Sin embargo, curiosamente, el día antes, al final del Angelus dominical, Francisco ha cometido un error relacionado con el primero de los dos países. Ha dicho, un poco leyendo y un poco improvisando, las siguientes palabras, ausentes del texto que se había entregado de antemano a los periodistas:
«Han llegado tristes noticias sobre la persecución de una minoría religiosa, nuestros hermanos Rohingya. Quisiera expresar mi cercanía con ellos. Todos pedimos al Señor que los salve y que suscite hombres y mujeres de buena voluntad que los ayuden, que les den plenos derechos. Oremos por nuestros hermanos Rohingya».
En las horas sucesivas, las reacciones en Myanmar a estas palabras han sido decididamente negativas; no sólo en los medios de comunicación alineados con el gobierno, que ni tan siquiera tolera que se definan “Rohingya” a los musulmanes que habitan la región de Rakhine en la frontera con Bangladesh, y que desde hace años son víctimas de una persecución feroz, sino también por parte de exponentes de la minúscula Iglesia católica local.
Raymond Sumlut Gam, obispo de Bhamo y ex director de Caritas Myanmar, ha declarado a Asia News:
«Tenemos el temor que el Papa no tenga información suficientemente precisa y que haga declaraciones que no reflejen la realidad. Afirmar que los Rohingya están ‘perseguidos’ puede crear graves tensiones en Myanmar».
Y el padre Mariano Soe Naing, portavoz de la conferencia episcopal de este país:
«Si tuviéramos que llevar al Santo Padre a visitar a las personas que más sufren en nuestro país, le llevaríamos a los campos de refugiados de los Kachin [etnia prevalentemente católica – ndr], en los que muchas víctimas de la guerra civil han sido expulsadas de sus casas. En lo que respecta al término ‘Rohingya’, es mi opinión que para demostrar respeto hacia el pueblo y el gobierno de Myanmar, utilizar la expresión aceptada por las instituciones [’musulmanes de Rakhine’ – ndr] es lo más indicado. Si el Papa utilizara ese término durante la visita, estaríamos preocupados por su seguridad».
En Myanmar, los católicos son poco más del uno por ciento de la población, seiscientos mil sobre cincuenta millones, y son considerados por la mayoría un cuerpo extraño, igual que las otras minorías perseguidas. Por lo tanto, se puede comprender que estén a la defensiva.
Sorprende, en cambio, que la secretaría de Estado vaticana no haya predispuesto para el Papa Francisco, si realmente quería intervenir públicamente sobre la persecución de los Rohingya, un texto menos improvisado, sobre todo en vista de su inminente viaje a ese país.
Con Myanmar la Santa Sede ha iniciado relaciones diplomáticas el pasado mes de marzo. Y en mayo llegó al Vaticano para reunirse con el Papa Aung San Suu Kyi, premio Nobel para la paz, a la que el régimen militar mantuvo en arresto domiciliario durante quince años y que fue democráticamente elegida y nombrada ministra de asuntos exteriores en un gobierno que, sin embargo, sigue estando bajo el control del ejército, que sigue deteniendo los verdaderos resortes del poder.
Un dossier muy actualizado debería estar, por lo tanto, a disposición del Papa Francisco, en vista de su viaje.
Sin embargo, las palabras que dijo el domingo pasado 28 de agosto durante el Angelus no han parecido ser las más equilibradas.
Que un Papa se erija en defensor de los musulmanes que, esta vez, se encuentran en el lado, no de los perseguidores, sino de los perseguidos, es ciertamente no sólo necesario, sino de seguro efecto en el escenario mundial.
Pero en Myanmar, entre los perseguidos están también los cristianos de las etnias Kachin y Chin, en el norte del país, y Karen y Karenni, en el este. Son innumerables las iglesias destruidas, las aldeas incendiadas, las decenas de miles de personas obligadas a huir.