Soy el tipo de hombre que la Iglesia católica dice que no debe ser sacerdote. Sé lo que es tener lo que el Vaticano llama «tendencias homosexuales profundamente arraigadas» que, según la Iglesia, no me hacen un candidato adecuado para el sacerdocio. La instrucción de 2005 del Vaticano relacionada con la homosexualidad y el sacerdocio afirma claramente: “La Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay” (Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas con tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las órdenes sagradas, n. 2). Esta enseñanza no es nueva. En 1961, el Vaticano declaró que los hombres con inclinaciones homosexuales no podían ser ordenados. Los seminaristas que “pecan gravemente contra el sexto mandamiento con una persona del sexo opuesto o del mismo sexo» tienen «que ser rechazados de inmediato».
Esta enseñanza no me ofende. De hecho, estoy de acuerdo con ella. Estoy convencido de que si la Iglesia hubiera prestado atención a lo que ella misma ha aconsejado en 1961 y en 2005, no estaríamos sufriendo el impacto de titulares como: “El seminario St. John sacudido por las investigaciones que demuestran una mala conducta sexual”; “Las víctimas cuentan el horror de los abusos sexuales en un seminario de Chile”; “Seminaristas hondureños alegan una difundida mala conducta homosexual”; “La policía vaticana hace una redada en la casa de un ayudante de un cardenal en la que se estaba llevando a cabo una orgía gay con consumo de droga”; “Un hombre acusa al cardenal McCarrick, su ‘tío Ted’, de abuso sexual”. La mayoría de los abusos sexuales detallados por el informe del Gran Jurado de Pennsylvania implica a adolescentes y jóvenes. Esto no es pedofilia.
Lo que une a todos estos escándalos es la homosexualidad presente en nuestros seminarios y en el sacerdocio. Es el resultado de que la Iglesia ignore sus propias directrices. Si la Iglesia es realmente seria en su propósito de acabar con los escándalos sexuales, tiene que admitir que hay un claro problema de homosexualidad en los sacerdotes. Por consiguiente, tiene que dejar de ordenar a sacerdotes con tendencias homosexuales profundamente arraigadas. El primer escándalo del «tío Ted» es que el «tío Ted» haya sido ordenado sacerdote.
Abordo este tema con inquietud. Estoy convencido de que la mayor parte de los sacerdotes homosexuales son hombres buenos y santos. Uno de los que conozco realiza su ministerio como capellán en un hospital. Acompaña habitualmente a las familias que atraviesan por el trauma de la enfermedad y la muerte de sus seres queridos. Tiene un carisma especial en el acompañamiento de hombres que mueren de SIDA, algo que, estoy seguro, tiene que ver con el amor que siente por quienes tienen, como él, una tendencia homosexual profundamente arraigada. Ha ayudado a muchos a reconciliarse con Cristo antes de morir.
Por lo tanto, estoy de acuerdo con la advertencia del obispo Barron sobre los peligros de culpar a personas que, como yo, comparten mi atracción por los hombres. Pero reconocer el relevante papel que la homosexualidad ha tenido en muchos de los escándalos pasados y presentes no es buscar un chivo expiatorio. Es la Iglesia enfrentándose a la verdad.
El arzobispo Charles Chaput, comentando el documento de 2005, ha dicho: “Mientras que la tendencia homosexual persistente no excluye la santidad personal —los homosexuales y los heterosexuales tienen la misma llamada cristiana a la castidad, según su estado de vida—, sí que hace más difícil la vocación al servicio sacerdotal efectivo”. Desde mi experiencia personal, creo que hay varias razones para ello, pero quiero centrar la atención sólo en dos, directamente vinculadas a la falta de castidad.
La primera razón es que los hombres con tendencias homosexuales encuentran particularmente difícil vivir castamente. La gran mayoría de los escándalos que ha habido en la Iglesia desde 2002 implican a sacerdotes homosexuales que fracasan en vivir la castidad. No es una sorpresa para mí. Estoy convencido de que la castidad (y las pruebas lo demuestran) es mucho más difícil para los hombres con inclinaciones homosexuales que para los que no tienen estas inclinaciones.
El padre James Lloyd, C.S.P., un sacerdote con un doctorado en Psicología por la Universidad de Nueva York, ha trabajado como psicólogo clínico con hombres homosexuales (incluyendo sacerdotes) durante más de 30 años. Sobre el tema de la castidad y los sacerdotes homosexuales, afirma: “Está claro, desde la evidencia clínica, que la energía psíquica necesaria para frenar los impulsos homosexuales es mayor que la que se necesita para los heterosexuales”.
Como muchos hombres con atracción hacia el mismo sexo, ha habido momentos en que he tenido relaciones compulsivas anónimas de riesgo con otros hombres. Si hubiera sido sacerdote, mi pecado se habría visto incrementado por el horrible abuso cometido contra alguien para quien yo hubiera tenido que ser un padre espiritual. La perspicacia del padre Lloyd es inestimable en este punto: “No se puede ignorar la dimensión compulsiva de la personalidad con atracción hacia el mismo sexo. La Iglesia ha mirado hacia otro lado durante demasiado tiempo, como si no pasara nada. No podemos seguir negando lo que es obvio… Siempre que haya una duda sobre un candidato al sacerdocio, ¡la duda debe resolverse en favor de la Iglesia”. Si la Iglesia quiere evitar los escándalos sexuales, debe dejar de ordenar a hombres a los que les es muy difícil permanecer castos.
La segunda razón está directamente vinculada a la primera. Si un sacerdote no tolera la enseñanza de la Iglesia en su vida, no animará a sus fieles a seguir una enseñanza en la que no cree y que él no sigue. Por lo tanto, un gran problema que plantean los sacerdotes homosexuales es el elevado número de ellos que no están de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia en cuestiones de moral sexual, por lo que de manera encubierta (o manifiesta) socavan su enseñanza, tanto desde el púlpito como en el confesionario.
Una historia sobre mi viaje personal hacia la castidad puede ser instructiva. Inmediatamente después de mi vuelta a la Iglesia en 2009, cometí pecado al tener un encuentro sexual anónimo con un hombre. Lleno de remordimientos, me fui a confesar al día siguiente y, ante mi gran asombro, el sacerdote (al que no conocía) me dijo que tener sexo con un hombre no era pecado. En cambio, me instó a buscar un novio, diciéndome: «La Iglesia cambiará». Un tiempo después, hablando sobre este sacerdote con gente que le conocía, supe que era ampliamente conocida su condición de homosexual. En su libro publicado en 1991 y titulado Gay Priests, el Dr. James Wolf entrevistó a 101 sacerdotes. Todos estaban en desacuerdo con la enseñanza de la Iglesia en moral sexual; sólo el 9 por ciento de ellos afirmó que a un hombre laico como yo le dirían que no tuviera sexo con un hombre. Esos hombres nunca deberían haber sido ordenados sacerdotes.
Soy consciente de que los sacerdotes descritos antes no son un reflejo de todos los sacerdotes homosexuales. El documento del Vaticano de 2005 hace una excepción con quienes hayan tenido una homosexualidad «transitoria» —hombres que son capaces de superar las graves heridas que conlleva la atracción hacia el mismo sexo por medio de un asesoramiento, el trabajo duro, la oración y una reflexión personal honesta y que, por consiguiente, son buenos candidatos al sacerdocio. Sin embargo, sigo pensando que estos casos son raros.
Debido a que los escándalos sexuales de la Iglesia son en su mayoría homosexuales, la Iglesia no puede ya correr el riesgo de ordenar a hombres con inclinaciones homosexuales con la esperanza que dicha tendencia se vuelva transitoria. La Iglesia necesita hombres maduros, seguros de su identidad y dispuestos a ser padres espirituales. Amo a la Iglesia, pero no soy el tipo de hombres que la Iglesia necesita como sacerdote. The Norms for Priestly Ordination (Normas para la ordenación sacerdotal), publicadas en 1993 por la Conferencia episcopal de los Estados Unidos, me revelan esto: “Para poder decir que una persona es madura, sus instintos sexuales deben haber superado dos tendencias inmaduras, a saber: el narcisismo y la homosexualidad, y deben haber llegado a la heterosexualidad».
¿Cómo sería hoy la Iglesia americana si nuestros obispos se hubieran tomado en serio las directrices de 1961, 1993 y 2005? No podemos responder a esta pregunta, pero podemos mirar a nuestro futuro y escuchar las palabras del Papa Francisco sobre la admisión de hombres homosexuales en los seminarios: “Si existe la más minima duda, es mejor no dejar que entren”. Recemos para que los obispos de los Estados Unidos y del mundo acaten su sabio consejo.
Publicado por Daniel C. Mattson en First Things; traducido por Elena Faccia Serrano para InfoVaticana.
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