Santa Mónica

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Santa Mónica de HiponaSanta Mónica fue la madre de San Agustín de Hipona, por quien trabajó y rezó largamente por su conversión. En la búsqueda de salvación de su familia, Santa Mónica encontró su camino de santidad. 

Santa Mónica nació en la ciudad de Tagaste, cercana a Cártago, en el año 332, cuando estas tierras del norte de África eran parte del Imperio Romano. El cristianismo estaba fuertemente extendido por todo el norte de África hasta la invasión de los musulmanes. Por ello, Santa Mónica tuvo la fortuna de crecer en un hogar católico, cuya comunidad era de las más antiguas del cristianismo.

La pequeña Mónica tenía una gran disposición a la oración y a la soledad, aunque tampoco estaba exenta de los juegos y diversiones de los niños. Siendo muy joven, su familia se dispuso a casarla con un hombre llamado Patricio. Mónica había querido dedicarse a la oración, pero obedeció a sus padres, y casó con quien ellos dispusieron. Patricio no era el marido ideal, su orientación a la bebida, al juego y a las mujeres, hicieron muy difícil la vida de Mónica en todo momento. La vida de Patricio correspondía con la de un pagano de la época del Imperio, y a ésto, se sumaba un fuerte temperamento, que lo hacía estallar de ira por cualquier cosa, quitando la paz en el ambiente familiar, y provocando una hostilidad permanente.

Santa Mónica llevó la situación familiar de la mejor manera posible, aguantando pacientemente la ira y adulterio constante de su marido, y con gran caridad cristiana, fue lentamente suavizando su carácter, mostrándole su afecto, paciencia y fidelidad constante. La familia de Patricio y Mónica produjo tres hijos, uno de ellos fue San Agustín.

La paciencia y buen carácter de Mónica, le ganaron la admiración de la gente de Tagaste, quienes veían cómo aguantaba admirablemente a su marido, y conseguía que nunca le pegara a pesar de las grandes iras, cosa poco común en su época. Al enfermar Patricio, Mónica permaneció a lado suyo en todo momento, cuidándolo y dándole el cariño y afecto que le había prometido. A pesar de que él no cumplía de la mejor manera sus compromisos matrimoniales, Mónica fue fiel a sus promesas sin pedir nada a cambio. Esta actitud admirable consiguió conmover el corazón de Patricio, y antes de morir, en el año 371, se convirtió al catolicismo, y fue bautizado junto con su madre, muriendo arrepentido de sus pecados, y debiéndole la salvación de su alma a su esposa, dotada de paciencia y caridad heroicas.

Mónica, entonces viuda, se quedó con el deber de cuidar de sus hijos, el más difícil de ellos era Agustín, que aunque tenían un gran éxito en los estudios, llevaba una vida de grandes licencias, lo que provocaba gran tristeza en el corazón de su madre, que no quería ver el alma de su hijo condenarse, ni su vida desperdiciada en vanidades. El mayor disgusto que Agustín le dio a su madre fue entrar en la secta de los maniqueos, quienes afirmaban que el mundo era creación del Demonio en vez de creación de Dios.

En una ocasión, Santa Mónica soñó con que lloraba por la condenación del alma de su hijo mientras estaba perdida en un bosque, cuando de pronto una voz la calmó diciendo: «tu hijo volverá contigo». Tiempo más tarde, la santa mujer fue a visitar a un obispo, contándole lo mucho que había llorado por la conversión de su hijo. El obispo le respondió: «Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas.»

Agustín ya destacaba enormemente en sus estudios en Cártago, y pretendía viajar a Roma para dar clases y encontrarse con los grandes pensadores de su época. Su madre decidió acompañarlo para vigilarlo. Agustín se resistía, pero finalmente aceptó. Una vez en Cártago, preparados para embarcarse a Roma, Agustín le dijo a su madre que fuera a rezar a un templo mientras llegaba la hora de zarpar. Mientras Mónica rezaba, Agustín se embarcó hacia Roma, dejando a su madre sola, pero ella no se desmotivó por el abandono de su hijo, y se embarcó al tiempo que pudo, buscando a Agustín incansablemente en Roma hasta encontrarlo.

Afanada en ayudar a su hijo a encontrar la verdadera vida, Mónica decidió hablar con el arzobispo de Milán, más tarde conocido como San Ambrosio. El santo obispo ejercía una gran influencia espiritual sobre Mónica, representando para ella un verdadero padre y pastor, acompañándola en sus preocupaciones cotidianas y velando por el perfeccionamiento de su vida cristiana. Mónica sabía que San Ambrosio también podía ejercer una gran influencia en la vida de su Agustín, ya que éste era uno de los intelectuales más respetados de la época. Agustín le guardaba gran admiración, sosteniendo con él largas tertulias, donde debatían tanto de la naturaleza del mundo, como de los bienes eternos.

Finalmente, en el año 387, Agustín se convierte al catolicismo, siendo bautizado el Domingo de Resurrección de ese año. La vida de Santa Mónica cambia rotundamente, no podía sino agradecer a Dios el regalo de ver a su hijo convertido a la verdadera Fe. Una vez habiendo logrado su cometido, Santa Mónica decidió volver a África, disponiéndose a morir, una vez con el corazón en paz por la conversión de su hijo. Estando en la ciudad de Ostia, en la península itálica, la santa falleció, antes de poder embarcarse.

Nunca antes se vio tal ejemplo de tenacidad y de esfuerzo en la conversión de los suyos como fue en la vida de Santa Mónica. Su vida es un modelo para muchas madres que ven frustrada la salvación de sus hijos y sus familias, y que se desaniman en la perseverancia para buscar para ellos el Bien Supremo, que es la Vida Eterna.

Santa Mónica es patrona de las mujeres casadas y de las madres cristianas, así como de las víctimas de abusos, los alcohólicos, los matrimonios con problemas, los hijos rebeldes, las amas de casa, víctimas de adulterio, infelices, víctimas de abusos verbales, viudas y esposas.

 

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