Este domingo celebramos -tradicionalmente era el jueves, exigencias del calendario laboral-la solemnidad del Corpus Christi, una de las más importantes del catolicismo, cuya principal finalidad es recordar y celebrar la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, algo que, desgraciadamente, parece estar olvidándose.
Prueba de esto lo pudimos ver en julio del año pasado, cuando publicamos los resultados de una encuesta en Estados Unidos en la que se recogía que, el 50% de los católicos americanos, pensaba que el pan que se da en la comunión es un mero símbolo. Algo que, me temo, no es exclusivo del país americano ya que, posiblemente, si se realizaran encuestas en otros países los resultados obtenidos reflejarían datos semejantes.
Por ello, la solemnidad que celebramos el domingo adquiere mayor importancia. La eucaristía es el mayor regalo que tenemos los católicos. Es, de hecho, el don que nos da Dios para la vida eterna. Lo escucharemos en el evangelio del día: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.
Jesucristo asegura que si comemos su cuerpo tendremos la vida eterna. No parece una cuestión baladí. Si hay algo a lo que debamos dar verdadera importancia es precisamente a esto. Todo lo que se pueda hacer para ayudar a la gente a asumir esta verdad, la presencia real de Cristo en la Hostia, y la comunión de su cuerpo, es poco. Creer que Dios todopoderoso está presente en un trozo de pan, requiere de mucha fe, porque es algo que, comprensiblemente, nos cuesta asumir. Todo lo que favorezca la conciencia del fiel en este tremendo acontecimiento es de suma importancia.
El ser humano necesita de actos y disposiciones exteriores para mover los afectos internos y más en el caso que nos ocupa, porque ante este misterio “se equivocan la vista, el tacto, el gusto”, como decía santo Tomás de Aquino. El recogimiento, el incienso, los ornamentos, la música, la forma de comulgar y, por supuesto, la liturgia, tienen que tender a hacer algo más comprensible lo que realmente está aconteciendo. Ahí radica parte de la importancia de esas formalidades. Evidentemente, también son necesarias para reverenciar y glorificar al Señor.
Ojalá los pastores se esmeren más en estos detalles y así faciliten a los fieles la fe en el sacramento, la comprensión del milagro eucarístico, y no acabemos tratándolo como un mero símbolo, como ya creen la mitad de los católicos estadounidenses.