San Roberto Belarmino

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Roberto Belarmino fue uno de los doce hijos (cinco hijos y siete hijas) de Vicente Belarmino, primer magistrado, gonfaloniero, como entonces se decía, de la pequeña ciudad de Montepulciano, y de Cintia Cervin, hermana del Cardenal Cervir, quien presidió el Concilio de Trento en 1555 y llegaría a ser el Papa Marcelo ll con un reinado efímero de tres semanas.

(Mercaba.org)- Fue un niño débil, enfermizo, pero de una inteligencia excepcionalmente viva, con una marcada inclinación a la poesía. Mientras recibía de su madre una sólida formación cristiana, el joven estaba destinado por su padre al estudio de medicina. A pesar de la oposición paterna, a los l8 años Roberto pidió su admisión en la Compañía de Jesús. Al término de su noviciado se le envió al Colegio Romano para el estudio de la filosofía.

Profesor de letras, primero en Florencia, luego en Mondovi (1563-1567), ejercitó sus talentos de poeta, pero era ya un predicador notable. Después de dos años de teología en Padua, causó impresión sobre todo como sustentante de una tesis ante la Universidad de Génova.

Enviado a Lovaina por mandato del superior General de la Compañia, a la sazón San Francisco de Borja, tanto para terminar sus estudios como para iniciarse en la enseñanza, Belarmino se vio además con el cargo de las predicaciones dominicales a los estudiantes. Tanto en el templo como en la facultad de gente se apiiñaba alrededor del joven maestro de 28 años, y entre ella algunos protestantes, prontos a la cítica y a la discusión: circunstancia providencial que desde esta época orientó la enseñanza de Roberto Belarmino hacia la controversia.

Ordenado sacerdote en 1570 y profesor de Teología en el colegio de los Jesuitas, Belarmino adoptó como texto la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Luego, ávido de leer y de hacer leer las Sagradas Escrituras en su texto original,aprendió y enseño el griego y el hebreo. Aun compuso una gramática hebrea y colaboró en la edición del Antiguo Testamento conforme a los Setenta. En fin, en una vasta obra sobre los “escritores eclesiásticos” dio un informe acerca de todos los autores de los dos testamentos y sus comentadores, desde Moisés hasta sus propios contemporáneos.

Es entonces cuando Belarmino se enfrentó con un heresiarca célebre, Bayo, el cual, aunque condenado recientemente por el Papa Pío V,no dejaba de ejercer su influencia perniciosa en Lovaina y en Flandes. Discreto y cortés, el santo religioso evitaba pronunciar el nombre de su adversario; pero cuidadoso ante todo de salvaguardar la verdad y de preservar a las almas, no perdía una sola ocación de señalar y de refutar sus errores.

Las perturbaciones resultantes de la invasión de Flandes por Guillermo el Taciturno, y a la vez su salud siempre precaria, obligaron al brillante profesor y predicador a dejar el país. Por otra parte, París le ofrecía las más importantes cátedras; en Milán lo pedía San Carlos Borromeo para su Catedral. Finalmente, Belarmino fue escogido para inaugurar en Roma una cátedra de controversia (1576). Tenía por misión preparar a los futuros testigos de la Fe católica en los países invadidos por la Reforma: alemanes, ingleses, etc.

Su erudición, la claridad de sus exposiciones, la naturalidad y la dignidad de su polémica, su cinvicción comunicativa (¿no llegó aun a ofrecerse él mismo para ir a combatir al protestantismo con la perspectiva del martirio?) le ganaron de golpe todas las simpatías. Su curso se pubicó con el título de “Discusiones a propósito de las controversias entre la Fe católica y las herejías de este tiempo”, que sigue siendo la principal obra de San Roberto Belarmino. Al mismo tiempo daba su concurso al Papa y a los cardenales para la publicación de las obras de San Ambrosio, la composición del ritual de Gregorio Xlll y la revisión del texto de la Vulgata.

Estos trabajos se interrumpieron en 1590, cuendo por orden del Papa Sixto V tuvo que acompañar el sabio jesuita, en calidad de teólogo, al Cardenal Gaetano, legado en Francia, para arbitrar el conflicto entre la Liga y Enrique de Navarra. ¡Con cuánta sabiduría, con qué ponderación cumplió su papel! Consultado un día sobre el asunto puramente político, supo excusarse finamente: “Monseñor, yo no fui enviado a Francia sino para examinar las cuestiones relativas al mantenimiento de la religión y a sus progresos; por lo tanto no creo poder ocuparme, den desobedecer, de las que no atañen sino a los intereses temporales”. Y a la delicada cuestión de saber si los parisinos incurrirían en excomunión en el caso de que se sometieran a Enrique Navarra, Belarmino respondió decididamente: “No”. Se dice que Enrique lV se lo agradeció siempre y que una vez convertido en el “Rey Cristianísmo” se hizo amigo del jesuita cardenal.

Una ruda prueba esperaba a Belarmino a su retorno a Roma. Su gran obra “Discusiones sobre las controversias”… estaba a punto de ser puesta en el Indice. El Papa Sixto V estimaba que un pasaje de este libro restringía demasiado la jurisdicción temporal del Pontífice romano por no reconocerle la soberanía directa del mundo entero. Sin embargo, parece que Cristo quiso evidenciar la ortodoxia de su servidor: Sixto V murió antes de poder promulgar la bula que ya tenía redactada, y su sucesor, Gregorio XlV, no la tomó en cuenta.

De nuevo en su cargo de padre espiritual en el Colegio Romano, Belarmino fue entonces el director de San Luis Gonzaga, a quien asistió a la hora de su muerte y a cuyo favor rindió su testimonio ante la Sagrada Congregación de Ritos para promover la causa de beatificación.

Nombrado rector de ese mismo Colegio Romano, y luego Provincial de la Compañia en Nápoles, el P. Belarmino fue llamado muy pronto a Roma (1598) por el Papa Clemente Vlll, quien lo ligó a su persona en calidad de teólogo, con la funciones de consultor del Santo Oficio y examinador de Obispos.

Al año siguiente lo creó cardenal: “A éste —-dijo el soberano Pontífice en el Consistorio—- lo hemos escogido porque la Iglesia de Dios no tiene otro semejante a él en cuanto a la doctrina y porque él es además el sobrino de un excelente y santo Pontífice”. Y el nuevo príncipe de la Iglesia tuvo que acumular los cargos: miembro del Santo Oficio, de la Congregación de Ritos, de la Congregación del indice, de la Congregación para la reforma del Brevario y de la instituida para el examen del matrimonio del Rey Enrique lV.

Sin cambiar un ápice en sus hábitos de vida austera, prohibiéndose sacar de su alta dignidad el menor provecho para sí mismo o para los suyos, el Cardenal Belarmino no temió, a riesgo a veces de desagradar, señalar los abusos y pedir reformas en el estado eclesiástico y en el gobierno de la Iglesia. Su franqueza le valió una semidesgracia. Impedido en sus proyectos personales por las advertencias del inflexible consejero, Clemente Vlll tuvo la habilidad de alejarlo sin desacreditarlo: lo nombró Arzobispo de Capua, confiriéndole personalmente la consagración Episcopal (1602).

Después de la teoría, el ejemplo. El nuevo Arzobispo, lógico y consciente de su responsabilidad, no dejó de aplicar los principios que él mismo había enunciado, en conformidad a los derechos con los decretos del Concilio de Trento, con relación a los deberes del cargo pastoral. El Cabildo metropolitano de Capua estaba relajado: “Entonces —-escribe un contemporáneo—- se vio al Arzobispo, en todo tiempo, ir cada mañana a la Catedral para celebrar allí el Oficio con los canónigos. Con mis propios ojos lo veía yo, para mi edificación, abril su Brevario y salmodiar” (Cipriano, teatino). Otro encarece: “El Arzobispo iba al coro todos los días, a fin de formar al Cabildo con dulzura, lo cual no dejaba de ser necesario. Su solo ejemplo bastó, no tuvo que aplicar el rigor” (Guidotti). Cosa más admirable todavía: teniendo por objeto principal la asiduidad al coro el darles una lección a los canónigos negligentes, el Santo no la consideraba como una liberación de su obligación personal: una vez más recitaba él en particular todas las horas canónicas, y en cuanto le era posible, en los momentos de la jornada para los que están prescritas, sin detrimento de una hora de oración mental antes de Prima y de la Misa cotidiana.

El Cardenal Belarmino no llegó a ser Papa: en los dos cónclaves tan cercanos de 1605, estaba él en la fila de los “papables”. ¡Qué Papa habría sido! Hay una declaración muy elocuente sobre su mentalidad en este terreno: “Juro, para el caso en que fuera electo Soberano Pontífice (cosa que no deseo y que le pido a Dios aparte de mí) no elevar a ninguno de mis parientes ni de mis allegados al cardenalato, ni a ningún principado temporal, ducado o condado, o alguna otra nobleza. Tampoco los enriquecería; me contentaría con ayudarles a vivir decentemente en su estado”.

Paulo V quiso cuando menos retenerlo en Roma, como conservador de la Biblioteca del Vaticano, y aceptó su renuncia de Arzobispo de Capua, por ser incompatibles esos dos cargos.

Mezclado desde ese momento en todos los asuntos religiosos y en todas las relaciones de la Iglesia con los diversos Estados, el Cardenal Belarmino desempeño un papel activo en el conflicto entre la Santa Sede y la República de Venecia a propósito de la exención de los clérigos y de la inmunidad eclesiástica; luego, en el asunto más grave de Inglaterra —-cuando el Rey Jacobo l pretendía imponer a los católicos el juramento de fidelidad que le reconocía al soberano, como instituido de derecho divino, una autoridad ilimitada en el doble dominio espiritual y temporal, y por lo contrario le negaba al Papa todo poder de amonestar y de deponer a los príncipes, así como de desligar a sus súbditos del juramento de fidelidad; en fin, en Francia, donde la publicación póstuma del libro de Guillermo Barclay “sobre el poder del Papa y su autoridad respecto de los príncipes seculares”, había provocado una gran efervescencia en la Corte y en el Parlamento.

Miembro del Santo Oficio, el Cardenal Belarmino siguió de cerca uno de los asuntos más espinosos de la época: el proceso de galileo. Contra los fanáticos del sentido literal, el sabio Doctor preconizaba la prudencia en la interpretación de los textos relativos al concepto del sistema de Copérnico, era igualmente hostil a una condenación prematura de esta hipótesis científica: “… Esto sería —-decía él—- correr el gran riesgo no sólo de irritar a los filósofos y a los teólogos escolásticos, sino de daño a nuestra Santa Fe acusando de error a la Escritura… Si estuviese verdaderamente demostrado que el sol está en el centro del mundo, y la tierra en el tercer cielo; que el sol no gira alrededor de la tierra, sino que es la tierra la que gira alrededor del sol, habría que poner mucho miramiento con los pasajes de la Sagrada Escritura que parecen contrarios, y decir que no los comprendemos, en lugar de declarar falso lo que se nos demuestre… Pero, para creer en tal demostración, yo espero que se me la presente… En caso de duda no se debe abandonar la interpretación de la Escritura dada por los Santos Padres”.

Encargado por el Papa de notificar a Galileo la sentencia del Santo Oficio que declaraba que su teoría era “absurda en filosofía y errónea en teología”, Belarmino desempeñó su delicada misión y luego rindió su informe a la Congregación. Habiendo corrido tendenciosos rumores con relación ala abjuración de Galileo y a la sentencia que se le había impuesto, el Cardenal hizo una aclaración: “Galileo no abjuró entre mis manos ni entre las de ninguno otro en Roma, ni en otra parte, que nosotros sepamos, ninguna de sus opiniones o doctrinas: tampoco se le impuso penitencia absolutoria. Tan sólo se le notificó la declaración hecha por el Papa y publicada por la Congregación del Indice, en que se dice que la doctrina atribuida a Copérnico, según la cual la tierra gira alrededor del sol, y que el sol permanece en el centro del Universo sin moverse de Oriente a Occidente, no puede defenderse ni sostenerse en un sentido contrario a la Sagrada Escritura” (H. de Lépinois, Les pièces du procès de Galilée).

A principios de 1621, el Cardenal Belarmino tomó parte todavía en el Cónclave que eligió a Gregorio XV. Pero sus fuerzas declinaban. Renunciando a todas sus funciones, se retiró al noviciado de San Andrés donde, por fidelidad a una antigua amistad, se dedicó a trabajar hasta el final en la causa de beatificación de Felipe de Neri, dejar de prepararse íntimamente a la muerte.

Campeón de la fe católica y polemista hasta en su lecho de agonía, antes de expirar quiso ratificar solemnemente ante testigos cuanto había dicho y escrito, tanto en sus exposiciones doctrinales como en sus refutaciones de las herejías. Murió el 17 de septiembre de 1621.

Por mucho tiempo esperó los honores de la Iglesia. Después de muchas tentativas que diversas circunstancias hicieron fracasar, no fue beatificado sino a los tres siglos de su muerte, el 1923; fue canonizado en 1928 y en 1931 proclamado Doctor de la Iglesia.

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