Non praevalebunt. Las fuerzas del Infierno no prevalecerán contra la Iglesia. Esa es la promesa de Cristo a la que podemos agarrarnos confiadamente los católicos. Y es el mejor momento para recordarlo y para confiar porque, humanamente, el gobierno de la Iglesia parece más que nunca el bunker de Berlín en la película El Hundimiento.
El panorama es desolador. Los escándalos gemelos de Chile y Estados Unidos no son meramente terribles por el número de años en los que los pastores han estado encubriendo y, por tanto, condonando el abuso continuado y ciertamente escandaloso de varones jóvenes -llamarlo ‘pedofilia’ es simplemente eludir la cuestión- y revelando que tales conductas, lejos de ser insólitas excepciones, se mantenían en un entorno de relativa ‘normalidad’; no, lo especialmente ominoso para los católicos de todo el mundo hoy es la reacción de los obispos ‘buenos’, de los cardenales, del Papa.
En la deliciosa comedia de Billy Wilder ‘1,2,3’, un ejecutivo americano, gerente de la Coca-Cola en Berlín en los años sesenta, tiene como asistente a un tipo que taconea al saludar y estira el brazo a la menor provocación, pero que pretende no haber sabido lo que sucedía en Alemania durante la guerra porque trabajaba en el metro. Se burla Wilder aquí de un pueblo que pretendía, colectivamente, disociarse de los crímenes del nazismo, como si hubieran podido llevarse a cabo en un absoluto secreto, un absurdo. Y ahora quieren vendernos la misma burra ciega.
Miren, les propongo una regla sencillísima: si ante un escándalo masivo, que implica a centenares de vícimas a lo largo de varias décadas dentro de una organización, todos los responsables de esa misma organización aseguran que no sabían nada y que no han visto nada, esa organización está podrida de raíz.
El mal no está, pues, en esas ‘manzanas podridas’; nadie está libre de pecado, ni de los peores, y no hay en este mundo pecador una institución sin mancha. El verdadero mal en este caso está, si entienden lo que quiero decir, en la reacción de los ‘buenos’.
Está en las ‘medidas’ propuestas por el Cardenal O’Malley que glosábamos en un texto anterior. El responsable del organismo vaticano fundado precisamente para clarificar estos casos habla como si el problema tuviera un solución burocrática, cuestión de reforzar unas normas aquí y afilar unas directrices allá, para acabar con este embarazoso asunto. Eminencia, con todo el respeto: los obispos americanos, sus colegas, sabían; Roma sabía; sus ayudantes y subordinados sabían.
Está en un obispo con fama de ortodoxo y conservador, Thomas Tobin, de Providence, diciendo en Twitter que la mayoría de sus colegas son santos e irreprochables (estoy parafraseando) y que este escándalo es algo excepcional. El tuit en cuestión tenía, la última vez que lo vi, un centenar de respuestas, casi todas respetuosas pero, en su abrumadora mayoría, enormemente críticas. No creo que sea coincidencia que Monseñor Tobin haya cerrado su cuenta a continuación.
Está en una Curia dominada, a su vez, por una ‘junta’ informal -el C9- entre cuyos miembros abundan los salpicados por el escándalo, como el Cardenal Maradiaga, o los de ortodoxia más que cuestionable, como el Cardenal Marx.
Está en un pontificado que parece mucho más obsesionado con cuestiones que guardan poca o ninguna relación con su misión -desde el Cambio Climático a las políticas migratorias-, sobre las que se pronuncia con desconcertante seguridad, que con asuntos doctrinales graves puestos en cuestión, que deja en un penoso estado de confusión.
Está en un montón de consignas biensonantes -‘Una Iglesia pobre para los pobres’, ‘Tolerancia cero’- que quedan en nada y que se contradicen constantemente con las decisiones prácticas que se adoptan. Y en una obsesión por la imagen y el gesto vago en detrimento de la claridad.
Está en una división de la Iglesia que se acentúa y se favorece casi de un día para otro, en la marginación de los cristianos ‘conservadores’ que, para enorme desgracia del progresismo dominante, son los que llenan las iglesias y los seminarios.
Que Su Santidad se definiera de izquierdas al inicio de su pontificado ya daba una idea de que la ideología iba a tener un peso determinante en el mismo, algo que ha confirmando combinando una inagotable misericordia hacia un lado con una inexplicable e inexplicada dureza con instituciones tradicionales como la Hermandad de los Apóstoles o los Franciscanos de la Inmaculada, verdaderos viveros vocacionales.
Está en una ambigüedad doctrinal deliberadamente mantenida en torno a verdades esenciales, cuestionadas desde diversas instituciones eclesiales, sobre los sacramentos o la objetividad del bien moral. Su empecinado silencio ante las dudas planteadas por cuatro cardenales acerca de su exhortación Amoris Laetitia, en un pontífice al que no se le puede acusar precisamente de silencioso o titubeante, sigue siendo un doloroso misterio para muchos, como su actitud cambiante sobre la comunión ofrecida a los protestantes cónyuges de fieles católicos.
Está, en fin, en una jerarquía cada vez más disociada de su misión, convertida en un gremio profesional más, interesada, sobre todo, en luchas de poder y ambiciones personales y no en el celo por la Casa del Padre. Uno quizá no deba pretender que cada uno de los obispos del mundo sea exacto émulo de los apóstoles, sus predecesores; pero es que da la sensación de que ni siquiera lo intentan.
Dejo fuera, porque va de suyo, el divorcio de la jerarquía con los fieles, que salen de la Iglesia en riada o permanecen en ella al margen, en todo lo que sea lícito, de sus pastores. Y también, porque merece una columna en profundidad, la evidente infiltración de los homosexuales en todos los niveles de la jerarquía eclesiástica.
Nada de esto puede cambiar, ni va a cambiar, sin un verdadero tsunami dentro de la Iglesia. Quizá tengamos que plantarnos los laicos; quizá una persecución real, de las que ponen en peligro vidas y haciendas, elimine del sacerdocio todo atractivo mundano. Quizá se produzca un desarrollo aún más traumático. No lo sé; lo que sé es que un puñado de reglas burocráticas no va a hacer nada para detener la marea.
Ayuda a Infovaticana a seguir informando