El fantasma del arrianismo en la Iglesia actual

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(Dwight Longenecker)- Las herejías son como las malas hierbas. Vuelven una y otra vez. La cuestión es que vuelven bajo diferentes formas. En el siglo IV, el arrianismo formaba parte del gran debate sobre la divinidad de Cristo y, por lo tanto, sobre la definición de la Santísima Trinidad.

En el curso que estoy impartiendo en el Avila Institute sobre Cómo San Benito cambió el mundo, dedicamos parte de la primera sesión del lunes por la noche a discutir la herejía del arrianismo. La herejía comenzó con la enseñanza de Arrio a mediados del siglo III y se extendió por todo el Imperio. Los misioneros de la parte oriental del imperio fueron al norte y las tribus germánicas se convirtieron al arrianismo. En nuestra discusión sobre san Benito señalamos cómo, cuando él era un joven que estudiaba en Roma alrededor del año 500, Italia estaba gobernada por el rey godo Teodorico el Grande, que era arriano.

El arrianismo se convirtió no sólo en un problema teológico, sino en un gran cisma. Los arrianos tenían sus propias iglesias, sus propios obispos y sus propios poderes temporales, como Teodorico, que los apoyaban. El núcleo del arrianismo era la negación de la cristología nicena. En pocas palabras, creían que Jesús era el «Hijo de Dios» pero no era la segunda persona de la santa e indivisa Trinidad que tomó carne humana. Era, en cambio, un ser creado, un semidiós y, por lo tanto, subordinado a Dios Padre.

San Atanasio, que se destacó en la lucha contra el arrianismo, señaló que los arrianos eran teólogos sutiles. Utilizaban un lenguaje ambiguo y hablaban en términos vagos. Estaban más interesados en la pastoral que en el dogma. También eran, en su mayoría, los más educados y provenían de las clases dirigentes. El arrianismo era una forma de cristianismo mucho más creíble. Jesús, como creación subordinada al Padre, era más aceptable intelectualmente que la doctrina de la Encarnación, que provocaba dificultades intelectuales vinculadas a la doctrina de la Trinidad.

Hoy en día el arrianismo adopta una forma diferente y llega a nosotros bajo la apariencia de humanismo. Por «humanismo» me refiero a ese sistema de creencias que toma al hombre como medida de todas las cosas. Este humanismo es un conglomerado de diferentes creencias modernistas, pero el resumen de todo ello es el materialismo: que este mundo físico es todo lo que hay, la historia humana es todo lo que importa y el avance de la raza humana en esta esfera física es lo único por lo que hay que luchar.

El arrianismo es hoy una interpretación del cristianismo según esta filosofía materialista y humanista. Claramente, Jesucristo como el Hijo Divino de Dios y la segunda persona coeterna de la Santa Trinidad no encaja en esta visión. En cambio se nos propone a un Jesús que es un maestro bueno, un rabino sabio, un bello ejemplo, un mártir por una causa noble. A lo sumo es un ser humano que está “tan realizado y auto actualizado que se ha «divinizado»”. Dicho de otro modo, “Jesús es un ser humano tan completo que nos revela la imagen divina en la que todos fuimos creados, y por tanto nos muestra cómo es Dios”. Podemos encontrar un sentido en esta «divinización» que le ocurrió a Jesús como resultado de las gracias que recibió de Dios, la vida que llevó y los sufrimientos que padeció.

Este cristianismo diluido es nuestra forma moderna de arrianismo. El contexto cultural de la herejía y su expresión es diferente, pero la esencia de la herejía es la misma de siempre: «Jesucristo es un ser creado. Su ‘divinidad’ es algo que se desarrolló o fue añadido a su humanidad por Dios».

La diferencia entre Arrio y los herejes modernos es que Arrio era explícito en su enseñanza. Los herejes modernos no lo son. Habitan nuestros seminarios, nuestros monasterios, nuestras rectorías y presbiterios. Son el clero modernista que domina las principales denominaciones protestantes y que son demasiado numerosos también dentro de la Iglesia Católica. No son una secta o denominación separada. Por el contrario, infestan la verdadera iglesia como un horrible parásito.

Muchos de ellos ni siquiera saben que son herejes. Han sido mal catequizados desde el principio. Sus creencias sobre Jesucristo han quedado difusas y desenfocadas. Mantienen sus creencias en una bruma sentimental en la que sienten vagamente que lo que creen es «cristiano», pero no quieren precisarlo demasiado. Esto se debe a que se les ha enseñado que el dogma es «divisivo». Mantienen deliberadamente la vaguedad de sus creencias y se centran en las «preocupaciones pastorales» para evitar las cuestiones difíciles. Se les ha enseñado que el dogma forma parte de una época anterior de la Iglesia y que hemos madurado y dejado atrás ese tipo de cuestiones puntillosas.

No obstante, se sienten totalmente cómodos recitando el Credo Niceno cada semana y celebrando la Natividad del Hijo de Dios y el gran Triduo Pascual, utilizando todas las palabras del cristianismo niceno tradicional, mientras reinterpretan esas palabras de una manera que complacería a Arrio. Así que cuando hablan de Jesucristo el Divino Hijo de Dios realmente quieren decir lo que escribí arriba: «Que de alguna hermosa manera fue un ser humano tan perfecto que nos revela cómo es Dios».

La Virgen María se convierte entonces en «una chica judía, buena y pura, que afrontó su embarazo no planificado con gran valor y fe.» La crucifixión se convierte en «la trágica muerte de un joven y valiente luchador por la paz y la justicia». La resurrección significa que, «de alguna manera misteriosa, al seguir sus enseñanzas, los discípulos de Jesús siguieron creyendo que estaba vivo en sus corazones y en la historia».

Ahora bien, lo que realmente me interesa es que estos arrianos actuales (y estoy seguro de que lo mismo podría decirse de la versión del siglo IV) no son malvados ni unos repulsivos pecadores. Son gente agradable. Son personas educadas. Son gente bien acomodada. Son personas bien conectadas. Son “cristianos” respetables. ¡Diablos!, si incluso los emperadores fueron arrianos en su día. Son la gente que está en la cima de la jerarquía socioeconómica. Además, su versión arriana de la fe parece mucho más razonable y sensata y creíble que la ortodoxia intelectualmente escandalosa de Atanasio, Basilio y Gregorio, y de la Iglesia a través de los tiempos.

Pero yo reconozco a estos herejes por lo que son: lobos con piel de oveja. Pueden presentarse como cristianos agradables, respetables, devotos y sinceros. Está bien. Pero son herejes. Son mentirosos, y los que más se creen sus mentiras son ellos mismos. Si se salen con la suya, y si sus sutiles herejías prevalecieran, destruirían la fe.

Yo quiero mantener la fe de Nicea con Atanasio, Basilio y Gregorio y con los santos y mártires a lo largo de los tiempos. No me importa nada que el mundo piense que esta fe es «antigua» o «pintoresca» o «lamentablemente rígida» o «demasiado dogmática» o «inaccesible para los cristianos modernos». Probablemente los arrianos también esgrimieron todos esos argumentos.

Yo afirmo el Credo de Nicea y no me importa decir «consustancial con el Padre» y me aferro a la claridad y sencillez de las palabras y no creo que haya que «reinterpretarlas».

Publicado por Dwight Longenecker. Traducido para InfoVaticana por Jorge Soley.