Cisma

Cisma

Hay una enorme paradoja en el corazón mismo de la ‘renovación’ que abandera con entusiasmo el Papa Francisco y que parece tener prisa por culminar, muy especialmente con el inminente Sínodo de la Amazonía: es una renovación vieja.

He dicho ‘vieja’, y no antigua, porque creo que todos tenemos la experiencia de que no hay nada que parezca más apolillado y desfasado que viejo, lo que podríamos llamar ‘antigüedad reciente’, lo que deriva de un entusiasmo que se vendía en su momento como el culmen de la modernidad pero del que ya solo se acuerdan los viejos del lugar. Nadie juzga ‘viejos’ El Quijote o el Miserere de Allegri, pero sí los pantalones de campana o la música ‘pop’ de los sesenta.

Y a eso sabe la renovación anunciada, al Verano del Amor, al delirio postconciliar, a Mayo del 68. Es cierto que los temas concretos son a veces estrictamente actuales, como el Cambio Climático o la inmigración ilegal masiva, pero esa deriva del viejo espíritu de ‘acercamiento al Mundo’ que pretendía el último concilio, llevado a sus últimos extremos y quedando, como es costumbre, rezagada la Iglesia con respecto al siglo, al copiar con entusiasmo una causa ajena.

La paradoja, pues, es que el Papa parece hablar de superar una Iglesia que no existe y de la que, por tanto, es difícil tener ‘nostalgia’, como pretende. Lo advertimos en mil ocasiones, como en el Sínodo de la Juventud, cuando habla de evitar la severidad en la confesión a fieles que han experimentado mucho más a menudo lo contrario, una laxitud a veces lindando con el nihilismo moral.

Habla de ‘los pecados de cintura para abajo’ como si fueran obsesivo tema de homilías, cuando en realidad ha desaparecido virtualmente de ellas. Y repite una y otra vez -se lo hemos oído en este último viaje apostólico, en Mozambique y en el avión- una ‘moda’ presuntamente peligrosísima de ‘sacerdotes rígidos’ que es, en la experiencia corriente del cristiano occidental, dificilísimo de hallar.

Mientras la Iglesia alemana anuncia urbi et orbi que va a revisar por su cuenta -y en un sentido evidentemente ‘progresista’- materias que van desde el celibato eclesiástico hasta la licitud de los anticonceptivos y la fornicación, ¿cómo se puede ver el peligro para la Iglesia en unos supuestos ‘sacerdotes rígidos’ más míticos que reales y que, en cualquier caso, tienen cero influencia en la actualidad? ¿Cuánto cree el Santo Padre que duraría en una parroquia y en buenas relaciones con su obispo un sacerdote que diera visos de ‘rigidez’, en el sentido pontificio?

Si muchos jóvenes católicos se sienten atraídos por la liturgia tradicional, por ejemplo, es evidente que no puede ser por ‘nostalgia’; yo voy para sesenta, y hasta este año nunca había asistido a la misa tradicional en mi vida.

El Papa habla, en fin, como si este último medio siglo no hubiese cambiado nada, como si aún estuviéramos en tiempos del Astete o del Catecismo de Baltimore, cuando los fieles llevan décadas abandonando la Iglesia y las iglesias en manadas precisamente por la universalización de una ‘renovación’ que parecía convertirla en una ONG blanda y dulzona, desprovista de toda visión sobrenatural.

Es, por tanto, adecuado que esta ‘Iglesia nueva’ nos llegue de la mano de prelados que, como Su Santidad, ya no van a cumplir 70 años. O como el teólogo de la Liberación disciplinado por Benedicto XVI que presume de ser coautor de la encíclica ecologista Laudato Si, Leonardo Boff. O el teólogo Paulo Suess, teólogo germano-brasileño e inspirador del esquema del próximo sínodo amazónico.

Suess lleva desde el principio trabajando en la preparación del sínodo. En 2014 se reunió con el Papa en compañía del obispo brasileño de origen austriaco Erwin Kräutler, otro que tampoco cumplirá 70 y que se supone inspirador también de Laudato Si. Ambos son miembros reconocidos de la Teología de la Liberación, y Suess, partidario de los sacerdotes casados y las diaconisas, en su día proclamó que “en mi vida he bautizado a un solo indígena y no tengo la menor intención de hacerlo”.

El Papa ha dicho en la rueda de prensa en vuelo que no teme un cisma, ese cisma que está ya en boca de muchos comentaristas. Es extraño que no tema el cisma un Vicario de Cristo que se muestra tan alarmado por la salud de los océanos, porque a cualquiera se le ocurre que evitar lo primero es lo propio de un Papa católico y preocuparse por lo segundo, bastante menos. Si uno cree que la católica es la única Iglesia fundada por Jesucristo, la idea de que pueda desgajarse de ella un número sustancial de católicos es terrible, y esperemos que improbable.

Pero tengo para mí que sería, además, el cisma más absurdo de la historia, un cisma del que ni siquiera habría ocasión de hablar dentro de solo una década o década y media, por razones meramente biológicas. Porque esta renovación no es tanto una primavera, como un invierno de modas teológicas que creíamos ya relegadas al pasado.

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