En la extensa entrevista concedida al periodista francés Guillaume d’Alançon, publicada ahora en español bajo el título Esperanza para el mundo, el cardenal, con realismo absoluto, huye de versiones edulcoradas sobre el mundo que vivimos y sobre el papel de la Iglesia en él, al mismo tiempo con la certeza de que la victoria le corresponde a Cristo
(Carmelo López-Arias / Religión en Libertad)– Si, por un lado, «las jóvenes Iglesias de África y Asia a menudo muestran la energía y compromiso de la primera evangelización», por otro «en muchos aspectos la Iglesia de Occidente parece estar cercana a la muerte». Ante esta realidad difícilmente eludible, el cardenal Raymond Leo Burke nos recuerda que «la Iglesia nunca acaba, dondequiera que esté en el mundo, porque Cristo, que es fiel a sus promesas, siempre permanece con la Iglesia, en cualquier lugar y hasta el fin del mundo». Y nada es irreversible. También en la Iglesia de Occidente hay «muchos signos de un nuevo florecimiento de la fe, que debemos apoyar y en el que debemos tomar parte» para emprender «la nueva evangelización» a la que está llamada: «Allí donde la Iglesia parezca que está desapareciendo, se debe dedicar de nuevo a la enseñanza de la fe, a la adoración y la oración, y a una vida virtuosa, con energía y compromiso renovados».
Visión personal del mundo y de la Iglesia
En estas respuestas podría sintetizarse el mensaje transmitido por el cardenal Burke en la extensa entrevista concedida al periodista francés Guillaume d’Alançon, publicada ahora en español bajo el título Esperanza para el mundo. Unir todas las cosas en Cristo (Bibliotheca Homo Legens). Con realismo absoluto, huye de versiones edulcoradas sobre el mundo que vivimos y sobre el papel de la Iglesia en él, al mismo tiempo con la certeza de que la victoria le corresponde a Cristo, y no a sus enemigos.
El cardenal Burke destaca por encima de todo el problema de la catequesis, de la enseñanza de la fe, como una de las mayores necesidades de la Iglesia hoy porque está en la raíz de su declive. Nacido en 1948, conoció la época en la que se daba importancia a los contenidos: «Las definiciones y fórmulas que teníamos que aprender eran muy ricas y favorecían la reflexión sobre las realidades de la vida. El catecismo me ayudó a descubrir el significado profundo de los misterios de la fe». Posteriormente conoció «las serias ambigüedades de los nuevos métodos de enseñanza del catecismo desarrollados a partir de los años sesenta», un «método de catequesis que exaltaba al individuo humano en detrimento de Dios».
El derrumbe postconciliar
De abuelos irlandeses e hijo de un granjero que falleció cuando él tenía 8 años, Burke recibió una sólida formación cristiana en el hogar y en la parroquia, ingresó en el seminario menor en 1962 y fue ordenado por Pablo VI en 1975. Cuando empezó su preparación sacerdotal, justo al inicio del Concilio, «en la Iglesia había un sentimiento de serenidad y confianza». Enseguida, «a medida que se desarrollaban las sesiones, se empezó a oír una crítica cada vez más dura relacionada con los distintos aspectos de la vida de la Iglesia. Era preocupante… De vez en cuando, se llamaba a los denominados expertos sobre el Concilio para que hicieran presentaciones en el seminario. Algunas de estas presentaciones reflejaban una seria falta de respeto por la vida de la Iglesia tal como era antes del Concilio; algunas llegaban tan lejos que cuestionaban continuamente la enseñanza de la Iglesia en materia de fe y de moral».
El efecto fue demoledor sobre «la vida y disciplina sacerdotal y religiosa», con abandonos masivos y «un rápido declive de las vocaciones». También «disminuyeron la participación en la misa dominical y el fervor religioso en general». Entre los fieles «se desarrolló una noción errónea de la conciencia, que tuvo un efecto desastroso en la vida moral de los católicos. El sentido de seguridad sobre la vida, que hasta entonces había sido común en la Iglesia, se reemplazó rápidamente con un sentido de imprevisibilidad, cuestionamiento, duda y experimentación. En lugar de intentar solucionar esta situación, parecía que hubiera una especie de fascinación en el hecho de cuestionarlo todo«.
Una vez ordenado sacerdote, sus primeras tareas fueron en el ámbito de la enseñanza y la catequesis, donde percibió un problema que persiste: la «falta de textos catequéticos serios» para los niños y la ausencia de contenidos en los que había. El joven vicario parroquial se encontró con un cambio brutal respecto a su propia infancia, apenas tres lustros anterior: «Lo que seguramente más me asombró fue la incultura religiosa que tenían los niños que, en cambio, eran inteligentes y estaban bien formados en otros ámbitos».
Empobrecimiento del contenido
Mientras, continuaba su formación, y revela a Alançon que él habría querido estudiar teología y no le atraía el Derecho Canónico, al que se consagró a partir de 1980 por petición de su obispo. Una dedicación que, al final, ha dado sentido a toda su trayectoria eclesiástica.
Ya como obispo (1995, La Crosse; 2003, Saint Louis), Burke seguía detectando el agujero catequético y sus consecuencias. Una dificultad en su ministerio era «la invasiva secularización de la cultura que, por desgracia, también había entrado en la vida de la Iglesia. El empobrecimiento que había sufrido el contenido de la catequesis durante décadas impedía a los fieles dar testimonio en la cultura como cristianos. La formación de los seminaristas también se había debilitado y había perdido su rumbo».
Todo procedía desde los primeros años 60: «El sentimiento generalizado era que toda la vida de la Iglesia antes del Concilio no tenía valor, que era necesario crear una nueva Iglesia para poder vivir en un mundo que había cambiado mucho».
Errores previos
Aunque eso no pasó por casualidad: ya antes del Concilio mucha gente «había perdido el sentido de la transmisión de la fe» por un sentido «erróneo» del «progreso humano» que «hacía difícil acoger el don de Dios»: «Las verdades de la fe ya no se aceptaban con el corazón inocente de un niño«.
«Junto al misterio desapareció el sentido de la fe y de lo sagrado», añade poco después: «La gente sufría cruelmente por una falta de formación y, en el mejor de los casos, había mantenido un formalismo desarraigado, ya fuera en las relaciones humanas o en la práctica litúrgica».
La esperanza
Pero el cardenal Burke no se queda en una descripción de errores pasados. El mensaje que quiere transmitir es, como titula su libro, Esperanza para el mundo. Porque la hay.
«En las relaciones que he tenido con sacerdotes jóvenes, como obispo y como cardenal que trabaja en Roma, he observado que no comprenden el tipo de revolución que hubo en la Iglesia que se identifica con el mayo del 68 y, dessde luego, ellos no forman parte de ella… Han sufrido la derrota moral de una sociedad totalmente secularizada» y quieren tomar parte en «la nueva evangelización a la que el Beato Pablo VI y San Juan Pablo II tan a menudo nos exhortaban».
Volver al teocentrismo, también en la liturgia
Para ello, el cardenal propone, una «renovación espiritual» que parta de un fundamento consistente: «Debemos volver a nuestras raíces, a los fundamentos de nuestro ser y, por lo tanto, a la metafísica«. La mente humana necesita «una filosofía realista que sirva como base para su comprensión de los misterios de la fe». «La Iglesia debe redescubrir su visión teocéntrica«, que «puede sostenerse sólo con la sagrada liturgia celebrada con dignidad», esto es, con una perspectiva de adoración que es urgente recuperar para «que haya una gran devoción y un sentido de la trascendencia que indica que nos estamos dirigiendo al Señor y que el sacrificio en el Calvario se está renovando«.
Ese regreso de Dios al centro de la liturgia es fundamental, porque «la Iglesia sigue enfrentándose al desastre causado por una errónea interpretación de la reforma litúrgica deseada por los padres del Concilio Vaticano II», que se tradujo en «una violenta reformade los ritos litúrgicos, acompañada por el incentivo a experimentar con ellos».
«Es de la máxima importancia el modo en que adoremos al Señor», subraya Burke, «porque esto permitirá que Cristo sea cada vez más visible y tangible». Ha de quedar «claro», dice, «que la liturgia es la acción de Cristo: «Para los niños, ir a una misa en la que el sacerdote piense que él es el protagonista les destruiría su sentido de la liturgia«.
A lo largo de Esperanza para el mundo, Alançon va proponiendo numerosos otros temas: el aborto, la vida familiar, las nulidades matrimoniales, el matrimonio homosexual, la homosexualidad misma, la ideología de género… Tiene claro que, ante todo ello, «abandonar la política de golpe sería una catástrofe. Debemos hacer todo lo posible para que los cristianos se impliquen en la política, para no dejar el sistema legislativo en manos de quienes quieren legislar contra la Ley natural».
Vivimos «en un mundo que ya no es cristiano. El mundo ha cambiado y debemos re-cristianizar la vida ordinaria de cada día», y es misión de los laicos «la transformación del mundo». Eso implica antes una transformación personal, espiritual, para lo cual propone un pequeño programa que descansa sobre un pilar diario: «Se tiene que encontrar tiempo para dedicarlo exclusivamente al Señor en oración», uno mismo y en familia.
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(Artículo publicado originalmente en Religión en Libertad)
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¿ Para cuando la corrección ? ¿ No hay en toda la Iglesia un sólo Pablo que corrija a Pedro ?
jajajajaj Ecehinique a ver si nos entendemos. El que tienes que corregirte eres tu muchacho
Los católicos nos corregimos con frecuencia, a través de la confesión y ulterior comunión. Los misericordíticos no necesitan ni conversión ni confesión ni comunión para alcanzar, sin juicio, el falso cielo para todos, que es un infierno en toda regla. Si se acercan a la confesión ya saben de antemano que va a ser nula por falta de examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de la enmienda. Si comulgan sus comuniones son sacrílegas, el mejor pasaporte al infierno.
Eso Echenique tu cambia y mucho. Deja a la Iglesia en manos del Espíritu Santo tu no puedes ocupar el lugar del mismo con tu celo amargo. El Señor nos trajo la Buena Nueva y no el celo amargo de los doctores de la ley.
Otros tienen los celos gays de la misericorditis rosagay, de hijo único, de adulterio consolidado, de islam religión de paz, de luterito testigo de la fe, de divorcio a la carta y pildoritis cercana, con mucha invocación del espíritu, el del mundo claro. La ventaja es que la misericorditis tiene los días contados. Es pura gerontocracia y carece de vocaciones, a diferencia de los católicos, doctores en la ley del amor de verdad, que, con el rígido Jesucristo, no admitimos el divorcio ni ninguna otra de las aberraciones que la misericorditis copia del protestantismo y del pensamiento único. El futuro es de los católicos. A la misericorditis le quedan muy pocos telediarios, pero quiere morir matando, al catolicismo claro. No lo conseguirá porque el Espíritu Santo protege a la Iglesia de Jesucristo, la Católica, universal.
Echenqiues deja ya tus celos gays y obsesiones. Deja el celo amargo.
«Vivimos “en un mundo que ya no es cristiano. El mundo ha cambiado y debemos re-cristianizar la vida ordinaria de cada día”, y es misión de los laicos “la transformación del mundo”. Eso implica antes una transformación personal, espiritual, para lo cual propone un pequeño programa que descansa sobre un pilar diario: “Se tiene que encontrar tiempo para dedicarlo exclusivamente al Señor en oración”, uno mismo y en familia.»
Claro, tiene razón, es uno de los pilares, que pide el Señor, una hora de oración sólo para El, para dejar que El nos cambie el corazón, más el rosario, y los sacramentos. Lo que no se comprende es como los que dicen ser los seguidores del Cardenal se dedican a demoler la autoridad del Papa cuando lo primero que nos dice el Señor en la oración es que la Iglesia está construida sobre la roca que es su vicario, y «Aquellos que se oponen a Pedro se están oponiendo se están oponiendo a Mi Iglesia, se están oponiendo a Mi Ley, se están oponiendo a Mí, su Señor y Dios»