¿Es la blasfemia un signo de una sociedad sana?

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En su esclarecedor artículo “Laicidad y laicismo”, incluido en Últimas noticias del hombre (y de la mujer), Fabrice Hadjadj sostiene que la laicidad, ese dogma tan propio de nuestro tiempo, es sólo posible por la herencia cristiana. En efecto, no fue sino el cristianismo el primero en diferenciar entre laico y clérigo. El primero, dice Hadjadj, en establecer una división de poderes verdadera. Más tarde Montesquieu se preocupó de secularizarla y, en consecuencia, de desvirtuarla.

No sólo la laicidad es signo del cristianismo; también lo es la blasfemia. Al final y al cabo, ¿quién es más consciente de la existencia de Dios que el blasfemo que lo insulta con rabia? Quizá la posibilidad de blasfemar sea signo de una sociedad sana.

“Desde la perspectiva del blasfemo, se podría decir de otro modo. ¿Qué supone el placer de blasfemar? Por una parte, que la idea de Dios sigue aún lo bastante viva en la sociedad. Si no hay Dios, ¿qué contentamiento habrá en injuriarlo? De esto se queja el marqués de Sade en su Historia de Julieta: “Mi pena más grande es que realmente no exista Dios y verme, así, privado del placer de insultarlo más claramente”. Pero no solo hace falta que Dios exista, al menos en el pensamiento, para que disfrute el blasfemo. Es asimismo necesario que, al blasfemar, no incurramos inmediatamente en la pena de muerte. Así, en una sociedad completamente atea, la blasfemia es imposible; en el Estado Islámico, está prohibida. La única configuración perfecta para el blasfemo es la de una sociedad cristiana. En una sociedad como esa, Dios sigue estando presente; pero, como su mismo Hijo fue condenado por blasfemo por los sumos sacerdotes de su época, se tiene mucho cuidado en no condenar con demasiada celeridad a quien blasfema”.

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