La editorial Homo Legens ha publicado en España el libro Últimas noticias del hombre (y de la mujer) del filósofo Fabrice Hadjadj. El libro recoge 90 breves artículos de prensa en los que el autor aborda todo tipo de temas: desde la importancia del dedo gordo del pie o el arte de la alfombra hasta las hortalizas Toshiba, la espiritualidad en la era tecnológica o el misterio pascual en la evolución.
Su intención, tal como señala al inicio del libro, es «hablar de lo humano, mientras quede algo». Hadjadj demuestra con este libro que no existen cosas sin interés, tan sólo personas incapaces de interesarse.
Uno de estos artículos está dedicado a la importancia de la mesa familiar. Hadjadj mantiene que nuestra primera reivindicación social debería unirse al célebre grito de nuestra infancia: “¡A la mesa!”.
A continuación, el artículo completo de Fabrice Hadjadj:
¡A la mesa!
Las discusiones sobre el sínodo de la familia se han centrado en el acceso de los “divorciados vueltos a casar” a la Mesa eucarística —como si las perspectivas no hubieran cambiado desde hace veintiún siglos (porque, lo recuerdo bien, ese problema se planteaba ya desde los primeros tiempos de la Iglesia). A decir verdad, ya no estamos ahí. Hemos llegado a una época en la que la cuestión es mucho más rudimentaria: ¿qué hacemos para que la familia pueda acceder a la mesa de diario? Simplemente.
Hemos olvidado algo que sabían nuestros padres: que la mesa es un objeto ultratecnológico, hasta tal punto que, a su lado, las sofisticaciones parecen groserías. Lo demuestra una rápida consideración de los materiales: pasar de una mesa hecha de tablas de cerezo macizo a una tableta hecha con los últimos superconductores es propio de una decadencia evidente (lo mismo que reemplazar la minestrone de la abuela por un producto de síntesis). Pero solamente es un indicio. La gran ventaja de la mesa sobre todos nuestros dispositivos futuristas se manifiesta, más que nada, en el dominio de los multimedia. Allí donde la tecnología no llega más que a favorecer la comunicación virtual, la mesa tiende a organizar la comunión viva.
Vemos en ella comensales presentes de verdad, que surgen como bustos siameses de un mismo centauro inmóvil, reunidos, abriéndose como ramas floridas de un único árbol místico y manifestándose en su especificidad humana, es decir, a la vez animal y razonable, comiendo con la boca y hablando con ella por turnos, con sus manos entrechocando los vasos y haciendo que circulen los platos para renovar una sustancia personal que no se puede descargar de la red. Y, mientras que la navegación digital nos hace llegar a lugares relacionados con nuestra edad y nuestros focos de interés, la comida nos acerca a otros, ante todo, porque tienen hambre como nosotros y porque la mesa es el médium incomparable del reencuentro con otras generaciones —abuelos con nietos—, con gente que no comparte nuestras ideas —pero que comparten de buena gana nuestro bistec—, e incluso con otras especies —porque el perrito aprovecha las migajas que caen entre los pies— Podemos comprender, por tanto, que la civilización se haya construido en este lugar, en la difícil atención necesaria para aprender a estar en la mesa, para no molestar con los codos a nuestros vecinos, para pedir las cosas diciendo “por favor” y recibirlas diciendo “gracias”.
Pero resulta que nosotros estamos sometidos al progreso tecnológico-financiero, y hemos renunciado a la civilización. La tableta y el teléfono inteligente se engalanan con el término “convival”, redefinido por Steve Jobs, y el tiempo se ha desestructurado bajo el flujo de las news y de la diversión, siempre disponibles, bajo la presión de un trabajo que ya no sigue el ritmo del cuerpo y de las estaciones, sino la cadencia infatigable de las máquinas. A partir de ahora, la familia estalla bajo un mismo techo. Cada uno tiene su horario caprichoso, cada uno está ante su pantalla táctil y, por último, se apresura a comer, por separado, en la puerta del frigorífico, comida prefabricada, siguiendo los consejos dietéticos de Dietasaludable.com.
Günther Anders decía ya en los años cincuenta que la televisión había destruido la mesa familiar y que el hogar ya no sería, desde entonces, un punto de convergencia. Con el aparato que nos une individualmente a la información continua, el estallido se completa. El divorcio con nuestro prójimo y, por lo tanto, con uno mismo, con frecuencia no es más que la consecuencia de la alta fidelidad a ese dispositivo informático: el tejido familiar ya no se teje. El oficio de tejer que tenía la mesa lo hemos desechado. Por eso, nuestra primera reivindicación social debería unirse al célebre grito de mamá durante nuestra infancia: “¡A la mesa!”.
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