La oración del fariseo

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La respuesta de Carlos Esteban al artículo «Las 20 tácticas mediáticas del fundamentalismo católico«, de Fernando Vidal.

El renovador, puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás católicos: rígidos, prometeicos, semipelagianos; ni aun como estos lacayos de Roger Ailes. Yo reciclo dos veces por semana; discierno, acompaño, dialogo y permanezco en atenta escucha hacia los que piensan exactamente como yo”.

El fariseísmo, como la hipocresía religiosa que encarna, es una tentación eterna pero que, por su propia naturaleza, cambia para adaptarse a lo que en cada momento transmite el prestigio religioso, a la ‘línea del partido’ que marca el poder, que con frecuencia es en unas épocas lo contrario que en la anterior. Es lógico, porque así como cambian los vientos de la ideología, también cambia la materia de las adhesiones incondicionales y el pavoneo de la propia virtud.

Lo curioso es que los más fervorosos entusiastas de la actual ‘revolución’ eclesial intenten tachar de fariseos a quienes muestran razonables reparos, cuando es evidente que, en el ambiente que nos movemos, tienen humanamente todo que perder y nada que ganar. Humanamente, repito, de tejas abajo.

Naturalmente, no estamos los de este lado libres de la lacra del fariseísmo; afirmarlo sería la confirmación. Es una tentación contra la que luchar, porque nos afecta a todos, y por pequeña que sea la propia pecera, es humano desear destacar en ella. Pero es un juego ridículo pretender que, puestos a dejarnos arrastrar por los más bajos motivos, fuéramos a estar con los perdedores evidentes. Si sigo una carrera eclesial, ¿cómo tengo más probabilidades de medrar y llegar a vicario, a obispo, a cardenal, en este pontificado? Si lo mío es el periodismo católico, ¿cómo es más probable que obtenga el favor de mi obispo, de las órdenes, de los anunciantes; que se me ponga al teléfono un curial y que me bailen el agua los medios generalistas? No haré más preguntas, señoría.

Pero lo realmente sorprendente no es que quienes nos atacan pretendan que somos poderosos; que quienes se apuntan al bando ganador finjan ser algo así como la virtuosa resistencia. Ese es un truco ya viejo que, en otro campo, el político, lleva usando la izquierda cultural desde hace décadas.

No, lo asombroso es que no aplican en absoluto lo que predican; no digo en su vida privada, que ignoro y que prefiero pensar intachable, sino en esta misma palestra del debate público. Por volver a la referencia evangélica, “atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; mas ni aun con su dedo las quieren mover”.

Predican ‘misericordias’ mientras atacan de forma inmisericorde a quienes perciben como enemigos; acusan de conspiranoia a quienes ven como protagonistas de una oscura conspiración, no se sabe bien para qué o por qué ni con qué medios, porque todo en ellos es tan vago y ayuno de datos como para asombrarse de que reivindiquen, a un tiempo, el ‘verdadero’ periodismo; hablan de ‘diálogo’ y ‘escucha atenta’, y solo se atienden a sí mismos, y cualquiera que opine distinto es un ‘fundamentalista’ a quien se le niega el pan y la sal, lo que no deja de ser curioso en quienes dicen de nosotros que consideramos “que el respeto es la ideología de los débiles”.

Pero su contradicción más llamativa quizá sea que, mientras ensalzan como su lema la pregunta retórica del Papa, ese “¿quién soy yo para juzgar?”, ellos no solo juzgan lo exterior, sino las motivaciones, que es algo en lo que ni siquiera la Santa Iglesia se atreve a entrar. Ellos no critican solo que se opine esto o aquello, tal acción o tal otra, sino que adivinan, omniscientes, a qué responde cada acción y cada opinión, que nunca es lo que parece. Para ellos, yo, en este artículo, no pienso como expreso, sino que mi opinión es meramente una añagaza en persecución de no sé qué oscuros intereses, porque es imposible que tenga algún reparo viendo cómo lo que ayer era verdad en la doctrina inmutable hoy ya no lo es, y lo que no lo era, hoy sí.

No es siquiera imaginable para esta gente que un católico sencillo se alarme cuando la Iglesia empieza a seguir las modas ideológicas del mundo y sitúa sus consignas en el centro mismo de la práctica cristiana, ni cuando batallas -sí, batallas: lo de ser ‘militantes’ no es una manía de los rígidos, sino el lenguaje cristiano de toda la vida- culturales centrales para el católico se dejan de lado, se omiten, se ignoran, se desprecian. Uno debe seguir la línea del partido en cada momento, con cada ‘nueva administración’, como si la fe que no pasará cuando pasen el cielo y la tierra (algo que va a suceder por mucho que reduzcamos las emisiones de carbono) fuera el argumentario de una secta.