(Pablo Cervera/Religión en Libertad)- Desde que arrancó la crisis del coronavirus y su secuela de muertes, confinamientos y manipulaciones de toda índole, el escritor Juan Manuel de Prada tomó la pluma y empezó a llevar un diario de la pandemia.
Tomando a los protagonistas de las Cartas del diablo a su sobrino de C.S. Lewis, pero invirtiendo sus papeles, dio a luz unas crónicas que arrojan luz sobre lo acontecido y donde es clave la perspectiva teológica.
Se recogen ahora en un volumen clarificador: Cartas del sobrino a su diablo (Homo Legens).
-¿Emulando a Lewis? ¿Un homenaje al gran literato inglés?
-Un homenaje devoto y explícito desde el mismo título, desde luego. Y en la elección del género epistolar también, y hasta en el número de cartas, treinta y una. Pero debo avisar también que no he pretendido emular a Lewis (cosa que, por otro lado, sería ridículo, pues imitando a los maestros uno siempre lleva las de perder), ni en el estilo ni en las intenciones.
-¿Estamos ante una obra de teología?
Cartas del diablo a su sobrino es, eminentemente, una obra de apologética; y estas Cartas del sobrino a su diablo es una sátira, creo que bastante vitriólica y punzante, de la crisis política, social, económica (pero también religiosa) que la plaga coronavírica ha desatado en España. O tal vez no la haya desatado, sino que simplemente la haya delatado. Ahora bien, todas las cuestiones que en estas cartas se tratan (aunque, desde luego, no intente imitar el estilo ni la intención de aquellas soberbias piezas), como Donoso Cortés, considero que en toda cuestión política va envuelta una cuestión teológica.
Y esta quizá sea la gran originalidad del libro, en este tiempo en el que el ascenso del «termómetro político» ha hecho bajar el «termómetro religioso» hasta temperaturas glaciales: que todas las cuestiones de actualidad son analizadas desde una perspectiva teológica. No olvidamos que el demonio es un gran teólogo, porque conoce a Dios y conoce sus planes de salvación para los hombres. No necesita tener fe en Dios, como tampoco nosotros lo necesitaremos después de muertos. Y utiliza sus conocimientos teológicos para atacar a los españoles, para aprovechar sus debilidades, para enviscarlos de odios y resentimientos.
Actualidad y teología…
El libro, ante todo, es una condena del sistema liberal, y de su hija putilla, doña partitocracia, que ha arruinado y envilecido por completo a los españoles. Creo que a los lectores les sorprenderá el análisis que hace Orugario en estas cartas de todos los problemas de actualidad, profundizando siempre en sus raíces teológicas. Porque se me olvidaba decir que estas cartas las escribe Orugario, el joven diablo bisoño de la obra de Lewis, a su tío Escrutopo, al que por cierto trata con muy poco respecto.
Orugario es el protagonista que quiere destruir España. ¿Cómo lo describe?
Celebro que me haga esa pregunta, porque la gran novedad de estas cartas es, precisamente, la psicología del personaje que escribe las cartas, el demonio Orugario. En la obra maestra de Lewis, Escrutopo era muy sibilino y solapado, porque instruía a su sobrino novato en los métodos que debía emplear para que sus maldades pareciesen, por el contrario, obras bondadosas y altruistas a los ojos de su «paciente» (la víctima cuya alma tenía que ganar; o sea, perder). Pero el Orugario que escribe estas cartas ya no es un novato apocado e inexperto. Por el contrario, aunque todavía jovenzuelo, es un chulángano de la peor ralea, un tipejo procaz, vanidoso y sinvergüenza, que desprecia altaneramente a su tío, al que constantemente llama carcamal, y al que trata sin reverencia alguna, llamándolo «tito», y otras cosas peores, pues con su nombre y con su vínculo familiar hace constantes retruécanos y juegos de palabras, a veces muy osados, incluso soeces.
¿Una «brecha generacional»?
Orugario es un demonio propio de esta época sórdida, en la que se han roto todos los frenos, en los que el mal puede actuar desinhibidamente, sin subterfugios ni disimulos ni coartadas, a plena luz del día. Una época que ha hecho del mal el «bien coyuntural», que se abraza a él sin recato, creyendo que es su bien. De manera que Orugario puede desarrollar estrategias para la perdición de los españoles mucho más vastas y descaradas, utilizando además como «paciente» a todo el pueblo español. Y las puede exhibir sin recato alguno, y presumir de ellas, sabiendo además que una porción muy importante del pueblo español (convertido en «masa cretinizada») las aplaudirá, demandando a sus políticos que las apliquen de inmediato. Así que Orugario no vacila en recurrir a las malignidades más estridentes, sabiendo que nuestra época ha consumado aquella sobrecogedora inversión de la conciencia moral señalada por el profeta Isaías: «¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!».
Más allá de la crónica de una actualidad hiriente se descubre una lectura teológico-filosófica de esa realidad. Por tanto, el relato de lo cotidiano (enfrentamiento izquierdas-derechas, la idolatría de la ciencia, el drama de las residencias de ancianos, la biopolítica, la debacle económica en favor de «plutocracias») no es solo crónica de contingencias. En esta situación la fe parece apagarse… ¿Triunfa el mal?
Indudablemente, las cimas de perversidad que ha alcanzado nuestra época son superiores a las de ninguna otra. Porque se ha entronizado una libertad hegeliana, esa «libertad del querer» —la pura autodeterminación— que promete al hombre actuar según sea su voluntad. Esta libertad de perdición ha convertido a los hombres de nuestro tiempo en amasijos de pulsiones aberrantes, que puedan asesinar a sus hijos gestantes y dejar morir a sus viejos en los modernos morideros llamados residencias, o incluso darles matarile con una inyección, creyendo además que actúan piadosamente. Y una vez que has convertido a los hombres en esclavos de sus pulsiones, puedes hacer con ellos lo que quieras.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, ponerlos al servicio del Dinero (entendido como Mamonna iniquitatis, como ídolo de iniquidad contrapuesto a Dios, tal como lo nombra Cristo en el Evangelio), destruyendo toda forma de vida virtuosa, en todos los planos de la vida.
Así se puede desestructurar su vida moral, pero también arrasar las economías nacionales, como están haciendo los caniches de la plutocracia que nos gobiernan. Chesterton nos anunció que el sexo y la propiedad eran dos ámbitos aparentemente diversos sobre los que actúa el Dinero: los derechos de bragueta (o sea, el antinatalismo en todas sus diversas expresiones, desde la anticoncepción hasta la barra libre penevulvar) y el capitalismo globalista son el anverso y el reverso de la misma moneda, la cara A y la cara B de la destrucción antropológica diseñada por el «padre de la mentira».
Y para que la gente no lo advierta, Orugario los envilece con la calamidad del fanatismo ideológico, que impide a la gente entender que los negociados de izquierdas y derechas concurren en una misma estrategia destructiva. De este modo, enzarzadas en esa demogresca aturdidora, los españoles no entienden la verdadera naturaleza preternatural de lo que está sucediendo ante sus ojos. Pero al diablo siempre se le olvida poner la tapadera en su guiso; quiero decir que Dios siempre se las arregla para abrir una rendija por la que el hombre puede salvar su alma, aun cuando ya parece que está atrapado y perdido.
¿Y cuáles son las rendijas abiertas en este caso?
En este sentido, he querido hacer en el desenlace del libro un homenaje a Reig Pla, el «obispo complutense», a quien Orugario, rabioso, llama «joputérrimo». En la figura del obispo complutense he querido homenajear a los pastores que durante esta plaga coronavírica han acompañado a los fieles, con valor y sensatez, con prudencia y fervor apostólico, desoyendo los llamamientos de Orugario. Esos pastores (en contraste con los dimisionarios, que también se han retratado en estos meses) han demostrado que el mal no triunfa. Yo, sin esos pastores esforzados, habría perdido hace mucho tiempo la fe: pero tuve la suerte de conocer a algunos, como mi párroco y confesor don Rogelio, que se conoce mis pecados desde los catorce años; o mismamente mi cura de cabecera, tan generoso y abnegado, cuyo nombre no mencionaré para que no se lo crea demasiado.
Dice en el prólogo: «Juzgué una ocasión pintipirada para que el mal se quitase la careta y se exhibiese en todo su acongojante esplendor». Más que tratadito apologético creo descubrir que su obra es un «manual» de discernimiento aderezado de humor sutil. Quizá lo que más necesitamos en un mundo confuso y triste. Discernimiento espiritual, discernimiento racional, sentido común aplicado…
En efecto, el experimento de biopolítica que se está desarrollando ante nuestros ojos es analizado en estas cartas desde una óptica humorística, aunque tengo que advertir al lector desprevenido que se trata de un humorismo muy negro (más que sutil, diría yo, pues Orugario no lo es demasiado), que puede incluso ofender a esa «la inmensa parroquia de la moralina y de la ortodoxia infantil», que diría el gran Castellani. Creo que, en efecto, el humor debe reírse también de las cosas graves, o sobre todo de las cosas graves, y ayudarnos a relativizarlas, mostrándonos lo que verdaderamente es importante. El humor desnuda las apariencias y nos confronta con la realidad de las cosas. También con las realidades últimas, que son las que un creyente deben importarle sobre todo. Pues la vida es un juego en el que siempre está en juego nuestra alma. Creo que, de una manera misteriosa, estas cartas son un modesto manual para salvar el alma, en medio de la peste.
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No hay Ogurario que le venga bien a usted… O si…
Para mí el problema no es el dinero. Más bien el problema, es, como se adquiere y como se lo maneja.