Que el presidente de la Academia Pontificia por la Vida, el Arzobispo Vincenzo Paglia se decante por la muerte en el caso del niño Alfie Evans, en el curso de una entrevista concedida a Tempi, contra el criterio repetidamente expresado por Su Santidad el Papa Francisco, es ya bastante deprimente y desconcertante, como lo es su permanencia en el cargo después de las declaraciones, universalmente criticadas por expertos católicos en bioética.
Pero el caso podría quedar en mera anécdota intrigante y misteriosa si no fuera porque ya hay casos más que sobrados para intuir un extraño patrón: el de las personas de confianza del Papa, que frecuentan los titulares escandalosos, ya por declaraciones que se oponen a la doctrina moral asentada -como fue el caso del Cardenal Marx y sus ‘bendiciones a uniones gays’-, ya por turbios escándalos financieros -como el que afecta a la mano derecha de Francisco, el hondureño Cardenal Maradiaga-, ya a ‘affairs’ de orden sexual, como los que conciernen al Cardenal Coccopalmerio o al obispo chileno Juan Barros.
Este último caso es paradigmático, y no solo porque Su Santidad impuso su promoción a Obispo de Osorno contra el parecer mayoritario del episcopado chileno y porque lo mantiene incluso después de conocerse las verosímiles denuncias de una de las víctimas del protector de Barros, el Padre Karadima, en su día hallado culpable de abusos a menores; sino, sobre todo, porque contradicen puntales del propio programa delineado públicamente por el Papa al inicio de su Pontificado, del que se cumplen en estos días cinco años.
¿Tiene sentido el empecinamiento con Barros después de la contundencia con que promulgó su política de ‘tolerancia cero’ con los abusos clericales que ensombrecieron los últimos años de Juan Pablo II? ¿O nombrar enviado papal y mantener en su círculo íntimo al más alto de los príncipes de la Iglesia implicados en el añejo escándalo americano, el Cardenal Mahony?
¿Tiene sentido iniciar su mandato bramando contra la corrupción propia (del Vaticano) y ajena y proclamar la inocencia de Maradiaga pese a los gravísimos indicios y testimonios sin siquiera esperar el resultado de una investigación?
¿O anunciar una ‘limpia’ de las finanzas del IOR, la tan poderosa como opaca banca de la Iglesia, para ponerla en manos de Monseñor Ricca y que todo siga como estaba?
Un caso similar, en este mismo sentido, es el nombramiento, el pasado diciembre, de Monseñor Gustavo Zanchetta como asesor de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica (APSA), que maneja más de 5.000 propiedades del Vaticano y administra una cifra cercana a los 3.200 millones dólares. Su jefe es el cardenal Domenico Calcagno, que fuera acusado de malversación de fondos cuando era obispo de Savona y contra el que, se dice, tenía el cardenal Pell pruebas concluyentes que podían haberle llevado a prisión.
Zanchetta, argentino, tiene antecedentes igualmente cuestionables: supuestos abusos de poder y desmanes financieros en la diócesis de Quilmes, de cuyos colegios era vicario económico, hasta el punto de que sacerdotes y fieles de la diócesis montaron campañas y protestas para pedir a Francisco que no le elevara al episcopado, todo en vano.
La Iglesia se gloría en su capacidad de perdón y de acoger a la oveja perdida, pero, ¿es prudente o medianamente normal poner a dos personajes con estos antecedentes a cargo de semejante cantidad de dinero?
La lista se hace interminable. Basta recordar que, además de los citados, figuran en el círculo íntimo de Su Santidad el Cardenal Danneels, Obispo de la diócesis belga de Malines-Bruxelles, acusado de haber encubierto a un obispo pedófilo; o el Cardenal irlandés Murphy O’Connor, sobre quien se abrió una investigación, tras la denuncia de varios laicos, ante la Congregación para la Doctina de la Fe, por una más que cuestionable gestión de los casos de los abusos; o el Cardenal chileno Javier Errazuriz, activísimo protector de Barros contra viento y marea. Los tres, además de Mahony, cardenales electores en el último cónclave.
Según un reciente sondeo de la multinacional demoscópica Pew Research, a sus cinco años de Pontificado Francisco tiene una alta aceptación entre los católicos (en nuestro país, nueve de cada diez tiene una visión positiva del Pontífice) y aún mayor del resto del mundo o, al menos, de los que cuentan. Pero no puede decirse lo mismo de sus colaboradores más cercanos que, al fin y al cabo, los ha elegido él personalmente, llegando a crear una camarilla interna de nueve cardenales -el C9- que ocupa un lugar indeterminado y difuso en la estructura de poder de Roma.
Y llegado a este punto es insoslayable tomar en consideración la tesis que adelanta en su blog, Stilum Curiae, el veterano vaticanista Marco Tossati: que el Papa elige a sus más estrechos colaboradores, no a pesar de sus faltas pasadas, sino en parte precisamente por ellas. «El Pontífice presume de tener una memoria óptima, y de haberla tenido siempre», concluye Tossati. «Sin duda en la gestión de gobierno las personas con un pasado presentan ventajas, gratitud como poco hacia un soberano tan magnánimo. Pero no siempre ofrecen garantías de ser adecuados para el cargo al que han sido llamados. La lealtad ciega y la competencia no son sinónimos».
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