los ejemplos de este antagonismo perjudicial entre los pontificados de dos actores vivos de la historia contemporánea. Cada día aparecen en los comentarios de los periódicos y en los blogs y páginas web. Pero en realidad, el pueblo de Dios tiene un interés espiritual y teológico en lo que une a Benedicto XVI y al papa Francisco en su cuidado de la Iglesia de Cristo, no en lo que distingue el estilo personal del papa emérito y del papa actual.

Lo que está en en juego es la dignidad del ministerio petrino. Esto debemos tenerlo en cuenta a la hora de definir el lugar de Benedicto XVI en la Iglesia. Cosas como la sotana blanca o su práctica de dar la bendición apostólica no son centrales aquí. El cargo de obispo de Roma, por ser el sucesor de Pedro, no puede separarse del ministerio petrino, que se refiere a la primacía de la enseñanza y la jurisdicción. La propuesta de que un antiguo papa vuelva al Colegio Cardenalicio no resuelve el problema fundamental, que es el de la relación entre el oficio de obispo romano y las prerrogativas petrinas. ¿Con qué iglesia local está relacionada la dignidad episcopal del ex papa (como obispo diocesano o titular), si no es la Iglesia romana? Tal vez podríamos imaginarlo como obispo de Ostia, en la vecindad inmediata de Roma, sin asumir activamente el gobierno de esa diócesis y sin participar como cardenal en cónclaves o consistorios.

La descripción de la relación entre el anterior y el actual papa no puede depender de las simpatías personales. Es una cuestión objetiva sobre el oficio instituido por Cristo. Como editor de las obras completas de Joseph Ratzinger, sé lo suficiente para honrar su genio teológico. Y habiendo pasado mucho tiempo en América Latina, valoro profundamente el incansable trabajo del papa Francisco en favor de los pobres del mundo. Siempre he interpretado las frases ambiguas de Amoris laetitia y Fratelli tutti con lealtad y en continuidad con el magisterio de la Iglesia, incluso si las personas que realizan juegos tácticos en la política de la Iglesia rechazan esa continuidad. Los obispos y, especialmente, los cardenales romanos, tenemos que defender públicamente «la verdad del evangelio» (Gal 2,14): esto es mucho más que un acto de corrección fraterna, que todos necesitamos mientras seamos peregrinos en esta tierra.

Con referencia a san Agustín, santo Tomás lo explica así: «De ahí que Pablo, que era súbdito de Pedro, le reprendiera en público, a causa del peligro inminente de escándalo sobre la fe» (Suma teológica II-II q. 33 a. 4 ad 2). Análogamente, los cardenales sirven hoy al papado con argumentos sólidos más que con panegíricos endebles. En La Divina Comedia, Dante relega a los aduladores al octavo círculo del infierno, pero (en el espíritu del humor cristiano) no quiero hacer esa referencia sin señalar la omnipotente misericordia de Dios.

Para la Iglesia en el mundo actual, es indispensable una reflexión seria y profunda «sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice» (Lumen gentium, 18). Esto es absolutamente cierto: Cristo, fundamento vivo y el fundador siempre presente de la Iglesia, hizo del pescador galileo Simón el primero de sus apóstoles, no para ofrecerle una plataforma de realización personal, ni para dar empleo a una corte, sino para hacer de él un «Siervo de los Siervos de Dios» que se entrega totalmente. Así es como el papa san Gregorio Magno (+604) describió el papel único del papa romano.

Desde un punto de vista dogmático, es muy cuestionable clasificar las propiedades fundamentales del ministerio petrino como «títulos históricos», como aparece en las últimas ediciones del Anuario Pontificio. La humildad es una virtud personal que todo ministro de Cristo debe cultivar. Pero no justifica relativizar de algún modo la autoridad que Cristo dio a sus apóstoles y a sus sucesores para la salvación de los hombres y la edificación de su Iglesia. El cristianismo está enraizado en la realización histórica de la salvación; de lo contrario, las realidades históricas no serían más que una especie de ropaje con el que se viste un mito intemporal. Cristo es el Hijo consustancial en la unidad trinitaria de Dios, y se necesitaron mucho tiempo y grandes controversias sobre la verdad concerniente al misterio de Cristo para que la terminología cristológica se desarrollara. De forma análoga, los términos «sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia» (Lumen gentium, 18) expresan la verdad interna sobre el primado romano, aunque estos títulos se aplicaran al papa romano solo con el paso del tiempo.

No cabe duda de que, según la voluntad de Cristo, el obispo de Roma es el sucesor de Pedro. Con la autoridad de Cristo, ejerce el poder de las llaves sobre toda la Iglesia que le ha sido confiada (cf. Mt 16,18). Mediante el martirio de la sangre y el martirio incruento, es decir, el testimonio de la «enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), Pedro, junto con Pablo, ha entregado a la Iglesia de Roma su perdurable ministerio de unidad a todos los fieles, estableciendo de una vez por todas la Cathedra Petri en esa ciudad (cf. Ireneo de Lyon, Contra las herejías III 3, 3). El fundamento y el corazón del ministerio de Pedro es su confesión de Cristo, «para que el episcopado mismo sea uno e indiviso». Por esta razón, Jesús «puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión» (Lumen gentium, 18).

Pedro no es el centro de la Iglesia ni el punto central del ser cristiano (la gracia santificante y el ser hijo de Dios lo son). Él, como sus sucesores en la sede de la Iglesia de Roma, fue el primer testigo del verdadero fundamento y principio singular de nuestra salvación: Jesucristo, el Verbo encarnado de Dios Padre. «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Cristo Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tim 2,5).

«La Iglesia del Dios vivo», bajo la dirección del papa, es testigo e intermediaria de la autocomunicación irrevocable de Dios como verdad y vida para todos los seres humanos. La Iglesia no puede someterse a los objetivos de un nuevo orden mundial religioso-moral o económico-ecológico hecho por el hombre, aunque los «líderes y guardianes» de tal orden reconozcan al papa como su guía honorario. Esta fue, de hecho, la pesadilla apocalíptica del filósofo ruso Vladimir Soloviev (1853-1900) en su Historia del Anticristo (1899). El verdadero papa, como vicario del Señor crucificado y resucitado, mantiene la confesión del reino de Dios: «Nuestro único Señor es Jesucristo, el Hijo de Dios vivo».

Un llamamiento a la fraternidad universal sin Jesucristo, el único y verdadero redentor de la humanidad, nos llevaría a una tierra de nadie sin una teología de la revelación. Una orientación sólida requiere al papa como cabeza de todo el episcopado que une a todos los creyentes una y otra vez en la confesión explícita de Pedro a Cristo «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Por lo tanto, la Iglesia del Dios trino no es, en modo alguno, una comunidad de personas que se adhieren a una expresión histórica de una religión humana universal.

La Iglesia católica, «gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él» (Lumen gentium, 8), es la «casa de Dios» y se erige como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3,15). Esta es la verdad de la fe: Cristo Jesús «fue manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, mostrado a los ángeles, proclamado en las naciones, creído en el mundo, recibido en la gloria» (1 Tm 3,16).

Dice el Concilio Vaticano II: porque «Cristo es la luz de las naciones», tenemos como verdad revelada que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). En consecuencia, hay que rechazar el pluralismo religioso y el relativismo. «Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella» (Lumen gentium, 14).

En el diálogo interreligioso con el islam, debemos profesar abiertamente que Jesús no es «uno de los profetas» (Mt 16,14), «como si» fuera de la doctrina cristiana, en la nada del sentimiento religioso -como les gusta decir a los teólogos de sillón-, «de alguna manera quisiéramos decir básicamente lo mismo». Porque solo Jesús revela con autoridad divina el misterio de Dios: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

Nuestra reflexión sobre el ministerio petrino, es decir, el primado romano, debe girar en torno a este cristocentrismo. Este confiere al ministerio petrino su importancia insustituible para la Iglesia: en su origen, su vida y su misión, su ministerio sirve a Cristo hasta su regreso al final de los tiempos. Es significativo que en los tres grandes párrafos del Nuevo Testamento que hablan del ministerio petrino (Mt 16,18; Lc 22,32; Jn 21,15-17), Jesús siempre le señala a Pedro su debilidad humana y su frágil fe, recordándole su traición y reprendiéndole duramente por haber malinterpretado al Mesías como alguien sin sufrimiento y sin cruz. El Señor le asigna el segundo lugar para que Pedro tenga que seguir a Jesús, y nunca al revés. El título de «Vicario de Cristo» -teológicamente entendido- no eleva al papa, sino que lo abate radicalmente y lo humilla ante Dios y los hombres «‘porque tú piensas como los hombres, no como Dios'» (Mt 16,23). Pedro no tiene derecho a adaptar la palabra de Dios a sus propias preferencias y a los gustos de la época, «para no hacer ineficaz la cruz de Cristo» (1 Cor 1,17).

Como discípulos de Cristo, estamos expuestos a las tentaciones de Satanás, que quiere confundirnos sobre nuestra fe en Cristo, el Hijo del Dios vivo, que «es de verdad el Salvador del mundo» (Jn 4,42). Por eso, Jesús le dice a Pedro y a todos sus sucesores en la cátedra romana: «Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague (ut non deficiat fides tua). Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos (et tu conversus confirma fratres tuos)» (Lc 22,32). Todos los cristianos gozan de la gracia sustentadora de Cristo, incluido el «papa emérito». Pero esta oración de apoyo divino se ofrece al hombre sentado en la silla de San Pedro, del que solo puede haber uno.

Este ensayo es una versión abreviada de un texto publicado originariamente en VATICAN Magazin. Traducido del alemán por mons. Hans Feichtinger.

Publicado por el Cardenal Gerhard Müller en First Things.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.