Hay un silencio que ninguna palabra puede llenar: el de unos padres que ven arrebatarse a sus hijos en la misma iglesia donde los habían llevado para asistir a Misa. El eco de los disparos en Minneapolis no resuena solo en los muros del templo profanado, sino en el corazón de toda la Iglesia. ¿Qué puede decir la fe ante un vacío tan brutal? El primer impulso es el llanto, la empatía con esas familias destrozadas. Ningún razonamiento puede aliviar el desgarro de una madre o un padre que ya no podrán abrazar a su hijo.
Y sin embargo, la fe no se detiene en el absurdo del mal, sino que lo atraviesa. Lo ocurrido en esa Misa no fue un accidente ciego: fue un ataque marcado por el sello del demonio, que odia a la fe, odia la Eucaristía y odia la inocencia. El agresor no mató simplemente a unos niños; los mató porque estaban allí, en la casa de Dios, en el acto central de la vida cristiana. Ese es el odio satánico que la Iglesia llama odium fidei, el mismo que movió a Herodes en Belén y que sigue actuando, en distintas formas, a lo largo de los siglos.
La tradición cristiana reconoce que quienes mueren víctimas de ese odio se convierten en mártires, incluso cuando son pequeños y no tienen ocasión de confesar con todo el raciocinio o con palabras su fe. Lo explicaba San Agustín, cuyo recuerdo celebramos hoy: aquellos niños de Belén que no podían hablar ya confesaban a Cristo con su sangre. Y es lo mismo que podemos decir de los niños de Minneapolis: su vida ha quedado unida para siempre al sacrificio de Cristo en la cruz, que se renueva en cada Misa. Allí donde unos ojos humanos solo ven horror, la mirada de la fe descubre la certeza de que esos pequeños ya gozan del Reino.
Los católicos no somos ingenuos: sabemos que el mal existe, que tiene rostro y voluntad. El atacante de Minneapolis, más allá de su biografía personal, fue instrumento del odio del maligno contra Cristo y contra su Cuerpo místico. En este sentido, su crimen no es solo un asesinato, sino un acto de profanación deliberada, un intento de arrancar a Dios del corazón de los hombres. Pero como en tantas otras ocasiones, el mal ha sido derrotado en su misma pretensión: en lugar de apagar la fe, la sangre inocente la ilumina.
Y aquí está el misterio: lo que para nosotros es vacío, pérdida irreparable, para Dios es plenitud. La voz ahogada de los padres que claman justicia se encuentra con la voz de Cristo que asegura: “De los que son como estos es el Reino de los Cielos” (Mt 19,14). Por eso la tradición no duda en llamarlos mártires, y los contempla no con frialdad, sino con el estremecimiento de quien comprende que en la fragilidad de unos niños Dios ha mostrado la fuerza de su victoria.
El dolor humano nos inclina a callar, pero la fe nos invita a hablar: esos niños no han muerto en vano. Su sangre es semilla, su recuerdo es luz, su intercesión es fuerza. Y aunque para sus padres el vacío nunca dejará de doler, la esperanza cristiana afirma que un día volverán a abrazarlos, ya no en la debilidad de esta vida, sino en la gloria eterna.
