El sínodo, desde dentro

Vatican Media
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Javi es un buen chaval, además de un católico comprometido. Pertenece a un movimiento totalmente alineado con el Papa, y aunque plenamente ortodoxo en su catolicismo, hace tiempo dejó de leer Infovaticana para no enturbiar nuestra amistad. Nos veía como nos ven tantos, innecesariamente alarmistas y exagerados.

Javi está ahora en Roma, siguiendo el sínodo. Y lo que ha visto hasta ahora, pese a su deseo de pensar lo mejor siempre de todo y de todos, le tiene desconcertado, apenado y confuso.

Lo último que quiere en el mundo es parecer un semipelagiano o que se le quede cara de pepinillo en vinagre; no tiene nada que objetar, al contrario, a la misericordia, la escucha, el diálogo, el discernimiento, el acompañamiento. Está ansioso de tender puentes y no levantar muros, y se le llevan los demonios -es un modo de hablar- ante la idea misma de la cultura del descarte.

Pero, ante todo, Javi ama a Cristo y ama a la Iglesia. Y no está viendo mucho de ninguno de los dos.

“Esto no es inculturación, es… otra cosa”, me contaba. “¿Viste la ceremonia esa en los jardines vaticanos? ¿Qué hacían todos esos postrados ante ídolos de la selva, en pleno corazón de la cristiandad, delante del Papa y los cardenales?”.

Pero eso fue solo el principio. Porque Javi esperaba, pese a lo extrañamente despectivo de lo católico que sonaba el Instrumentum laboris, que el sínodo fuera realmente lo que se pretendía: una ocasión para encontrar el mejor medio de llevar el mensaje de salvación a esa región apartada de la tierra y, ya de paso, concienciar a los católicos en el cuidado de la Creación.

No es lo que ve; de hecho, no se parece en nada a lo que ve. Ve a Cristo eclipsado detrás de un nuevo díos que llaman ‘naturaleza’ -hasta la palabra Creación está desapareciendo de los discursos sinodales-, ve a un grupo de indígenas de los que se quiere ‘aprender’ más de lo que se les desea enseñar, ve escenificaciones y mentiras de bulto.

Ha visto llevar en procesión una canoa por una basílica mayor de la Cristiandad como si fuera una talla de María; ha visto una indígena descalza dedicando en plena misa un extraño baile improvisado a la Palabra de Dios. Ha visto mucho Amazonas -Amazonas de atrezzo, Amazonas imaginado e ideal- y muy poco catolicismo.

Ha visto a augustos y ancianos prelados aplaudiendo como escolares al ‘permiso’ dado por el cardenal Baldisseri para asistir sin el traje talar solemne.

Ha visto a una monja declarando en tan sagrada concurrencia que ella y sus hermanas escuchan a los fieles del Amazonas en confesión (“aunque no damos la absolución”), a otra amonestando a los pastores por todo el mal que había hecho la Iglesia a la mujer. Y todos aplaudiendo.

Todo lo que ve, todo lo que mira, le parece una locura, una pesadilla, y tiene que repetirse que es real, que está en el Vaticano, que esto está sucediendo en iglesias consagradas, con asistencia del Papa, obispos y cardenales, que se trata de un sínodo universal. Porque no, no lo parece en absoluto. Es Roma, es la cúpula eclesial la que está siendo ‘inculturada’ por el difuso panteísmo chamánico de una Amazonía de pega, con una falta de resistencia y un entusiasmo tal que se diría que solo esperaban la llamada, el permiso. ¿Cristo? Un nombre, una coletilla final, una coda, si queda espacio en el párrafo o minutos en la intervención.

Pero no es nunca el centro. Es como si Cristo hubiera dejado Roma.

Javi nos llamaba “estridentes”. Después de lo que ha visto, le parecemos tirando a apocados. Está asistiendo a un aquelarre pagano, confiesa asustado.

Me preocupa. Se nos está volviendo semipelagiano.