El jesuita padre James Martin, asesor vaticano en comunicaciones y famoso por su atención exclusiva a los grupos LGTB, ha sido recibido durante media hora por el Santo Padre en audiencia privada con una repercusión muy pública, algo que el propio sacerdote mediático ha aireado con gozo en redes sociales.
Y el encuentro me ha recordado inmediatamente dos cosas, una específica y otra general. La segunda es el recordatorio de que Francisco habla tanto o más con los gestos que con las palabras. La primera es el comentario sobre los peligros del clericalismo vertido en su reunión con jesuitas en Mozambique.
Si recuerdan, Su Santidad identificó el clericalismo con ese cura vestido con negra sotana y sombrero de teja que pertenece más a la ficción que a la realidad y que no recuerdo haberme encontrado en ninguna parroquia de mi ciudad. El ‘rígido’, el que oculta con esa facha serios problemas.
Ahora, si el clericalismo significa algo, si es un verdadero problema para la Iglesia y no un mero ‘flatus vocis’, se refiere al poder indebido del clero sobre los laicos y a un carrerismo indebido de los consagrados que eclipse su misión sacramental y pastoral. Pero la Iglesia es una institución rígidamente jerárquica -sinodalidad o no sinodalidad- en la que los nombramientos y las destituciones, la promoción o el ostracismo, dependen de la voluntad exclusiva del superior, que a su vez depende de otro superior, y así hasta llegar al mismo Papa.
Y aquí está la cuestión. Suponiendo que ese cura joven con sotana y teja exista -en una proporción absolutamente insignificante-, ¿cómo podría ser ‘clerical’ en el sentido que importa? Siendo realistas y conociendo el paño, ¿qué sacerdote podría esperar avanzar en la carrera eclesial de esta guisa? ¿Qué obispo sería tan profesionalmente suicida como para promocionar a un cura tan visiblemente en rebeldía con los mores y usos que hoy se premian y promueven? ¿Qué esperanzas tendría de que le consagrara obispo un Papa que aborrece expresamente su imagen?
Es decir, nuestro cura de teja y sotana, mítico o real, es lo contrario de un clericalista. Al ponerse esos distintivos de su condición pasados de moda, está renunciando implícitamente a toda promoción, a toda ambición clerical. Está gritando un visible ‘Nolo episcopari’ al mundo y a la jerarquía. Puede, ciertamente, ser más rígido que una caña seca, pero no puede ser clericalista. Su vestimenta es una renuncia a trepar en el escalafón.
El padre Martin es más de ‘clergyman’ que de sotana, y aunque es fácil imaginarle con un elegante saturno, no se lo he visto jamás. Pero Martin sabe bien de qué lado se unta su tostada, sin duda alguna; qué enfoque eclesial ayudan en su carrera y qué grupos pueden echarle una mano en el actual ambiente. Él mismo ha proclamado en redes sociales que el Papa en particular y la Curia romana en general se muestran muy favorables a la causa LGTB, como prueban muchos de los nombramientos de Su Santidad. Nadie que tuviera reparo alguno en la homosexualización del clero, que recelara de una presunta ‘red gay’ influyendo indebidamente en la jerarquía eclesiástica promovería a Cupich, Tobin, Farrell, Paglia, Zuppi o Gregory, por citar solo algunos.
Lo que le haya dicho en la audiencia, con la solemnidad de una visita ad limina, es lo de menos. Le ha concedido un honor del que ha privado a cuatro de sus cardenales, dos de los cuales han muerto esperando entrevistarse con él, que han solicitado audiencia en incontables ocasiones a lo largo de los años. Me refiero, naturalmente, a los firmantes de los Dubia.
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