En el libro Historia sencilla de la Música se analiza el origen y las características de esta forma de canto colectivo cuidado especialmente por las comunidades benedictinas.
En los siglos VII-VIII se consagró en toda la Cristiandad una forma de canto colectivo que poseía una solidez y una facilidad para «llegar» a los oyentes que le permitió perdurar a lo largo de los siglos: el canto gregoriano.
Así lo explica el catedrático José Luis Comellas en su libro Historia sencilla de la Música de la Editorial Rialp. En esta obra se describe la sencillez, la capacidad de penetrar en el espíritu y en los sentimientos, la feliz adaptación de la música a la letra del canto gregoriano.
El origen del canto gregoriano se atribuye a la figura del papa Gregorio I, quien regularizó la liturgia, estableció el latín como lengua oficial de la Iglesia, dio normas para el canto y fundó en Roma la primera Schola Cantorum que se conoce.
Sin embargo, tal y como subraya el autor de Historia sencilla de la Música, nada se sabe con absoluta seguridad de los orígenes del canto gregoriano. Todo induce a suponer que no fue obra de un solo hombre, y que sus formas más características fueron consagrándose poco a poco.
Ya por el año 850, León IV habla del Cantus Sancti Gregorii, al igual que otros autores como Juan Diácono. A pesar de las teorías que pretendían que el gregoriano no aparece como tal hasta el siglo IX, H. Bewering asegura que ya por el año 600 -en vida de San Gregorio- existía semejante canto. A lo largo de los siglos, el gregoriano ha sido cuidado especialmente por las comunidades benedictinas.
Su melodía es sencilla, sin grandes saltos de una nota a otra, no admite grandes diferencias de volumen, carece de rito y no busca frases altisonantes o dramáticas. Y, sin embargo, no resulta monótono, es claro, bien articulado, expresivo y dotado de gran capacidad para llegar al alma. En el gregoriano entendemos una profunda expresión de espiritualidad, sabiamente conseguida.
Relatos de la época nos presentan a los oyentes y cantantes en actitud de oración o llenos de temor, profundamente conmovidos por la música, según señala José Luis Comellas en su libro. Su actualidad no decae, y, hoy en día, supone un «remanso en medio del ritmo atosigante de nuestra vida contemporánea».
Citando a Higinio Anglés, el canto gregoriano es «el patrimonio musical de la humanidad entera, el más noble y venerado de cuantos se han conservado desde los tiempos remotos».
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El autor del libro ha omitido, verosímilmente de forma intencionada para salvaguardar la autoridad pontificia, que Gregorio, empeñado en dignificar la liturgia, encargó a clérigos músicos un viaje a Francia, para aprender el canto galicano, entonces coexistente con el romano, el ambrosiano y con diversas corrientes procedentes del viejo canto dórico, de origen dionisíaco. Los términos en que Gregorio se expresó con sus hermanos franceses en el episcopado, fueron de deferente petición de colaboración. De la fusión del canto romano, el ambrosiano y el galicano, surgió el gregoriano, un maravillosos ejemplo de entendimiento entre diversas expresiones litúrgicas, concurrentes en un modo secular que ha llegado a nuestros tiempos tras ser impuesto, como tantas otras cosas, por el también papa Gregorio VII, que utilizó a su orden benedictina para uniformizar, manu militari, la liturgia y la gobernación de la Iglesia. Una de las víctimas más notables fue el rito y canto mozárabe y uno de los impulsores de la reforma general benedictina, litúrgica y organizativa, Sancho Garcés III el Mayor de Navarra. Fue una imposición dictartorial, pero al cabo hemos heredado en nuestros tiempos un modo litúrgico que es canónico para la estética y dignidad del culto y que hay que preservar, no adaptar. Si alguien tiene la fortuna de acompañar en el rezo de la Horas Mayores a una comunidad benedictina, podrá sentir en su corazón cómo el gregoriano ablanda el corazón, haciendo que por medio de la monodia secular ascienda desde el polvo cotidiano a la altura de las cercanías de la Divinidad.
Por desgracia en las parroquias y comunidades cristianas no se fomenta ni el canto gregoriano (aunque sea solamente los cantos más sencillos) ni la música sacra. Se ha sustituido por la música ligera, que es eso, light, y no apropiada para lo espiritual ni para el encuentro con Dios. Pero es otro signo más de la secularización de la Iglesia y de su disolución en el mundo.