San Bartolomé, la basílica de la isla Tiberina

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Desde principios de junio las orillas del Tíber se han llenado de pequeños puestos donde los turistas y algún que otro italiano acuden al caer el sol. La larguísima fila de carpas blancas llega hasta un poco más adelante de la isla Tiberina, donde se encuentra San Bartolomé. Y es que sólo Roma podía tener una basílica en mitad de una isla.

Hace poco escuché que si uno entra por primera vez en una iglesia y reza tres Aves Marías por una intención, esa intención se cumple. Son esas cosas que uno escucha y casi nunca cree, aunque por supuesto lo hice nada más atravesar las puertas de esta basílica menor, por si acaso.

Durante siglos, en la isla Tiberina hubo un templo dedicado a Esculapio (el dios romano de la medicina) y fueron muchos los que visitaron el lugar sagrado para implorar su curación. En el año 998 el emperador alemán Ottone III construyó la iglesia para albergar los restos de dos mártires: San Bartolomé Apóstol, cuyo cuerpo se conserva en el altar mayor, y San Adalberto, obispo de Praga, que fue asesinado en el año 997 mientras evangelizaba a las poblaciones paganas en la frontera norte de la Europa cristiana.

En 1999, como preparación para el Gran Jubileo del 2000, San Juan Pablo II estableció una «Comisión de los Nuevos Mártires» para investigar el martirio cristiano del siglo XX. La comisión trabajó durante dos años en los locales de la Basílica de San Bartolomé, recogiendo unos 12.000 archivos.

Después del Jubileo, San Juan Pablo II quiso que la Basílica se convirtiera en el lugar conmemorativo de los nuevos mártires. La proclamación se celebró solemnemente el 12 de octubre de 2002.

Juan Pablo explicó que los seis altares de la iglesia «recuerdan a los cristianos que cayeron bajo la violencia totalitaria del comunismo, del nazismo, de los asesinados en América, en Asia y Oceanía, en España y México, en África: lo ideal es que volvamos sobre muchos acontecimientos dolorosos del siglo pasado. Muchos han caído en el cumplimiento de la misión evangelizadora de la Iglesia: su sangre se ha mezclado con la de los cristianos autóctonos a los que se había comunicado la fe».

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