El anciano monseñor, casi toda su larga vida encerrada en los muros vaticanos, frunció primero el ceño cuando le pregunté por la próxima canonización de Pablo VI, a quien había conocido personalmente, para luego esbozar una sonrisa culpable
– Bueno, supongo que tendré que pedir una dispensa… Hice voto de hacerme anglicano si algún día canonizaban a Pablo VI.
Antes de que pudiera decidir hasta qué punto estaba bromeando, se levantó de un salto inimaginable en alguien de su edad para buscar entre los libros que abarrotaban su habitación uno pequeño, casi un panfleto.
Era, me dijo, la instrucción oficial original sobre la misa Novus Ordo, recién aprobada por aquel pontífice. En la definición de la Misa no aparecía la menor referencia al Sacrificio, sino meramente a la ‘congregatio populi Dei’, la comunión del pueblo de Dios.
Según mi monseñor, el ‘lapsus’ era tan flagrante que se llamó la atención sobre él y hubo que subsanarlo. Se mandó destruir la primera edición y, más curioso, se presentó la segunda, corregida, como si fuera la primera y la anterior nunca hubiera existido. Lo que en ese momentos tenía entre las manos, pues, oficialmente no existía.
Sin llegar necesariamente al celo de nuestro querido monseñor, son muchos los que asisten perplejos no solo a esta canonización concreta, de la que se discute en el consistorio del sábado, sino a la fiebre canonizadora del papado corriente. Uno puede repasar siglos de la historia de la iglesia con Papas que, en cualquier caso, influyeron enormemente y para bien en su tiempo y en los que los santos se cuentan con los dedos de una mano.
Ahora, en cambio, parece como si todos los pontífices tuvieran que ir al Cielo -o, al menos, a los altares- por el procedimiento de urgencia. Incluso Francisco bromeó asegurando que luego vendría Benedicto y, a no mucho tardar, él mismo.
Un Papa es el vicario de Cristo en la tierra, y es de imaginar que el primer juicio que deba hacerse sobre su persona -y una canonización no es otra cosa- deberá referirse a los frutos que haya aportado al pueblo de Dios. En fría estadística, nos tememos que esos frutos son manifiestamente mejorables: el pontificado de Pablo VI, y el Concilio Vaticano II que clausuró, presidió una fuga masiva de fieles de las iglesias e inauguró la fase más acelerada de descristianización de Occidente.
‘De internis, neque Ecclesia’; de lo interior, ni la Iglesia puede juzgar, y quizá Pablo VI desplegó virtudes heroicas en la más estricta y secreta intimidad que vayamos ahora a conocer. Pero, como Papa, su legado es bastante polémico. Promulgó textos del concilio que no pocos en su tiempo tildaron de ‘semimodernistas’, como Gaudium et Spes, Unitatis Redintegratio, Nostra Aetate o Dignitatis Humanae, y llevó a cabo una verdadera revolución litúrgica auxiliado por Monseñor Annibale Bugnini, incluyendo la misa Novus Ordo que a tantas ‘variantes de fantasía’ ha dado lugar.
El veterano vaticanista Sandro Magister pretende en un reciente artículo que el Papa Montini fue más víctima que autor de esta revolución litúrgica, vilmente engañado por Bugnini, quien le aseguraba que todos los cardenales querían la reforma (mientras tranquilizaba a los cardenales asegurándoles que aquella era la reforma querida por el Papa). Es posible, por lo que sabemos, y el hecho es que Bugnini acabó su carrera eclesiástica de nuncio en Teherán, que tiene toda la pinta de ser un castigo.
Pero es una débil excusa: el Papa era él, no Bugnini. Por lo demás, él más aún que su iniciador, Juan XXIII, encarna el Concilio y, para bien o para mal, está asociado con su famoso ‘espíritu’. Y esa parece ser la principal razón por la que se le quiere canonizar, para consagrar el propio y discutido ‘espíritu del Vaticano II’.
Precisamente su obra más reseñable y, en su día, sorprendente, la Humanae Vitae, en la que condena la contraconcepción y hace unas profecías sobre la ‘mentalidad contraceptiva’ que se han cumplido al pie de la letra, está ahora en ‘revisión’, cuando se cumple medio siglo de su promulgación.
Otro de los momentos brillantes de su pontificado, que le ha costado a la izquierda perdonarle al papa Montini, es la Semana Negra, en los días finales de la tercera sesión del Concilio, y que tan bien relata Roberto de Mattei en su obra recientemente editada por Homo Legens.
Si hemos de juzgar por los precedentes en el actual pontificado y a las declaraciones que se vierten en torno a la vieja encíclica, hay pocas dudas de que la ‘reinterpretación’ se hará ‘a la baja’, es decir, suavizando sus aristas más hostiles a la opinión mundana imperante.
En cualquier caso, la canonización parece más ‘pastoral’ que doctrinal, reflejando un Papado del que puede decirse otro tanto, y con ella se corre el riesgo de seguir abaratando un proceso, el que lleva a la Iglesia a proponer vidas de ejemplar imitación de Cristo, que no vive sus horas más gloriosas.
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En el decreto de beatificación ¿no se hizo saltándose las normas con respecto a las intervenciones milagrosas? se hizo parece ser por decreto del Papa o fue con Juan XXIII. Esta corriente de beatificar o canonizar a los Papas no tiene razón de ser y no es muy coherente sobre todo si se hace en un lapsus corto de tiempo. San Isidro Labrador que murión en un clarísimo olor de santidad no fue canonizado hasta 1622, igual ni tanto ni tan calvo.
Y yo me pregunto ¿qué ha pasado con las alegaciones presentadas por gente tan señalada como el padre don Luigi Villa, nunca rebatidas, y por otros testimonios sobre la vida privada de Pablo VI? ¿Tanta prisa hay en elevar a los altares a un Papa que tuvo un comportamiento tan lamentable con España?
Escrivá decía que cuando Pablo VI puso en la Misa después de la consagración «ven SeñorJesús» fue para hacer una concesión a los protestantes.