‘Madre de los pobres, enamorada de Dios e infatigable bienhechora de la humanidad’

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Con estas palabras el Papa Juan Pablo II alabó la vida y obra de Teresa de Calcuta durante la ceremonia de beatificación de la fundadora de las Misioneras de la Caridad. 

El domingo 19 de octubre de 2003, el Papa Juan Pablo II presidió la misa de beatificación de la Madre Teresa de Calcuta. Durante su homilía, el pontífice, amigo personal de la religiosa, no dudó en resaltar sus virtudes vividas en grado heroico y en poner de manifiesto que la Madre Teresa fue una de las personalidades más relevantes de la época.

«Veneremos a esta pequeña mujer enamorada de Dios, humilde mensajera del Evangelio e infatigable bienhechora de la humanidad», afirmó Juan Pablo II, al tiempo que pidió acoger el mensaje y seguir el ejemplo de una auténtica misionera del amor de Dios.

San Juan Pablo II conoció de cerca la obra de la Madre Teresa cuando visitó Calcuta en 1986. El pontífice acudió al hogar de las Misioneras de la Caridad en uno de los barrios más pobres de la ciudad y quedó impresionado por la labor que las religiosas llevaban a cabo con aquellos que habían sido abandonados y descartados por la sociedad. Para la Madre Teresa, según contaba después ella misma, fue uno de los días más felices de su vida.

Fue durante esa visita del pontífice a Calcuta cuando la Madre Teresa subió al papamóvil y besó el anillo del Santo Padre en una imagen que dio la vuelta al mundo. El Papa, por su parte, aseguró en un discurso a las puertas de uno de los hospicios de las misioneras: «Nirmal Hriday proclama la profunda dignidad de toda persona humana. El mimo que se muestra aquí es testimonio de la certeza de que el valor de un ser humano no se mide por su utilidad, con la salud o la enfermedad, con la edad, credo o raza».

La admiración de San Juan Pablo II por la vida y obra de Teresa de Calcuta le llevó abrir la causa de canonización de la religiosa sin esperar el periodo habitual y celebró la ceremonia de su beatificación seis años después.

A continuación, puede leer íntegra la homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la misa de beatificación de Teresa de Calcuta el 19 de octubre de 2003:

«El que quiera ser el primero, sea esclavo de todos» (Mc 10, 44). Estas palabras de Jesús a sus discípulos, que acaban de resonar en esta plaza, indican cuál es el camino que conduce a la «grandeza» evangélica. Es el camino que Cristo mismo recorrió hasta la cruz; un itinerario de amor y de servicio, que invierte toda lógica humana. ¡Ser siervo de todos!

Por esta lógica se dejó guiar la madre Teresa de Calcuta, fundadora de los Misioneros y de las Misioneras de la Caridad, a quien hoy tengo la alegría de inscribir en el catálogo de los beatos. Estoy personalmente agradecido a esta valiente mujer, que siempre he sentido junto a mí. Icono del buen samaritano, iba por doquier para servir a Cristo en los más pobres de entre los pobres. Ni siquiera los conflictos y las guerras lograban detenerla.

De vez en cuando, venía a hablarme de sus experiencias al servicio de los valores evangélicos. Recuerdo, por ejemplo, sus intervenciones en favor de la vida y en contra del aborto, también cuando le fue conferido el premio Nobel de la paz (Oslo, 10 de diciembre de 1979). Solía decir:  «Si oís que una mujer no quiere tener a su hijo y desea abortar, tratad de convencerla de que me traiga a ese niño. Yo lo amaré, viendo en él el signo del amor de Dios».

¿No es acaso significativo que su beatificación tenga lugar precisamente en el día en que la Iglesia celebra la Jornada mundial de las misiones? Con el testimonio de su vida, madre Teresa recuerda a todos que la misión evangelizadora de la Iglesia pasa a través de la caridad, alimentada con la oración y la escucha de la palabra de Dios. Es emblemática de este estilo misionero la imagen que muestra a la nueva beata mientras estrecha, con una mano, la mano de un niño, y con la otra pasa las cuentas del rosario.

Contemplación y acción, evangelización y promoción humana:  Madre Teresa proclama el Evangelio con su vida totalmente entregada a los pobres, pero, al mismo tiempo, envuelta en la oración.

«El que quiera ser grande, sea vuestro servidor» (Mc 10, 43). Con particular emoción recordamos hoy a madre Teresa, una gran servidora de los pobres, de la Iglesia y de todo el mundo. Su vida es un testimonio de la dignidad y del privilegio del servicio humilde. No sólo eligió ser la última, sino también la servidora de los últimos. Como verdadera madre de los pobres, se inclinó hacia todos los que sufrían diversas formas de pobreza. Su grandeza reside en su habilidad para dar sin tener en cuenta el costo, dar «hasta que duela». Su vida fue un amor radical y una proclamación audaz del Evangelio.

El grito de Jesús en la cruz, «tengo sed» (Jn 19, 28), expresa que la profundidad del anhelo de Dios por el hombre, penetró en el alma de madre Teresa y encontró un terreno fértil en su corazón. Saciar la sed de amor y de almas de Jesús en unión con María, la madre de Jesús, se convirtió en el único objetivo de la existencia de la madre Teresa, y en la fuerza interior que la impulsaba y la hacía superarse a sí misma e «ir deprisa» a través del mundo para trabajar por la salvación y la santificación de los más pobres de entre los pobres.

«Os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Este pasaje evangélico, tan fundamental para comprender el servicio de la madre Teresa a los pobres, fue la base de su convicción llena de fe de que al tocar los cuerpos quebrantados de los pobres, estaba tocando el cuerpo de Cristo. A Jesús mismo, oculto bajo el rostro doloroso del más pobre de entre los pobres, se dirigió su servicio. La madre Teresa pone de relieve el significado más profundo del servicio:  un acto de amor hecho por los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos y los prisioneros (cf. Mt 25, 34-36), es un acto de amor hecho a Jesús mismo.

Lo reconoció y lo sirvió con devoción incondicional, expresando la delicadeza de su amor esponsal. Así, en la entrega total de sí misma a Dios y al prójimo, la madre Teresa encontró su mayor realización y vivió las cualidades más nobles de su feminidad. Buscó ser un signo del «amor, de la presencia y de la compasión de Dios», y así recordar a todos el valor y la dignidad de cada hijo de Dios, «creado para amar y ser amado». De este modo, la madre Teresa «llevó las almas a Dios y Dios a las almas» y sació la sed de Cristo, especialmente de aquellos más necesitados, aquellos cuya visión de Dios se había ofuscado a causa del sufrimiento y del dolor.

«El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate de todos» (Mc 10, 45). La madre Teresa compartió la pasión del Crucificado, de modo especial durante largos años de «oscuridad interior». Fue una prueba a veces desgarradora, aceptada como un «don y privilegio» singular.

En las horas más oscuras se aferraba con más tenacidad a la oración ante el santísimo Sacramento. Esa dura prueba espiritual la llevó a identificarse cada vez más con aquellos a quienes servía cada día, experimentando su pena y, a veces, incluso su rechazo. Solía repetir que la mayor pobreza era la de ser indeseados, la de no tener a nadie que te cuide.

«Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti». Cuántas veces, como el salmista, también madre Teresa, en los momentos de desolación interior, repitió a su Señor:  «En ti, en ti espero, Dios mío».

Veneremos a esta pequeña mujer enamorada de Dios, humilde mensajera del Evangelio e infatigable bienhechora de la humanidad. Honremos en ella a una de las personalidades más relevantes de nuestra época. Acojamos su mensaje y sigamos su ejemplo.

Virgen María, Reina de todos los santos, ayúdanos a ser mansos y humildes de corazón como esta intrépida mensajera del amor. Ayúdanos a servir, con la alegría y la sonrisa, a toda persona que encontremos. Ayúdanos a ser misioneros de Cristo, nuestra paz y nuestra esperanza. Amén.

 

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