¿Qué está pasando con la Iglesia en Chile?

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Como en la caverna platónica, las sombras pueden parecernos reales y hacernos confiar en la difuminada imagen del mundo que nos presentan. Pero cuando conocemos la luz que hay tras ellas y que las proyecta, podemos ver las cosas como realmente son, con todos sus detalles y características. La situación que hoy vive la Iglesia chilena admite igualmente dos niveles de lectura: uno superficial y otro profundo, vale decir, uno que se queda en las sombras y otro que busca la luz que las produce. Para comprender realmente qué está pasando, hay que mirar las cosas con los ojos de la fe, puesto que Cristo es la Luz del mundo, pero sin olvidar que Gramsci tenía algo de razón cuando proclamaba que todo es política en medio de este valle de lágrimas. De ahí que dejar completamente fuera las consideraciones terrenas sea un error y aboque a una comprensión parcial del profundo problema que nos muestra en Chile a una Ecclesia Dei afflicta.

Con todo, el primero de esos niveles de lectura admite a su vez una aproximación inmediata y otra mediata.

El acercamiento mediato dice relación con los hechos que informa la prensa y que cualquier persona, sea creyente o no, recibe respecto de la Iglesia chilena. La conclusión que de ahí se extrae es que ella comporta una suerte de asociación ilícita, donde tras una aparente finalidad filantrópica se esconden las más aviesas intenciones, siempre relacionadas con las tres tentaciones que Satanás intentó con Cristo: el placer sensual, el poder terrenal y la vanagloria. Eso es lo que explica el resultado de las encuestas: la Iglesia chilena tiene hoy un nivel de desaprobación de 76%. El porcentaje puede parecer sorprendente por cuanto alrededor del 70% de la población de declara católica, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que ya la predicación escatológica y, en general, cualquiera de contenido doctrinal ha desaparecido de las Iglesias y ha sido reemplazada por monsergas cursis, insustanciales y últimamente ecológicas, siempre dirigidas a un fiel que parece haber permanecido en un estado de eterna infancia, y no precisamente espiritual. El resultado de esto se puede constatar con facilidad: ya poca gente cree eso de que las puertas del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia fundada por Cristo, cediendo a la tentación modernista de ver en ella poco más que estructurales temporales que tienen ciclos de vida con necesarios períodos de decadencia y agotamiento. Si el análisis queda ceñido a la dimensión puramente humana, las conclusiones son evidentes: una marca desprestigiada, como es en la actualidad la Iglesia católica, simplemente desaparece del mercado. Pero esta reducción de la Iglesia fue predicha por el propio Cristo, quien profetizó que en su segunda venida encontraría muy poca fe sobre la Tierra. Nada nuevo, entonces, hasta aquí.

Por lo demás, siempre ha habido denuncias de abusos sexuales, pues el pecado existe desde el inicio de los tiempos y la concupiscencia es uno de los instintos más básicos y poderoso del ser humano. No por nada el grueso de los procesos (casi un 80%) de la Inquisición en España e Hispanoamérica comenzaban por denuncias de solicitación, vale decir, el problema en nuestras tierras no era la herejía, más propia de climas septentrionales, sino la lascivia de los trabajadores convocados a la viña del Señor. Sin embargo, el origen de los problemas que hoy aquejan a la Iglesia chilena comenzó en 2010 con la denuncia que hizo un programa de televisión respecto de los abusos sexuales que había cometido el sacerdote Fernando Karadima con algunos de los jóvenes que frecuentaban la concurrida Parroquia del Sagrado Corazón de Providencia, por años un lugar de referencia dentro del circuito espiritual de la ciudad de Santiago. La incredulidad fue la primera reacción de muchos, y las cartas a los periódicos se sucedieron negando las conductas imputadas por unas personas que, al menos desde una consideración meramente mundana, perdían mucho socialmente con ellas. Costaba creer que Karadima, párroco por décadas de esa importante parroquia santiaguina, y que tantas vocaciones sacerdotales había dado, en realidad era un hipócrita cuyo discurso se apoyaba en tres o cuatro ideas repetidas hasta la saciedad. Personalmente, nunca comprendí el arrobo que causaba en los fieles su prédica sensiblera y sin demasiado sustento doctrinal, que apelaba más a los sentimientos que a la razón, siempre con el recurso de haber sido (así al menos decía él) uno de los discípulos de San Alberto Hurtado. Finalmente, la Congregación para la Doctrina de la Fe dictó sentencia y condenó a este sacerdote por abusos sexuales y de conciencia, imponiéndole una vida de retiro y la suspensión del ejercicio público de su ministerio. Casi de manera contemporánea, otros casos involucraron a religiosos que habían adquirido notoriedad pública y estaban vinculados con los colegios católicos más reputados de la ciudad.

La situación de la Iglesia chilena y su imagen institucional comenzó a volverse complicada. De hecho, la tensión era evidente y nadie sabía quién sería el próximo acusado o cuáles serían las acusaciones que se le imputarían. Se sucedieron nuevas denuncias, conocidos sacerdotes pidieron su reducción al estado laical, y la notoriedad pública de los denunciantes de Karadima se incrementó aceleradamente. En eso, el papa Francisco anunció una visita a Chile que al poco tiempo postergó. Pese a las advertencias para que la suspendiera, ella acabó concretándose en enero de este año y fue entonces cuando quedó develada la otra dimensión de este primer nivel de lectura que admite la situación de la Iglesia chilena. En realidad, el verdadero responsable de la crisis que hoy vive la Iglesia chilena es el propio Papa y su comportamiento equívoco. Las imágenes que muestran la poca asistencia a los actos con el Santo Padre durante su reciente visita apostólica son quizá la muestra más gráfica de que los chilenos simplemente desconfían de una Iglesia que por muchos años (a diferencia de otras del continente) conservó su prestigio moral en medio de la creciente secularización. Ello sumado, por cierto, a una pésima organización y a que la visita coincidiera con el período de vacaciones.

Contra la recomendación que se le hacía, el Papa se había empeñado en instalar en la ciudad de Osorno a monseñor Juan Barros, uno de los sacerdotes provenientes de la cantera de Karadima y a quien se sindica como uno de los principales encubridores de los abusos cometidos por dicho sacerdote. Cuando Barros llegó a su nueva diócesis, donde desde el comienzo debió padecer el rechazo de parte de su feligresía, el propio Papa le escribió para decirle que no se preocupara, pues la oposición que vivía provenía de las habituales maniobras de la izquierda, lo que a su vez refrendó con sus famosas declaraciones al secretario general de la Conferencia Episcopal chilena tras finalizar una audiencia pública en la plaza de San Pedro. Después se hizo pública una carta, fechada más o menos en la misma época, donde Francisco señalaba a la Conferencia Episcopal que él siempre tuvo el deseo de remover a Barros (¡cuándo había sido su voluntad trasladarlo desde el Obispado Castrense a Osorno!), pero que era el nuncio quien se lo impedía. Una vez en Chile, con un poco prudente Barros que se hizo presente en todas las actividades de la visita apostólica, el Papa hizo una pública defensa del acusado obispo, incluso riñendo a quienes le preguntaban sobre la situación de éste. De vuelta en Roma, y frente a la sorpresa que había causado su apoyo al cuestionado obispo, optó por decir que sus palabras proveían de la falta de información de que había sido víctima, pese a que su carta a la Conferencia Episcopal desmentía que esto fuese cierto. Y vino una penosa peregrinación de la Conferencia Episcopal hasta la Ciudad Eterna, para presentar en pleno su renuncia al Santo Padre. Éste optó así por devolverles la bomba a punto de explotar, y ella estalló en las manos de unos obispos ya sin credibilidad.

Poco a poco, el Papa empezó a aceptar la renuncia de algunos obispos y nombró administradores apostólicos para las diócesis vacantes. En paralelo, la justicia comenzaba a allanar recintos eclesiásticos, se citaba a declarar al arzobispo de Santiago en calidad de imputado como encubridor de abusos sexuales contra menores, se hacía pública una red de corrupción de menores que involucraba al 10% del presbiterio de una diócesis, el Presidente de la República (sobrino de un centenario y destacado arzobispo emérito) sugería su voluntad de no asistir al Te Deum que tradicionalmente se celebra en Santiago durante las Fiestas Patrias si lo presidía, como es la costumbre, el cuestionado Arzobispo, y un largo etcétera.

Por su parte, la Conferencia Episcopal no hizo más que volcarse hacia la feria de las vanidades, sin comprender que el mundo lo que quiere es espectáculo y morbo. De ahí las medidas desesperadas que se han adoptado. Por ejemplo, una de las decisiones adoptadas en la Asamblea Plenaria celebrada a fines de julio en Punta de Tralca fue que se dará a conocer públicamente toda investigación previa sobre presunto abuso sexual de menores de edad realizada en las jurisdicciones eclesiásticas chilenas. En otras palabras, esto significa que al sacerdote contra el que exista una acusación lo van a exhibir ante la opinión pública, para que todo el mundo lo vea y lo condene sin que exista un proceso concluido. Medidas como éstas no consiguen nada, salvo buscar un aplauso del mundo que no llegará, y con ellas sólo se logra desvirtuar la propia esencia del derecho de la Iglesia. Porque que ella cuente con un ordenamiento jurídico propio se explica por su carácter de sociedad perfecta, sin perjuicio de que las finalidades de esas normas no sean exactamente coincidentes con las del derecho secular. Para el derecho canónico, la suprema ley es la salvación de las almas. Esto entraña que toda su regulación, incluyendo delitos y procesos, se ordena a que el acusado se convierta y vuelva al camino recto de la virtud. Qué importa ahora que esa conversión se produzca, si el juicio del mundo ya condenó para siempre (porque el siglo no conoce el perdón cristiano) a un sacerdote del que ni siquiera existe certeza de que ha cometido el abuso que se le imputa.

Hoy todas las miradas inquisidoras están puestas sobre el Cardenal Ricardo Ezatti, quien en apariencia no tiene más responsabilidad que otros muchos obispos, antecesores y contemporáneos. Simplemente, le tocó dirigir la Iglesia de Santiago en uno de los peores momentos de su historia. Pero todo esto puede ser sólo la punta del iceberg, y no únicamente en lo que atañe a nuevos hechos reprobables que muy probablemente faltan por salir a la luz. La intuición de muchos es que detrás de este remezón puede esconderse un propósito del Papa de refundar la Iglesia chilena, sirviéndose para ello de nombramientos como los que se han visto en otros países y de la pérdida de credibilidad social que hoy padece aquélla. Sin embargo, poco o nada se ha visto en lo que respecta a medidas concretas para un cambio en la dirección de la Iglesia en Chile. Por de pronto, sólo se ha producido la remoción de tres obispos (el mentado monseñor Barros y tres obispos que han superado el límite de edad fijado por el derecho canónico y que ha ya habían presentado antes sus renuncias), permaneciendo en sus cargos todos los demás formados al alero del padre Fernando Karadima. Los administradores apostólicos nombrados para esas diócesis eran ya obispos auxiliares de Santiago, salvo uno que es superior de la provincia mercedaria. El Cardenal Ezzati, completamente disminuido y desacreditado por la opinión pública, sigue en funciones a pesar de haber superado los 75 años y tener su renuncia presentada al Papa desde hace más de dos años. No hay noticias si acaso el Cardenal Francisco Javier Errázuriz, antecesor del Cardenal Ezzati en el gobierno de la Arquidiócesis de Santiago, cesará en sus funciones como integrante del G-8, órgano asesor inmediato en materias de reforma de la Curia del papa Francisco, sobre todo cuando también existen acusaciones contra él por encubrimiento de abusos contra menores. Mientras crece el descontento hacia los pastores, cabe preguntarse qué planeará ejecutar este auténtico “Papa de las sorpresas” para Chile, país que algo conoce desde su noviciado jesuita y al que visitó hace pocos meses.

Por cierto, esto no exime a los obispos de su responsabilidad. Sin duda ha habido también por parte de ellos una complicidad en carácter de encubridores, sea porque buscaban cumplir con las órdenes vaticanas de no dar mucha publicidad a estos hechos y cambiar de sitio al acusado, sea porque algunos, como consecuencia del relajo general de la disciplina, son también perversos sexuales.

Pero hay todavía un nivel de lectura más profundo. Es verdad que los obispos y el Papa han manejado pésimo la crisis producida, pero no han sido ellos los únicos responsables de su creación. Cuanto más puede decirse que han contribuido a sacar más limpiamente a la luz una situación latente, pero obviamente el problema ce mayor calado y mucho más antiguo.

Este segundo nivel de lectura apunta a que la Iglesia chilena ha experimentado, desde hace ya 50 años, una crisis teológica y disciplinar como pocas en Hispanoamérica. Desde 1964 comenzó la revolución litúrgica y el quiebre de barreras y de toda clase de límites. De hecho, el proceso de derrumbe del catolicismo que se produjo en todas partes comenzó aquí anticipadamente, con la deserción del clero, la violencia del laicado (por ejemplo, las tomas de la Universidad Católica de Santiago, con humillación del arzobispo rector, y de la Catedral metropolitana, etcétera) y el progresismo de la jerarquía. Desde entonces los obispos perdieron el control o, peor todavía, perdieron ellos mismos el rumbo. Y comenzó el aspecto más letal de todo el proceso: la ruina de los seminarios, de los cuales se desterró la teología tomista (como también se la desterró de las Facultad de Filosofía de las universidades católicas), se abrazó con furia el aggiornamento«en todos los ámbitos (por ejemplo, se eliminó el latín, hasta el punto de que cuando San Juan Pablo II visitó Chile y quiso rezar el Ángelus en esa lengua con los seminaristas de Santiago, nadie lo siguió, ante su espanto). El laicado joven perdió también los estribos sin que nadie lo disciplinara. Así, durante la visita de San Juan Pablo II, un sector importante le gritó al Papa en el Estadio Nacional que no renunciaba al dios del sexo, ante la sorpresa de éste y la reiteración de la pregunta, y luego empañó con la violencia la beatificación de la carmelita Teresa de los Andes en el Parque O’Higgins, un episodio que, hasta donde se sabe, fue único en todos los numerosos viajes de ese Papa. La pusilanimidad de los obispos ha sido impactante (salvo frente a los conservadores, de lo que da fe la excomunión de Salvador Valdés Morandé y la amenaza de ella respecto de Jaime Guzmán por parte del Cardenal Silva Henríquez), como lo mostró hace poco el episodio entre el jesuita Costadoat y el Cardenal Ezatti, que acabó con el segundo desdiciéndose de la sanción aplicada al primero por su heterodoxia doctrinal.

En suma, el fondo del problema que ahora ve la luz proviene de una situación incubada por más de medio siglo: pésimo episcopado, hijo de un pésimo momento de la Iglesia universal, y pésimo laicado, abandonado a su suerte, insolente y sin formación. El propio papa Francisco es él mismo un hijo de esta misma situación de la pobre Iglesia hispanoamericana, quizá la más perjudicada por los efectos del Concilio Vaticano II.

Cuentan que Fray Andresito, un milagrero hermano lego franciscano que vivió a mediados del siglo XIX, decía que habría en Santiago una iglesia que sería el orgullo de la ciudad, y que su estado sería el reflejo de la Iglesia. Han comenzando los trabajos para recuperar la imponente Basílica del Salvador, gravemente dañada por los terremotos de 1985 y 2010. Pero nada hace presagiar que la profecía se cumpla y, con el resurgir de ese templo, nuestra Iglesia conozca un nuevo renacer. Ante todo, porque para que eso se produzca es necesario volver a los métodos tradicionales de la oración, la penitencia y la limosna, dejando de lado la sicología, la autoayuda y la filantropía, lo cual parece muy difícil para una Iglesia que predica al hombre y no a Jesucristo desde hace ya bastante tiempo.

Un católico perplejo

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Comentarios
10 comentarios en “¿Qué está pasando con la Iglesia en Chile?
  1. Recordemos los «cristianos por el socialismo » en Chile. Ya, en los años 70 del siglo pasado, se publicó un libro «La Iglesia del silencio en Chile» que mostraba la deriva hacia lo peor de muchas de sus diócesis

    1. Tal como se han puesto las cosas en Chile, sólo cabe, inocentes con culpables, remover a toda la plantilla Episcopal. Monseñor Athanasius Schneider como Primado y unos cuantos Sacerdotes alemanes, destinados en el Asia Central y en Siberia, consagrados Obispos, elevarían el nivel espiritual de aquella nación.

  2. Soy chilena por el lado materno. De mi familia y amistades chilenas…solo dos creen…El resto o son ateos/agnòsticos o se autoproclaman «católicos», con una amalgama de yoga, flores de Bach, ovnis, horóscopos, deseos de buenas vibras y frotes de estatuas de Santa Teresa de los Andes o San Alberto Hurtado, pero pasando de largo del Santísimo al que no le hacen reverencia, o comuniones sacrílegas porque un sacerdote muy «dije» (expresión chilena para muy agradable) les dijo que los adúlteros pueden comulgar. Créanme que conozco muchísima gente así.

  3. el año 1968 ante la cruentísima invasión soviética a checoslovaquia, una monja de la congregación del Sagrado Corazón de Santiago, Chile, (la misma que estuvo siglos en Trinidad del Monte, Roma, y que tenía una red de magníficos colegios en gran parte del mundo), la madre Navarro, dijo en clases que esa acto era un ejemplo de «humanitarismo y cristianismo». Como venía de una familia católica e interesada en política, entendí perfectamente la malignidad del dicho, pero el resto de mis compañeras que vivían en el limbo, ni se enteraron. El desvío de esta congregación no fue la única, le ocurrió a todas las otras congregaciones que tenían colegios donde educaban a las clases altas: las monjas de los Sagrados Corazones, los padres de los Sagrados Corazones, Holy Cross, jesuitas (donde estudió el Papa Francisco) Así es como de a poco se les fue lavando el cerebro. Si esto ocurrió el año 1968, quiere decir que se estaba preparando con tiempo, las cosas no se producen por acción espontánea.

  4. ¿Porqué Karadima llegó a tener tanto poder?
    En una época donde las iglesias en la semana estaban cerradas y el domingo abrían para decir una misa, y en ésta, en la prédica, se dedicaban a azuzar la lucha de clases, la Parroquia del Sagrado Corazón de El Bosque se llenaba porque: había varias misas diarias, confesión durante cada misa, exposición al Santísimo todos los viernes antes de misa, celebración del mes de Sagrado Corazón, celebración del Mes de María, etc. Las prédicas eran insulsas, pero a años luz de las otras. El pervertido de Karadima se aprovechó la gran cantidad de juventud que asistía. Lo que sí todo el mundo sabía era del abuso de poder que tenía Karadima en su parroquia.

  5. Pocas veces había leído un comentario más lúcido. Sólo le faltó referirse a la activa colaboración de la Vicaría de la Solidaridad del Arzobispado de Santiago con los grupos terroristas MIR (socialista) y FPMR (comunista), incluyendo auxilio legal y judicial, como asimismo atención hospitalaria, durante el Gobierno Militar (1973-1990).

  6. El Sr. «Católico perplejo» debería dar la cara y poner el nombre. Imagino que es un afectado por la psicología de elite que denunció el Papa. Comentario que mezcla verdades con ideologías.

  7. Ahí está el quid: el post-Concilio, el modernismo, la teología de la liberación, el rechazo de la filosofía y teología clásica. Para los católicos progres lationamericanos Chile era una especie de Paraíso, primero con Allende y después con Mons. Silva Henríquez y la famosa Vicaría de la Solidaridad. Sin duda, el vendaval del post-Concilio dejó ruinas en toda América Latina.

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