Plantar un árbol es un hermoso gesto. Es una simbólica apuesta por la vida, incluso tiene ese aspecto de generosidad altruista de un acto cuyo resultado solo se verá a lo largo de los años, que quizá uno no llegue a contemplar y disfrutar. Tomado con seriedad -es decir, no como mero ritual simbólico-, ha convertido una Europa que a principios del siglo pasado había perdido buena parte de su masa arbolada en un bosque nuevo, con una superficie forestal mucho mayor. Como rito, se ha extendido rápidamente por todo el mundo, promovido en parte por la rápida desaparición de los rituales religiosos, y en parte por la ‘fiebre verde’ que nos consume.
Pero eso es el mundo. La Iglesia, la más antigua ya de las instituciones de Occidente, tiene sus propios ritos, ritos consagrados por la sabiduría magisterial y el filtro del tiempo y centrados en traducir todas las ocasiones de celebración en adoración a Dios y recordatorio de nuestro último destino, que es Cristo y la vida eterna con Él.
El Sínodo de la Amazonía, que se abre este domingo, se ha consagrado este viernes, festividad de San Francisco de Asís, en los jardines vaticanos plantando un árbol, una encina de Asís, en una ceremonia en la que han participado indígenas amazónicos ataviados como es costumbre en sus tribus, no para arrodillarse ante Cristo, sino para completar la celebración con sus aspersiones y danzas paganas.
Vatican News, el órgano oficial de información vaticana en la red, hace hincapié en que “el Papa ya plantó un árbol allí mismo el 8 de junio de 2014 con ocasión del encuentro que promovió para la paz en Oriente Medio, que contó con la participación del Patriarca de Constantinopla Bartolomé I y los Presidentes israelí Shimon Peres y palestino Abu Mazen”. Pero esos fueron encuentros civiles, políticos. Y esto es la inauguración de un sínodo de obispos para tratar cuestiones que afectan a la vida de los cristianos en su fe.
En virtud de esa comprensión que exige la misericordia, de esa escucha a la que nos anima siempre Su Santidad, y siguiendo esa ‘parresia’, libertad de expresión y crítica, que siempre ha elogiado, creo que puede entenderse que muchos fieles vean consagrar así un sínodo de la Iglesia y le tiente concluir que esto es otra religión, distinta de la que siempre ha sido.
La iniciativa, cuenta Vatican News, tiene la intención de «enviar un poderoso mensaje al mundo sobre el compromiso de la Iglesia en el cuidado de nuestro hogar común». La ‘casa común’, esa expresión que se ha vuelto ya manida en un tiempo récord, para referirse a nuestro planeta, es desconcertante. Para el católico, el hogar definitivo y eterno, esas moradas preparadas para nosotros, es la Gloria, y nuestra verdadera ‘casa común’, la Iglesia.
San Francisco, cuya figura imita tan fielmente a la de su Maestro que, como Él, ha sufrido mil distorsiones e instrumentalizaciones sesgadas, es, desde que lo decidiera San Juan Pablo II, patrón de la Ecología. Pero traicionaríamos su memoria y su mensaje si entendiéramos su encendido amor por la Creación con algo remotamente parecido al panteísmo pagano de Gaia o la Pachamama, incluso con una especial ‘reverencia’ hacia la tierra y sus criaturas. Francisco hablaba del “hermano sol y la hermana luna”, no del “padre sol” o la “madre tierra”. Ambos, junto a toda la Creación, eran importantes meramente como referencia a su Creador.
Sucede con esto algo similar a lo que se ha querido hacer de su visita, solo y desarmado, al sultán en plena cruzada. Se ha hablado de ‘diálogo’, cuando lo que le pidió Francisco al sultán fue que se bautizara y renunciara a las falsedades de su religión.
La singular ceremonia no ha hecho más que avivar temores mucho más acuciantes sobre lo que viene ahora, sobre un sínodo en el que todo -la motivación, el Instrumentum laboris, los responsables, los participantes, los trabajos preparatorios, las declaraciones previas- parece anunciar cambios en la Iglesia aún más seísmicos y radicales que todo lo que hemos visto en estos seis años vertiginosos.