Los católicos somos hasta tal punto el muñeco de pimpampún de la modernidad, estamos tan abajo en la cadena trófica de la progresía dominante, que recibimos con desproporcionado alborozo la noticia de que ‘uno de los nuestros’ figura en alguna alta posición política de algún país occidental.
Es el caso de Annegret Kramp-Karrenbauer, que el pasado febrero fue nombrada secretaria general de la Unión Demócrata Cristiana (CDU), el partido que gobierna en coalición en Alemania y que está considerada como la ‘heredera natural’ de la canciller Angela Merkel.
Su nombramiento fue saludado casi más con alivio que alegría por los católicos europeos. Solo que, siendo alemana, las probabilidades de que fuera una católica ‘progresista’ eran demasiado altas, incluso figurando en un partido de derechas.
Y, bingo: Annegret Kramp-Karrenbauer, en el suplemente religioso del diario alemán Die Zeit, ha declarado que «ojalá llegue la ordenación de las mujeres».
Kramp-Karrenbauer llega a decir que podía imaginarse a sí misma como sacerdotisa, pero que sabía que eso era imposible.
«¿Qué les falta, que no pueden recibir la ordenación? Aparte del hecho mismo de ser mujeres, nadie me puede responder a esa pregunta de forma positiva».
La sucesora probable de Merkel recuerda que las mujeres «determinan la labor diaria de la iglesia» y que, por tanto, eso debería reflejarse en su estructura de poder. «Buena parte de lo que vemos hoy como un conjunto de normas ha evolucionado a lo largo de los siglos, moldeado por las instituciones, no por Jesús».
Kramp-Karrenbauer no es exactamente excepcional en esto. La Iglesia alemana es un cúmulo de paradojas: es una de las más cercanas al Papa, pese a ser también una de las más heterodoxas y no exactamente ‘periférica’; es también una de las que experimentan mayor fuga de fieles y mayor crisis de ordenaciones siendo, en cambio, de las más ricas.
Esto último se explica por el Kirchensteuer, el impuesto que deben pagar ineludiblemente los fieles salvo que apostaten y que, en la riquísima Alemania, supone una verdadera fortuna. La parte ‘mala’ es que los fieles se convierten así, de algún modo, en ‘clientes’ de una empresa, que deberá contentarlos para evitar perderlos.
Esta diabólica dinámica coadyuva a que la Iglesia alemana, para contentar a unos fieles influidos por las ideologías ambientales, esté en la vanguardia de las novedades eclesiales, desde la intercomunión a la interpretación laxa del Capítulo 8 de Amoris Laetitia, pasando por la demanda de la abolición del celibato, una cuestión que se planteará sin duda el próximo Sínodo de la Amazonia.