San Nemesio

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La historia de Nemesio —se adapte o no en todos sus extremos a la bella y adornada narración que conocemos— es la de un hombre fiel y cabal que era uno más del pueblo. Un cristiano anónimo. Es decir, sin oficio conocido ni de condición social acreditada. Por los años de madurez que se le atribuyen podría ser casado —condición común a sus años—, aunque bien pudiera ser que no hubiera formado familia. Ni siquiera eso sabemos.

Fue durante la persecución de Decio, por los años 250. Lo refiere San Dionisio, obispo de Alejandría que habla de un tal Nemesio o Nemesion, egipcio de origen, de costumbres y de idioma. Era un vecino más en su pueblo, no de muchos años aunque entrado en la madurez, un hombre hecho.

Se le estimaba entre los que más del pueblo por la conducta justa y sus costumbres sanas; en fin, apreciado por su bondad y conducta ética intachable, como cabe y debe esperarse en un discípulo de Cristo verdadero. Fue el hombre que todo joven quiere ser cuando crezca y que todo viejo lamenta no haber sido.

Pero había envidiosos. Siempre hubo gente así, están en todas partes y estamentos. Se sienten humillados por la honradez y nobleza ajena que lleva también a la envidia de la estima de que gozan los que son honrados y buenos. Lo acusaron de cooperar con canallas que fueron perseguidos, presos y condenados a la pena de muerte. Pronto el juez pudo declarar absuelto a Nemesio y probar que fue calumnia el intento.

Como el orgullo es perverso, repiten ante el magistrado la acusación; esta vez cambiando los términos: «Tristes estamos —le dicen— por haber perdonado a un reo como Nemesio». Te ha engañado; es hábil, conoce todo tipo de engaños… ¿no sabes que es cristiano?

Para el juez es el peor de los delitos. La ley de Decio es implacable. Confirmado por serena confesión del reo es remitido a Sabino, gobernador de Egipcio y residente en Alejandría. Se comprueba en nuevo juicio la identidad cristiana de Nemesio que se muestra firme en su decisión de no renegar de su Dios. No le conmueven promesas ni castigos. Termina quemado en la hoguera en compañía de algunos ladrones y asesinos de su tiempo.

Fuente: Archidiócesis de Madrid

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