Ben­de­ci­dos, gra­ti­fi­ca­dos e ilu­mi­na­dos

Ben­de­ci­dos, gra­ti­fi­ca­dos e ilu­mi­na­dos

Nos afec­tan los gran­des cam­bios que ex­pe­ri­men­ta­mos, pero al mis­mo tiem­po es­ta­mos re­ci­bien­do do­nes inapreciables que nos ayu­dan a mi­rar­nos y a mi­rar todo lo que está a nues­tro al­re­de­dor como dis­cí­pu­los mi­sio­ne­ros de Je­su­cris­to. Al ver­nos así sen­ti­mos el gozo de la ben­di­ción, de la gra­ti­tud y de la luz que se nos da para aco­ger­la y en­tre­gar­la en esta tie­rra que tie­ne ne­ce­si­dad de una luz su­pe­rior a la que los hom­bres po­de­mos dar.

Qué ex­pe­rien­cia más be­lla la de los pri­me­ros dis­cí­pu­los del Se­ñor, que fue­ron al Jor­dán don­de es­ta­ba Juan Bau­tis­ta. Fue­ron allí con la es­pe­ran­za de en­con­trar al Me­sías. Allí se en­con­tra­ron con quien ha­cía reali­dad las pa­la­bras del pro­fe­ta Isaías: «Yo en­vío mi men­sa­je­ro de­lan­te de ti para que te pre­pa­re el ca­mino». Y allí pro­cla­ma­ba Juan Bau­tis­ta a to­dos los que se acer­ca­ban a él que bau­ti­za­ba «con agua para que os con­vir­táis; pero el que vie­ne de­trás de mí es más fuer­te que yo y no me­rez­co ni lle­var­le las san­da­lias. Él os bau­ti­za­rá con Es­pí­ri­tu San­to y fue­go» (cfr. Mac 1, 1-8). He­mos de re­cor­dar que quie­nes sin­tie­ron atrac­ción por las pa­la­bras, la sa­bi­du­ría y la hon­du­ra de su sin­ce­ri­dad, mani­fes­ta­da a tra­vés de su bon­dad y del asom­bro que ma­ni­fes­ta­ba su per­so­na, lle­ga­ron a ser dis­cí­pu­los de Je­sús.

¡Qué gra­cia más gran­de fue el en­cuen­tro con Je­sús a tra­vés de Juan Bau­tis­ta! Las pa­la­bras de este no que­da­ron en el va­cío, al­can­za­ron su co­ra­zón y su men­te, toda su per­so­na. De tal ma­ne­ra que vi­vie­ron la his­to­ria de su tiem­po, recorrie­ron los ca­mi­nos del mun­do co­no­ci­do de en­ton­ces sin ol­vi­dar nun­ca el en­cuen­tro más im­por­tan­te, el que habían te­ni­do con Je­sús jun­to a Juan Bau­tis­ta, cuan­do este les dijo: «Este es el cor­de­ro de Dios que qui­ta el pecado del mun­do».

Fue el en­cuen­tro más de­ci­si­vo e in­ci­si­vo de sus vi­das, pues les ha­bía lle­na­do de luz, de en­tre­ga, de fuer­za, de capacidad para sa­lir por to­dos los ca­mi­nos sin mie­do y de una es­pe­ran­za sin lí­mi­tes. Des­cu­brie­ron que tam­bién ellos te­nían que pre­pa­rar el ca­mino para que otros se en­con­tra­ran con Je­su­cris­to. Sa­bían que ha­bían sido ele­gi­dos para de­cir a los hom­bres de to­dos los tiem­pos, has­ta que el Se­ñor vuel­va, que el Ca­mino, la Ver­dad y la Vida es Je­su­cris­to; no hay otro. Las pa­la­bras de Juan Bau­tis­ta –«Pre­pa­rad el ca­mino del Se­ñor, alla­nad sus sen­de­ros»– fue­ron de­ci­si­vas para que fi­ja­ran su mi­ra­da en Je­su­cris­to y al­can­za­ron lo más hon­do de su exis­ten­cia. Tu­vie­ron tal fuer­za de convicción que de­ci­die­ron dar­le todo lo que eran a Je­su­cris­to, para que sus vi­das se con­vir­tie­ran en ca­mino por el que mu­chos pu­die­ron en­con­trar­se con Él.

Al mi­rar la reali­dad de nues­tro mun­do y de la mis­ma Igle­sia, con sus va­lo­res y sus li­mi­ta­cio­nes, con sus an­gus­tias y es­pe­ran­zas, des­cu­bri­mos con más fuer­za el de­seo de per­ma­ne­cer en el amor de Je­su­cris­to y el de en­tre­gar y lle­nar este mun­do de ese amor. Desea­mos lle­var a to­dos los hom­bres, no so­la­men­te con pa­la­bras sino con obras, propuestas de ca­mi­nos con la go­zo­sa es­pe­ran­za y la in­de­ci­ble gra­ti­tud de creer en Je­su­cris­to. De­cir a to­dos que Él es el úni­co Sal­va­dor de la hu­ma­ni­dad, ha­blar­les con ges­tos y he­chos con­cre­tos de la im­por­tan­cia in­sus­ti­tui­ble que tie­ne para ge­ne­rar ca­mi­nos de co­mu­nión de fra­ter­ni­dad, de vida para to­dos los hom­bres. La reali­dad con Je­su­cris­to es des­ci­fra­ble, no re­sul­ta un enig­ma. Fue­ra de Él es un enig­ma. Al lado de Él, ve­mos que te­ne­mos la gran ta­rea de ha­cer de este mun­do la gran fa­mi­lia de hi­jos de Dios. Y no de cual­quier ma­ne­ra, so­la­men­te con la fuer­za de su amor, de su en­tre­ga, de su fi­de­li­dad.

1. Ha­béis sido ben­de­ci­dos: como nos dice san Pa­blo, «ben­di­to sea Dios, Pa­dre de Nues­tro Se­ñor Je­su­cris­to, que nos ha ben­de­ci­do en Cris­to con toda cla­se de ben­di­cio­nes es­pi­ri­tua­les en los cie­los» (Ef 1,3). Y es cier­to, nos ha amado a cada uno de no­so­tros, nos ha vi­vi­fi­ca­do, nos ha dado un ho­ri­zon­te de vida de eter­ni­dad, nos ha ma­ni­fes­ta­do que so­mos her­ma­nos, nos ha mos­tra­do que lo nues­tro es el en­cuen­tro y la co­mu­nión. Sea­mos cons­cien­tes de esta reali­dad, pues así pre­pa­ra­re­mos el ca­mino para que el Se­ñor se mues­tre en el mun­do a tra­vés de no­so­tros.

2. Ha­béis sido gra­ti­fi­ca­dos: ¿os ha­béis dado cuen­ta de que el Se­ñor nos ha lla­ma­do a ser ins­tru­men­tos de un Reino de amor y de vida, de jus­ti­cia, de paz y de amor? ¿Caéis en la cuen­ta de cuán­tos, a tra­vés de la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad, se han sa­cri­fi­ca­do para ha­cer pre­sen­te este Reino? Esto es pre­pa­rar el ca­mino al Se­ñor y alla­nar sus sende­ros. Cui­de­mos la obra de sus ma­nos, todo lo crea­do y, de una ma­ne­ra es­pe­cial, al hom­bre, crea­do a su ima­gen y se­me­jan­za; ha­ga­mos todo lo po­si­ble para que, en nin­gún lu­gar de la tie­rra, al­guien es­tro­pee a otro. Gra­cias, Se­ñor, por ha­ber­nos he­cho tus co­la­bo­ra­do­res y por ha­cer­nos so­li­da­rios y res­pon­sa­bles con todo lo crea­do.

3. Ha­béis sido ilu­mi­na­dos: con la luz que es el mis­mo Je­su­cris­to. Su Pa­la­bra es luz y guía de nues­tra vida. Su Pala­bra siem­pre nos in­ter­pe­la y nos ayu­da a ha­cer el ca­mino en todo el re­co­rri­do que ten­ga nues­tra vida, siem­pre dán­do­nos a los de­más. Quien nos ha­bla como a ami­gos, en la Eu­ca­ris­tía nos ali­men­ta; se nos da Él como ali­men­to. Con esa ilu­mi­na­ción que nos da el Se­ñor, to­ma­mos la de­ci­sión de vi­vir como Él, sien­do Igle­sia sa­ma­ri­ta­na que se acer­ca a to­dos los su­fri­mien­tos de los hom­bre allí don­de es­tén, a to­das las in­jus­ti­cias, a to­das las cru­ces. La evangeliza­ción siem­pre va uni­da a la pro­mo­ción hu­ma­na y a la au­tén­ti­ca li­be­ra­ción. El mun­do crea­do por Dios es bello y her­mo­so. Cui­dé­mos­lo lle­van­do siem­pre la luz de Je­su­cris­to a to­dos los lu­ga­res y a to­das las si­tua­cio­nes.

Con gran afec­to, os ben­di­ce,

+Car­los Card. Oso­ro,

Ar­zo­bis­po de Ma­drid

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