Nuestro viejo amigo el padre James Martin, SJ, redactor jefe de la revista America, asesor del Vaticano y autoproclamado apostol ante los LGTBI, se regocija estos días desde su cuenta en Twitter de la enésima ‘salida del armario’, esta vez de un sacerdote al que el National Catholic Reporter dedica una tribuna:
«Este hombre es un pionero. Hay cientos, si no miles, de sacerdotes gays célibes en la Iglesia Católica, ofreciendo sus vidas a Dios y al pueblo de Dios. Se invita a la Iglesia a ver y a aceptar esta verdad. Porque la verdad nos hace libres».
This man is a pioneer. There are hundreds, if not thousands, of celibate gay priests in the Catholic Church, offering their lives to God and God’s people. The church is invited to see, and accept this truth. Because the truth sets us free.https://t.co/WIVTHS1tpA via @ncronline
— James Martin, SJ (@JamesMartinSJ) 18 de diciembre de 2017
Si la verdad, ciertamente, nos hace libres, empecemos por la verdad de que la primera frase del comentario de Martin es mentira: el sacerdote en cuestión -Gregory Greiten, de la Iglesia de Santa Bernadette en Miwaukee- es cualquier cosa menos un pionero.
Primero, porque no es en absoluto el primer sacerdote que sale del armario; pero, sobre todo, porque todo el mundo entiende por ‘pionero’ a quien se interna en un terreno inexplorado, y el del mundo de la ‘sexualidad alternativa’ está tan trillado que más bien deberíamos hablar de obsesión.
Leía el otro día que un 27% de los jóvenes californianos tenían serias dudas sobre su identidad sexual; ¿alguien puede pensar por un segundo que una proporción tan absolutamente insólita y disparatada es fruto de la casualidad o sucede naturalmente? No, la constante glorificación de los medios de todo el que se proclama homosexual o descubre que en realidad pertenece a un sexo distinto al que determinan sus cromosomas está creando un ‘efecto contagio’ que pagaremos y, sospecho, muy caro.
De curas gays, digámoslo de una vez, no anda la Iglesia escasa, si bien la confirmación de esa sospecha no nos ha llegado exactamente por una sucesión de Gregorygreitens abriéndonos su corazón, sino por el más doloroso trance del descubrimiento, hace ya años, de abusos sexuales a menores de no pocos sacerdotes, ocultados por sus superiores jerárquicos.
Pero no por repetirse con tediosa frecuencia deja de sorprenderme esa necesidad de sacerdotes como Greiten de declararse gay ante sus fieles, primero, y el resto del mundo, después. Rechazando, por caridad, cierto ‘vedettismo’ mediático como motivación, ¿qué sentido tiene?
Si, como sostienen sus apologetas, la homosexualidad no es en nada esencial distinta de la heterosexualidad y, como enfatiza el padre Martin, Greiten vive santamente su celibato, ¿para qué tiene que saber su grey que le atraen los varones? Siendo homosexualidad y heterosexualidad, según nos dicen, opciones equivalentes, ¿deberían los demás curas advertir a sus parroquianos que a ellos les gustan las mujeres? ¿En qué ayuda a nadie saber eso de su párroco?
Naturalmente, hay una razón, que no es otra que ‘normalizar’ dentro del clero católico una condición que el Catecismo de la Iglesia Católica, la última vez que miré, seguía definiendo como «intrínsicamente desordenada».
Y, sí, tras la falsedad de la primera frase de Martin, lo que dice después es cierto: hay miles de sacerdotes gays en la Iglesia. A quien quiera leer sobre este asunto en profundidad le aconsejaría el libro de Michael S. Rose ‘Goodbye, good men’, no por deprimente menos clarificador, sobre por qué el sacerdocio corre el riesgo de convertirse en una ‘profesión’ especialmente atractiva para los homosexuales. También explica por qué Su Santidad Benedicto XVI dispuso que no se admitiera al sacerdocio a personas con claras y persistentes tendencias homosexuales.
Al aplaudir estas salidas del armario sacerdotales -porque ofrecerle una tribuna en el National Catholic Reporter es aplaudirlo-, cierto estamento eclesial no hace sino adaptarse a las corrientes del mundo, tratar de que «el mundo no nos odie», por darle la vuelta a las palabras de Cristo, dando primacía a lo que el mundo da primacía.
Porque la ‘revolución’ que se nos promete parece ser algo tan deprimente como seguir servilmente las consignas efímeras del siglo, ir a la rastra de las modas ideológicas. Iglesia pobre para lo pobres, sí, igual que Cristo… si Cristo hubiera sido Hombre del Año de la revista TIME y contratara a la multinacional Accenture para llevarle la comunicación.