Asombra, en la Exhortación apostólica sobre la santidad, la descripción del primado de la acción, que llega incluso a no comprender la vida contemplativa. No la vivía así una santa de la caridad como Madre Teresa de Calcuta, o un hombre de acción como Giorgio La Pira.
Riccardo Cascioli / La Nuova Bussola Quotidiana
Siempre es positivo que nos recuerden que «para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad» (n. 19) y que dicha «misión tiene su sentido pleno en Cristo y sólo se entiende desde él» (n. 20). Con este espíritu acogemos la Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate.
Para comprender mejor el sentido de este documento es necesario, sin embargo, que nos preguntemos por qué se nos propone. De hecho, un documento se justifica si hay necesidad de volver a proponer un tema olvidado, o porque se quiere decir algo nuevo. Excluyamos la primera hipótesis: a partir de Juan Pablo II en adelante, el tema de la santidad ha sido, efectivamente, el centro de la preocupación pastoral y, en el caso del Papa Wojtyla, mediante la canonización de muchos santos modernos, indicados como ejemplo para el pueblo de Dios: 482 santos y 1345 beatos en 27 años, prácticamente el mismo número que el total de los cuatro siglos precedentes. Benedicto y Francisco han seguido básicamente el mismo camino, haciendo de la santidad un hecho familiar; en efecto, son muchos los que hoy en día pueden decir que han conocido personalmente a un santo o a un beato.
Por consiguiente, es más probable que Gaudete et Exsultate se justifique con la necesidad de decir algo nuevo y distinto acerca de la santidad. Efectivamente, en el subtítulo encontramos que se habla de «llamada a la santidad en el mundo actual»: es evidente que, visto que la llamada a la santidad está presente en el mundo contemporáneo, la curiosidad lingüística quiere afirmar que hay algo en la sociedad actual que requiere de una nueva definición del concepto de santidad. Efectivamente, si lo único que se buscaba era enumerar las características y las indicaciones para una vida santa –algo que se hace en una gran parte de la exhortación–, habría sido suficiente aconsejar la lectura de la Imitación de Cristo, un clásico de la espiritualidad, siempre actual y pedagógicamente insuperable.
Con Gaudete et Exsultate se quiere, por lo tanto, introducir algo nuevo, hacer un nuevo hincapié que esté en línea con los temas ya conocidos de este pontificado. Decir «nuevo» parece, en realidad, arriesgado para quien ha vivido en los años 70 del siglo XX; de hecho, es inevitable encontrar aquí el eco de una cierta teología política entonces de moda, y cuyo resultado era que «Ya no basta con rezar», título de una famosa película chilena de 1971, en la que se cuenta la historia de un sacerdote que, en contacto con la extrema pobreza, lentamente se convierte a la batalla por la justicia social. Hoy, la terminología ha cambiado en parte, pero en Gaudete et Exsultate, aunque sin olvidarse de la oración, está clarísimo el primado de la acción, que llega hasta el punto de no comprender la vida contemplativa: «No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión» (n. 26).
Y, sin embargo, una santa de la caridad como la Madre Teresa de Calcuta enseña una perspectiva muy distinta, como es evidente en la anéctoda relatada hace tiempo por el cardenal Angelo Comastri, orgulloso de su larga amistad con la santa. Refiriendo un encuentro que tuvo con la Madre Teresa cuando él era aún un simple sacerdote, Monseñor Comastri recuerda: «Me miró con sus ojos límpidos y penetrantes. Después, me preguntó: «¿Cuántas horas rezas al día?». Sorprendido ante esta pregunta, intenté defenderme diciendo: «Madre, de usted me esperaba un llamamiento a la caridad, una invitación a amar más a los pobres. ¿Por qué me pregunta cuántas horas rezo?». La Madre Teresa me agarró las manos: «Hijo mío, ¡sin Dios somos demasiado pobres para poder ayudar a los pobres! Recuérdalo: yo soy sólo una pobre mujer que reza». Nos volvimos a ver en muchas otras ocasiones, pero toda acción y decisión de la Madre Teresa dependía de la oración: «Rezando, Dios introduce el amor en mi corazón y, así, puedo amar a los pobres»».
Pero sobre la relación entre oración y acción vale la pena recordar otro ejemplo, el del Siervo de Dios Giorgio La Pira [político demócrata cristiano italiano]. A inicios de 1951, año en que fue elegido alcalde de Florencia, comenzó una gran actividad internacional por la paz e involucró a todos los monasterios de clausura en su acción constante: a partir de ese momento, no hubo iniciativa o decisión que no estuviera acompañada por una carta pidiendo la oración de las religiosas de clausura, a las que La Pira explicaba con todo detalle los motivos e intenciones de su acción. Y he aquí cómo explica La Pira, a finales de 1951, la necesidad de «establecer un «puente» entre dos orillas, ambas esenciales para la vida de la Iglesia y la vida de la civilización: la «orilla» de la contemplación y la «orilla» de la acción». Explica La Pira a las religiosas: «El mundo «profano», es decir, el mundo concretamente humano, el mundo que se edifica a través de la vida técnica, económica, social, política y cultural, este mundo que es, en cierto modo, el mundo de la acción, de la actividad exterior, del dinamismo incesante, pide, a menudo de manera inconsciente, una sola cosa: el agua de la gracia, la dulzura experimentada por el silencio, las intuiciones vitales de la soledad, los suavísimos frutos de la oración, las purezas delicadas y virginales de la luz interior.
Este mundo tan activo pide, a menudo sin darse cuenta, el descanso de la contemplación, el «sueño» reparador que procede del disfrute de Dios; este mundo pide, para encontrar firmeza y fecundidad, ser construido sobre la roca de la oración: es como una planta que no puede vivir separada de sus raíces. Este mundo siente que sólo desde las profundidades de la adoración y la contemplación de Dios puede obtener la linfa que da juventud y vida. He aquí, entonces, que vemos surgir de nuevo en el horizonte de la civilización contemporánea la silueta grácil y severa, firme y delicada, de los monasterios de clausura.
Helas aquí, las piedras angulares sobre las que la sociedad moderna quiere construir, inconscientemente, el propio edificio: ellas son los oasis de paz, los manantiales de agua viva; es el domicilio del silencio, de la soledad; aquí, la «mejor parte» se desarrolla en su plenitud; aquí, en la paz vivificante, descansan juntos, en cierto modo, Dios y el hombre: hic manebimus optime («Aquí estaremos muy bien», Tito Livio) et qui creavit me requievit in tabernaculo meo («y el que me hizo descansó en mi tienda»).
Y, en la otra orilla, ¿qué pide el mundo contemplativo? También aquí la respuesta es clara: pide penetrar con la levadura de la gracia, con la linfa de la oración, con el arma de la penitencia, con la fuerza del amor, en las estructuras más íntimas del mundo «profano»; pide arar y fecundar todo el territorio del hombre: vida personal y vida familiar, vida económica y vida social, vida política y vida cultural, toda la vida humana constituye el objeto de esta pregunta constante: es la misma pregunta de Cristo, y se extiende tanto cuanto se extiende el hombre. Como campo infinito de trabajo, ¡cuánta tierra hay que arar, cuántos surcos hay que abrir, cuánta irrigación de gracia y de paz!».
(Artículo publicado originalmente en La Nuova Bussola Quotidiana. Traducción de Helena Faccia Serrano para InfoVaticana)
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