Algunos de nuestros jerarcas hablan de la ley moral en lo que respecta al sexo, el matrimonio y la vida familiar como si fuera una amarga restricción que quizás hay que reconocer, pero también dejar atrás en nombre de la libertad y la caridad cristianas.
Es como si creyeran lo que el mismo Nathanael Hawthorne no creía, es decir, que nuestra sociedad es como la de los puritanos hipócritas que obligaron a Hester Prynne a llevar la A escarlata [el autor hace referencia a la protagonista de la novela La letra escarlata, acusada de adulterio] en el pecho.
Precisamente nosotros somos un grupo rebelde de hedonistas desalmados que transformamos lo que debería ser el odio al pecado en odio hacia las personas que cometen los pocos pecados que todavía reconocemos, o hacia las personas que infringen las «leyes» que hemos inventado para separar las ovejas bien pensantes de las cabras que piensan mal.
Estos jerarcas hacen una interpretación irreal de la ley moral. Son nominalistas y voluntaristas, quizás sin saberlo. Hablan como si Dios hubiera declarado, digamos, que fornicar está mal, pero que no hay nada malo en la naturaleza del acto en sí, y que hay que castigar o destruir a la persona que lo comete y a la sociedad que se encoge de hombros ante ello o, peor aún, lo promueve.
Nada es bueno o malo, dice el escéptico Hamlet de nuestros tiempos, sino que es el pensamiento el que lo convierte en uno u otro: el pensamiento, o la última moda teológica, que hay que comprar a precio de ganga de revistas católicas mejoradas y siempre nuevas, sociedades teológicas católicas y jerarcas católicos. «¡Pero papi!», grita la hija petulante, mostrando una falda que es más aire que tela, «¡Está de moda en Estados Unidos!».
Sin embargo, se supone que los católicos tenemos una visión realista del pecado y la salud moral, así como tenemos una visión realista de la enfermedad y la salud física. El cáncer de pulmón no desaparece mágicamente si lo llamamos resfriado. Las arterias obstruidas no se abren mágicamente si decimos que hemos sido bendecidos con una forma alternativa de circulación. El buen médico demuestra el amor a sus pacientes en su implacable lucha contra el cáncer y las enfermedades cardíacas. El médico miedoso no lo hace.
No estoy hablando de lo que le puede pasar a la persona que fallece sin haberse arrepentido de pecados graves. Me refiero a lo que le sucederá seguramente, tan seguramente como que sangras si te acuchillan. Tampoco es la única víctima. No puedes lastimar a un miembro del cuerpo sin lastimar al resto. Me desconcierta que esos jerarcas amigos del socialismo en política y economía, no lo vean.
Si fuera un santo, podría decir con el salmista que amo la ley del Señor por sí misma y amo meditar sobre ella día y noche. Eso sería como mirar fijamente al sol. Pero puedo decir que amo la ley del Señor por las cosas maravillosas que ilumina. Me gusta por el mundo que hace posible, si lo confesamos como personas y tratamos de llevarlo a cabo lo mejor que podamos.
De nuevo soy obstinadamente realista, con una imaginación encarnada, como creo que la fe y las Escrituras me enseñan. Jesús dice: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos». ¿Qué corazón cristiano no se ilumina al escuchar esas palabras?
Soy tan tonto que confío en que ellos sepan que una vida llena de niños es una vida bendita. Me gustan los niños. Me gusta verlos correr y gritar por las calles y el campo y por el bosque. Quiero que jueguen en mi jardín. Me conmueve su inocencia.
Pero no tenemos ninguna posibilidad, ninguna, de disfrutar de ese mundo lleno de niños a menos que reconozcamos esas leyes buenas que protegen el matrimonio y la vida familiar. Tampoco tenemos ese mundo ahora. Tenemos silencio, campos vacíos y todo tipo de enfermedades ante los ojos de los niños: su imaginación es violada y nunca, en este lado de la tumba, volverán a ser íntegros y puros.
Jesús dice que toda la ley y los profetas pueden ser resumidos en un solo mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». De nuevo soy demasiado realista para concluir inmediatamente que la ley necesita el apoyo de un objetivo de política exterior con respecto a una nación a más diez mil kilómetros.
Puede que sí, puede que no, pero seguramente es necesaria la bondad del vecindario. ¿Dónde voy a aprender a amar a mi prójimo, si no entre los que realmente están cerca de mí? Pero, ¿cómo puedo hacerlo, a menos que haya barrios reales, llenos de personas que se conocen porque se relacionan entre ellas?
¿Y cómo puede ocurrir eso, a menos que el matrimonio sea estable y universal y prolífico, para que conozcamos no solo a las personas que viven cerca de nosotros, sino también a algunos de sus parientes? ¿Dónde está la gente durante la mayor parte del día?
Jesús compara el reino de Dios con una fiesta de bodas, una fiesta como la que fue testigo de su primer milagro; una fiesta como la misteriosa culminación de la Escritura misma. Soy tan tonto como para creer que el hecho de que los matrimonios sean tan tardíos y tan propensos a la disolución es un signo de una sociedad gravemente enferma.
¿Qué pensábamos? La ley moral mantenía alejados a hombres y mujeres de sus peores impulsos. Los protegía de sí mismos y a unos de otros. Eliminada la ley, ¿qué vemos? Nadie sabe realmente qué es un hombre, o una mujer, o que son el uno para el otro. La alegría ha desaparecido. La percepción de la belleza de cada sexo se ha ido. ¿Qué deberíamos esperar?
Jerarcas, no me gusta el mundo gris, impersonal, amargo y pobre de niños que ustedes parecen haber aceptado. Esto no es un anticipo del paraíso.
Publicado por Anthony Esolen en Catholic Education.
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.
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