‘El Papa nos hace luz de gas’

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Les advierto que esto que les escribo es plagio o glosa a nuestra incisiva Specola, que apunta el asunto del día y, por necesidades del espacio, apenas pasa a mayores: el magnífico discurso de Navidad del Papa da la sensación de que lo ha escrito alguien que no tuviera ninguna responsabilidad sobre la Iglesia.

Si aún no han leído el discurso que el Papa ha dirigido a los cardenales de la Curia con motivo de las fiestas navideñas, háganlo ya. Es magnífico, inspirado, preciso, conmovedor. Cierto que deja fuera del mismo aspectos que nos parecen clave, especialmente la acelerada descristianización y la confusión doctrinal y pastoral que reina en la Iglesia, pero no se puede esperar que en un mensaje navideño se hable de todo.

No, no tenemos crítica alguna que hacer al mensaje, uno de los mejores que le hemos oído. Es, sencillamente, que parece alguien que acaba de llegar, que mira desde fuera el estado de la Iglesia, alguien sin más poder o influencia que sus palabras. Oyéndolo, es difícil reconciliar lo que dice con lo que hace, con lo que ha hecho hasta ahora, como si estuviésemos ante un desdoblamiento de la personalidad.

Pasemos por alto sus lamentos ante las aflicciones que golpean al mundo: los inmigrantes obligados a abandonar sus países de origen y arriesgar sus vidas y hallan la muerte, los que sobreviven pero se encuentran con las puertas cerradas, las personas y niños que mueren cada día por la falta de agua, alimentos y medicinas, la pobreza y miseria, la violencia contra los débiles y contra las mujeres, las guerras, etc. No porque no importen, en absoluto, sino porque nunca ha habido un tiempo sin ellas, y sería muy extraño que un Pontífice -o cualquier persona mínimamente decente- no las lamentara.

Pero cuando, por ejemplo, dice en referencia a los escándalos de los abusos sexuales clericales: “Está claro que, ante estas abominaciones, la Iglesia no se cansará de hacer todo lo necesario para llevar ante la justicia a cualquiera que haya cometido tales crímenes”; si fuera un discurso dado a poco de ser nombrado Papa, si fuera incluso el discurso de Navidad de 2013, no podríamos hacer otra cosa que aplaudir hasta pelarnos las manos.

Sin embargo, su pontificado pronto cumplirá seis años, y esas palabras contrastan con demasiados actos, gestos, palabras y actitudes que las contradicen. Más: “Me gustaría agradecer sinceramente a los trabajadores de los medios que han sido honestos y objetivos y que han tratado de desenmascarar a estos lobos y de dar voz a las víctimas. Incluso si se tratase solo de un caso de abuso ―que ya es una monstruosidad por sí mismo― la Iglesia pide que no se guarde silencio y salga a la luz de forma objetiva, porque el mayor escándalo en esta materia es encubrir la verdad”.

Eso, exactamente eso, es lo que queremos creer. Pero, ¿cómo oírlo y no recordar su negativa a responder a las acusaciones vertidas en el Testimonio Viganò, como si fuese su exclusivo derecho dar a conocer la verdad, un asunto personal de Jorge Bergoglio? ¿Cómo reconciliar esas palabras con la aceptación implícita en el ‘desmentido’ del cardenal Ouellet de que la Curia -y, por tanto, Su Santidad- sabía de las andanzas del cardenal McCarrick y le encargó delicadísimas misiones, en China, entre otras cosas? ¿Tenemos que borrar de la memoria cuando llamó “calumniadores” a las víctimas del padre Karadima en Chile que le advertían que el obispo Barros era cómplice pasivo de sus fechorías?

Y en cuanto al agradecimiento a los medios que destapan casos, ¿puede alguien ignorar, al menos en el enrarecido mundo de la información religiosa, que se ha premiado a los periodistas que callan y excusan, y se ha castigado a los que revelan y denuncian? ¿Vale lo que dice ahora de que “el mayor escándalo en esta materia es encubrir la verdad”, o valían sus diatribas en Santa Marta contra el “Gran Acusador” que “escandalizaba con la verdad”? Si el objetivo prioritario es que se conozca toda la verdad, ¿por qué ese veto extemporáneo y sin precedente a la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, apenas 24 horas antes de su plenaria, a un panel de laicos que investigara las denuncias contra obispos encubridores?

También ha dicho: “Este año, en el mundo turbulento, la barca de la Iglesia ha vivido y vive momentos de dificultad, y ha sido embestida por tormentas y huracanes. Muchos se han dirigido al Maestro, que aparentemente duerme, para preguntarle: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”.

Hablábamos en un artículo precedente del abandono de cientos de iglesias que hay que vender porque ya nadie acude a ellas, pero esto no parece alarmar en absoluto al Santo Padre, que liquidó este problema como un “signo de los tiempos”, nada que ver aquí, no debe “angustiarnos”. ¿Qué debería entonces angustiarnos, el Cambio Climático? ¿Tiene que importarnos más el destino del planeta, llamado en cualquier caso a su destrucción, que el destino de las almas, que son inmortales?

La barca de la Iglesia está hoy ciertamente sacudida por tormentas y huracanes, y muchos de ellos proceden de la confusión doctrinal que el Papa alimenta más que aclara. La comunión a los divorciados vueltos a casar, la comunión a los cónyuges luteranos de fieles católicos, el cambio en el catecismo de doctrinas en sentido contrario al mantenido durante siglos, opiniones en prensa nunca aclaradas sobre los Novísimos o sobre la naturaleza de la homosexualidad, y un sinfín de alarmantes ambigüedades que tienen en jaque a sus exégetas.

De hecho, la barca de la Iglesia se ha aligerado considerablemente desde que tras el Concilio Vaticano II se impuso su “espíritu” de acercamiento al mundo, y con el a las cambiantes modas ideológicas del mundo, y el pontificado de Francisco no ha hecho más que acelerar ese acercamiento hasta el punto de que es difícil, si se eliden referencias religiosas más o menos formularias y obligadas, distinguir muchos de los mensajes que nos llegan desde Roma de un editorial del New York Times.

Ojalá sea cierto todo lo que ha dicho en esta alocución; quiera Dios que, aunque parezca hacernos luz de gas cuando se refiere a problemas que él mismo ha presidido, este discurso se lleve a la práctica en nuestros corazones y en los de los pastores de la Iglesia. Ojalá, en fin, no tengamos que preguntar al Santo Padre: “Santidad, ¿no te importa que perezcamos?”