Historia financiera (III): Bernardino Nogara, el primer laico al frente del oro de San Pedro

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Continuamos con la serie sobre la historia financiera de la Santa Sede. Hoy veremos cómo el Vaticano asumió las formas modernas de administración financiera.

Lea también: 

I: Siglo XIX, arranca la historia financiera del Vaticano

II: Caída de los Estados Pontificios y de la Banca Romana

En el artículo anterior de esta serie pudimos comprender algunas de las decisiones adoptadas por la jerarquía de la Iglesia Católica para sanear sus finanzas y capear los distintos problemas que la Iglesia había padecido durante el s. XIX. Habíamos visto como tras la firma de varios Concordatos con los Gobiernos de los principales países católicos, muy especialmente tras la firma en 1929 de los Pactos Lateranenses entre la Santa Sede y el Gobierno italiano del período, la cuentas del Vaticano obtuvieron su primer respiro en casi un siglo. Se culminaba así un proceso mediante el cual la Iglesia católica logró que se le reconociesen una nueva serie de fuentes de ingresos, que vinieron a sustituir a los antiguos diezmos y rentas feudales, a través de las que la Iglesia se había financiado en siglos anteriores pero que habían quedado sin efecto en el estado moderno.

Es hora de volver al Vaticano para introducir un personaje clave, el primer “laico maduro”, un profesional dedicado a las finanzas que aplicó por primera vez una estrategia de inteligencia financiera con el dinero de la Santa Sede. Con sus luces y sus sombras: Bernardino Nogara.

Como se ha dicho, en 1929, producto de los Pactos Lateranenses, el Vaticano se vio dueño de cantidad muy potente de dinero por primera vez en mucho tiempo. Estaba claro que viejas prácticas como la compra de terrenos agrícolas habían quedado obsoletas, y se imponía gestionar ese patrimonio de forma moderna y efectiva de cara a multiplicarlo o, al menos, conservarlo, garantizando así la independencia económica del Papado.

En las estancias vaticanas, donde hasta hacía relativamente poco tiempo se veían con malos ojos actividades como el préstamo de dinero con intereses, en aquel momento existían pocas personas con un conocimiento de los modernos mercados de capitales o las Bolsas de valores. Es así como el Papa del momento, Pío XI, recurrió a Bernardino Nogara un ingeniero, banquero e inversor milanés que mantenía, por azares de la vida, lazos de amistad personal con la familia de Pío XI.

Durante aquellos años, dentro de la Curia vaticana (es decir su aparato burocrático y administrativo) el departamento que se ocupaba de funciones parecidas a las que en adelante desempeñaría Bernardino Nogara era la Administración de los Bienes de la Santa Sede, un organismo creado en 1878 por León XIII para gestionar el magro patrimonio que le quedó al Vaticano tras la pérdida de los Estados Pontificios. No obstante Pío XI, de cara a darle mayor margen de maniobra a Nogara y liberarlo de largas reuniones estériles con cardenales, peticiones continuas de vistos buenos para operaciones y cosas del estilo, creó en junio de 1929 una nueva entidad independiente llamada Administración Especial de la Santa Sede cuya finalidad exclusiva sería invertir el dinero obtenido de los Pactos Lateranenses.

En cierta forma sería algo parecido a lo que hoy llamamos un fondo de inversión, el cual Bernardino Nogara gestionaría a su antojo.

El momento no era particularmente favorable para ello ya que pocos meses después de tomadas todas esas disposiciones se produjo el jueves negro, el desplome bursátil que supuso el pistoletazo de salida a la llamada “crisis de 1929”.

Bernardino Nogara se vio abocado al poco de asumir el cargo a la ingrata tarea de gestionar una especie de fondo de capital riesgo integrado por el grueso de las reservas de capital de la Iglesia, en un contexto de crisis económica mundial, desplome de las cotizaciones y estancamiento. Por si esto furea poco, se sumó a todo esto, pasada una década, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que dejaría arrasada gran parte de Europa.

Aun así el desempeño de Nogara fue tan eficiente que continuaría en su cargo hasta 1954, al ver su posición refrendada no solo por Pio XI sino también por el siguiente Pontífice, Pío XII. Tal confianza se debió a que en esos veinticinco años Bernardino logró, contra todo pronóstico y a pesar de las dificultades mencionadas, no solo conservar sino multiplicar por diez los fondos que se le habían encomendado en 1929. Todo un éxito en tiempos tan difíciles. El problema surge al preguntarse por los procedimientos empleados.

El hábil Bernardino Nogara fue cambiando sus estrategias de inversión con el tiempo. En una primera fase comenzó con modos “clásicos”, invirtiendo en el sector de la construcción o transformando parte de los fondos de dinero del Vaticano en reservas de oro.

Poco a poco se fue valiendo de sus conexiones en las instituciones financieras y el Gobierno italiano del período, así como en Alemania a través de la familia Krupp, para realizar apuestas más arriesgadas pero también potencialmente más rentables. Por poner un ejemplo, invirtió -con pingües beneficios- en empresas armamentísticas que luego se verían favorecidas con lucrativos contratos para fabricar la munición que sería empleada por las tropas de Mussolini en sus campañas africanas de los siguientes años, particularmente la invasión de Etiopía.

Asimismo, durante la II Guerra Mundial, Nogara invirtió dinero del Vaticano en compañías aseguradoras que se beneficiaron del caos y la pérdida de documentos durante la guerra, y de la desaparición y muerte de múltiples firmantes de pólizas, lo que ahorró el tener que reembolsarles dinero que de esa forma pasaba a integrar la columna de los beneficios en los balances.

Si bien, por tanto, el “espíritu” de los métodos empleados era como poco criticable, como resultado de ello la situación financiera de la Iglesia recibió un fuerte impulso en aquellos tiempos agitados.

En un primer momento de cara a sus operaciones Bernardino Nogara se vio obligado a utilizar una red de bancos situados en el extranjero, caso de Suiza, así como un holding (llamado Groupement Financier Luxembourgeois, más conocido como Grolux S.A.) creado al efecto en Luxemburgo.

Empezaba a quedar claro que la Iglesia no solo precisaba de nuevas fuentes de ingresos, sino también de mecanismos seguros para movilizar y, ocasionalmente, invertir ese dinero. Mecanismos bajo su control directo. La época donde el dinero de la Iglesia se guardaba en cofres y era trasladado a través de letras de cambio de mercaderes florentinos o lombardos había quedado atrás. Empezaba a ser necesaria una infraestructura bancaria compleja, y a ser posible propia.

Hacía tiempo, tras la experiencia de la escandalosa quiebra de la Banca Romana en 1893, la Santa Sede ya había iniciado ligeros cambios en su estrategia al respecto. Por ello en las décadas finales del s. XIX y principios del XX siguió utilizando bancos privados para sus transacciones, pero empezó a favorecer el empleo prioritario de instituciones bancarias caracterizadas por el carácter rigurosamente católico de sus dueños o accionistas principales. Incluso en algunos casos la Iglesia echó mano de su escaso patrimonio de la época para adquirir participaciones en esas instituciones y poder usarlas así como elementos de su embrionaria red financiera.

Ese fue el caso de la denominada Banca Cattolica Vicentina, oficialmente casi una institución de caridad y de “socorro mutuo” que poco a poco fue quedando bajo la influencia y el control de la diócesis de Vicenza, a la vez que absorbía otras entidades menores de la zona con la misma vocación, caso de la Banca Cattolica Atestina, la Banca Cattolica di Udine, la Banca Cattolica di San Liberale, la Banca Veneziana di Crediti e Conti Correnti, la Banca San Daniele, etc.

De esta forma, ya entrado el s. XX, a medida que iba creciendo, dicha Banca Vicentina pasó a ser conocida como Banca Cattolica del Veneto, al convertirse en una fuerza financiera a tener en cuenta en toda esa región. Eso sí, manteniéndose como una institución siempre controlada por la Iglesia a través de los obispos de la zona.

Volvemos por un momento a 1896. Giuseppe Tovini, un abogado de fuertes creencias católicas y muy relacionado con la orden franciscana, que con el tiempo sería beatificado, creó en Milán el Banco Ambrosiano, una institución privada que mantenía también fuertes lazos con la Iglesia y era controlado de hecho por el arzobispo de Milán. Entre los miembros del consejo de administración de la entidad en las siguientes décadas encontramos hasta un sobrino del Papa Pío XI.

Merced a todo ello en los años 30 y 40 del s. XX la Iglesia poseía ya contactos y cierto peso en toda una serie de entidades bancarias italianas, pero las mismas se hallaban demasiado concentradas en las regiones de Lombardía y Venecia, es decir en el Norte, la parte desarrollada de la Italia de la época. Su tamaño y ámbito de influencia era por entonces aún muy reducido y no servían, por tanto, para gestionar y guardar todo el dinero que empezaba a fluir en abundancia hacia el Vaticano gracias a los acuerdos firmados en las décadas precedentes y a la lucrativa gestión de la “hucha” de la Iglesia por parte de Bernardino Nogara. Es todo eso lo que explica que en 1942, en plena Guerra Mundial y de forma inadvertida para la mayoría del mundo, se produjese un movimiento decisivo.

En el próximo episodio: La creación del IOR

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