Por qué el apoyo del Vaticano al Global Compact es un trágico disparate

AFP
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La Santa Sede ‘bendice’ con su adhesión el Pacto Global de la ONU sobre las migraciones, que en la práctica elimina el derecho de los Estados al control de sus fronteras. Tratándose de una materia política y, por tanto, opinable, déjenme decirles que es un disparate.

En la conferencia intergubernamental de Marrakesh, los 164 países representantes han aprobado sin votación el Pacto Global por una Emigración Segura, Ordenada y Regular de la ONU con la asistencia y el apoyo entusiasta del secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, que ha intervenido para anunciar que ya están preparando la manera más eficaz de que las instituciones de la Iglesia y las organizaciones de inspiración católica de todo el mundo colaboren en su aplicación.

Ahora bien, que el Estado Vaticano se apunte a este pacto, que convierte la emigración en un derecho y, por tanto, deja a los Estados impotentes para decidir quién es y quién no es ciudadano del mismo, perdiendo todo control sobre sus fronteras, es levemente desconcertante, pero no muy relevante. Lo relevante es que lo haga en nombre de la Iglesia católica y que pretenda la aquiescencia de los católicos en esta locura. Aquí tienen una diminuta organización «de inspiración católica» que va a oponerse cuanto pueda a la aplicación del grandioso pacto globalista.

Cuando San Francisco, con su puñado de seguidores, fue a Roma a pedir al Papa que reconociese su fraternidad, entregó al Santo Padre una regla que Inocencia III reconoció… modificada. La suavizó, no porque la forma de vida que vivía y proponía San Francisco no fuera santa e irreprochable, sino porque la Iglesia tenía que pensar en que detrás del Poverello y de su docena de seguidores habrían de venir otros que probablemente no fueran igual de santos.

Juan Pablo II llamó a la Iglesia «Maestra de Humanidad», algo que es evidente incluso para un no creyente. La Iglesia no solo custodia el mensaje de Cristo, sino que durante dos mil años ha tenido que vérselas con todos los recovecos del corazón humano, ha tenido que dar respuesta a problemas morales de millones de personas en millones de circunstancias distintas de diferentes tiempos y culturas. Esto le ha hecho eminentemente realista.

Si la Iglesia ha tenido siempre que lamentar mezclarse en política ha sido porque su fin es procurar la santidad de los hombres, y ella sabe que los hombres no son santos y que ni siquiera es posible construir el Reino aquí en la tierra, porque nuestro destino eterno no es este. Esa es una de las razones por las que condena utopías como el comunismo: podría ser maravilloso que no existiera propiedad privada y todos usáramos aquello que vamos a necesitar en plena armonía. Pero eso es ajeno a la naturaleza humana, y tratar de imponerlo solo trae -solo ha traído, históricamente- represión, opresión y miseria en niveles espantosos.

Y eso es lo que nos parece el Pacto Global, la desaparición en la práctica de las fronteras y la conversión de la emigración en un ‘derecho’ incuestionable: una utopía cuya aplicación práctica promete ser catastrófica.

¿Saben cuántas personas en todo el mundo están dispuestas a emigrar hacia el Primer Mundo? 758 millones, según el más reciente macroestudio del gigante americano de la demoscopia Gallup. La Unión Europea tiene una población de 512 millones, para que se hagan una idea. ¿Qué impide a todas estas personas emigrar a los países occidentales de su elección que hayan suscrito el Pacto, y que por tanto se hayan negado a sí mismos el derecho a impedir la entrada a nadie?

En Italia, la llegada masiva en pocos años de unos 700.000 subsaharianos -en una población de 60 millones, menos del 2%- colapsó los servicios sociales y de acogida, agravó considerablemente la seguridad pública y provocó un rechazo popular que se tradujo en el actual gobierno ‘populista’ de coalición, cuya popularidad no solo se mantiene sino que ha crecido desde las elecciones. Y que, por cierto, cuenta con mayor respaldo de católicos que ningún otro.

Tras el atentado del otro día en Estrasburgo, en el que un francés de origen magrebí ha matado a tres personas y herido a varias, obligando a la ciudad a suspender todos los eventos navideños, el Papa ha emitido un comunicado en el que se confiesa «profundamente consternado». Y concluye la nota que «invita a todos en este momento de dolor a encontrar paz y fuerzas en Jesús resucitado, pidiendo a Dios para que la esperanza no decaiga en esta hora de prueba y haga prevalecer el perdón y el amor sobre el odio y la venganza».

Lo cual es coherente con su misión y con el mensaje cristiano, pero ¿no ve Su Santidad ninguna, absolutamente ninguna relación entre el flujo masivo de personas procedentes de culturas y pueblos muy alejados en todos los sentidos del europeo en el aumento de estos ataques? Y nos estamos refiriendo solo al epifenómeno más dramático pero, afortunadamente, menos frecuente de esa inmigración descontrolada. Hay muchos otros, que tendrán un efecto mayor que cualquier atentado a largo plazo. ¿Nadie en la Santa Sede, ni Parolin ni el Papa, pueden predecir o intuir las consecuencias de una entrada mucho más masiva?